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Mi vida, a través de los perros (I)

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Los perros viven, en promedio, unos diez años. El hombre, setenta. Eso significa que una persona puede disfrutar de la compañía de siete canes a lo largo de su vida.  Me gusta esa relación: hasta ahora he tenido cinco de ellos; por lo tanto,  según las estadísticas, tengo la posibilidad de disfrutar de dos más, por lo menos. Claro, cualquiera puede refutarme el argumento diciendo que es posible tener más de uno a la vez, pero eso para mí es impensable: la relación perro/amo debe ser estrictamente monógama, otra cosa es bárbara e imposible.

Mi primera mascota canina me estaba aguardando, cuando nací. Era un estupendo cachorro de pastor alemán, comprado  un par de meses antes de mi llegada. Le pusieron por nombre el anodino Bob. Crecimos juntos: aprendí a gatear y un poco después a caminar bajo su vigilante tutela; tengo vagos recuerdos de haberlo abrazado, besado y mordido, pero sin nunca recibir una agresión de vuelta. Cuando fui un poco más grande,  me acompañaba en las pequeñas excursiones por los cerros que bordeaban la casona de las afueras, en donde transcurrí mi infancia. Con él viví las primeras aventuras de mi vida: tropecé con culebras, trepé árboles en busca de los mangos más altos – todo muchacho sabe que esos son los mejores – mientras un muy inquieto Bob no perdía de vista mis movimientos; hasta ingresé en una pandilla de pequeños maleantes, cuya amistad me gané gracias a mi fiero acompañante, quien se convirtió en el arma secreta de nuestra banda y nos permitió lograr la victoria en varias escaramuzas.

Bob me duró hasta que cumplí los 12 años: para ese entonces era un anciano, al que le costaba un mundo hasta el simple hecho de respirar; había que darle de comer y beber en la boca. Un día se lo llevaron al veterinario, y no regresó. Su desaparición constituyó mi primera experiencia con la muerte; hasta ese momento el asunto me había sido ajeno, nunca me había puesto a pensar en ello. Pero al morir mi perro empezaron las dudas y las angustias existenciales: descubrí que los animales no son inmortales, y extrapolé que los humanos tampoco. Caí en una especie de depresión, y me volví solitario y retraído. La idea de la muerte empezó a obsesionarme. Mis padres trataron de consolarme ofreciéndome otra mascota, pero por un tiempo me negué; no podía traicionar a Bob, mucho menos cambiarlo por otro perro. En la casa había un gato, pero nunca lo consideré mío. Era un objeto más, como el viejo sofá o el tinajero que adornaba una de las esquinas del porche, sólo que de vez en cuando se movía. Me resultaba antipático, y Bob tampoco  lo apreciaba. Se limitaba a ignorarlo, a menos que se acercara a su comida: entonces le gruñía con rabia, y lograba espantarlo.

En la infancia, se sabe, las penas pasan rápido. A pesar de haberme parecido una eternidad, visto en perspectiva, el luto por Bob me duraría un par de meses. Volví a ser el muchacho de antes, atolondrado y alegre. Ya me estaba haciendo falta la camaradería que solamente un perro puede brindar, y decidí aceptar la oferta de mis padres. Pero puse como condición que yo lo escogería: me sentía en capacidad de tomar esa importante decisión. Por esos tiempos me había iniciado al hábito de la lectura, y en una enciclopedia ilustrada, de grandes tomos encuadernados en oro y  rojo, encontré un artículo sobre perros. Estaba maravillado: no sabía que en el mundo existiera tal variedad de razas caninas. Tras mucho meditar, decidí que me convenía tener un Gran Danés. Le comuniqué mi veredicto a mi padre, y éste, tras reír un rato, argumentando que me iba a arrastrar por la calle, consintió.

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