EL CONSTRUCTOR DE PLAYAS

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-¿Qué va a hacer hoy, compadre?

-Fui temprano al mercado de pescado, y compré unos calamares que se ven más buenos que el carajo; creo que los voy a preparar en su tinta. Si se trae la bebida lo invito a comer.

-¿Lo de siempre?

-No, güevón, después de viejo voy a cambiar. Claro que lo de siempre…

-Bueno, no se arreche. ¿A golpe de una?

-Tá bien, lo espero entonces.

Natalio Andrade colgó el teléfono, y pensó: “Este Juan Andrés si es buena vaina. Que suerte es tener amigos así”. Ellos se conocían desde siempre, y a lo largo de muchos años habían consolidado una excelente amistad, de esas que no son circunstanciales sino sólidas. Su vida tuvo cierto paralelismo: se casaron con pocos meses de diferencia, tuvieron dos hijos cada uno, y finalmente habían enviudado casi al mismo tiempo, cuando ya eran sesentones: ni tan viejos para aislarse del mundo, ni tan jóvenes como para dedicarse al parrandeo continuo. La mujer de Natalio había caído enferma un par de años antes de morir, por lo que éste tuvo que ocuparse desde ese momento de las labores domésticas; con el tiempo le agarró el gusto a los fogones y se convirtió en un muy buen cocinero. Tomaron la costumbre de reunirse los sábados: mientras Natalio cocinaba, Juan Andrés se convertía en barman, y en musicalizador. Así paliaban la soledad, conversando hasta altas horas de la noche, después de comer alguna de las especialidades de Natalio. De vez en cuando se aparecían los hijos de ambos con sus respectivas familias, y entonces el pequeño lugar se llenaba de bulla y risas, y del sonido de las piedras de dominó.

A la hora indicada se apareció Juan Andrés en el apartamento al cual se había mudado Natalio al enviudar, uno “tipo estudio” en el litoral: pequeño pero con todas las comodidades, como dicen los folletos publicitarios. Tenía un agradable balconcito que daba hacia el mar, el cual había transformado en bar, con un buen mesón de madera al estilo de las tascas españolas; allí se instalaba Juan Andrés a preparar el trago que acostumbraban: se habían aficionado al mojito cubano, en un viaje que hicieran ambas parejas a La Habana unos años antes de enviudar, y el improvisado barman se había vuelto experto en su preparación. Compartían otra afición, el jazz. Ambos eran unos entusiastas melómanos: Natalio se decantaba por la vertiente latina, mientras que Juan Andrés prefería el Standard. Eso era a menudo motivo de acaloradas discusiones, generalmente en son de chanza, aunque alguna vez la pugna sobre las calidades musicales de Charlie Parker y Paquito D’Rivera llegaba a ponerse intensa.

Natalio estaba en la cocina, en plena faena: la limpieza de los calamares es una labor minuciosa, y más aún cuando son en su tinta, ya que se deben preservar las bolsitas en donde reposa el negro líquido que le otorga el nombre y el sabor característico a la preparación. Es menester remover la membrana que recubre el cuerpo del calamar, y vaciarlo por completo, para que quede únicamente el blanco cono que es el molusco. A las cabezas también hay que darles un tratamiento especial: se les debe extraer el pequeño pico que viene siendo la boca, y cortar el extremo superior en donde reposan los ojos; de ese modo, quedan únicamente los tentáculos unidos por una pequeña circunferencia de carne, y parecen unos minúsculos pulpos; ahora bien, también se pueden aprovechar los ojos como fuente de color para el plato, ya que generalmente contienen algo de tinta.

Los calamares estaban casi limpios cuando Natalio fue a abrirle la puerta a Juan Andrés:

-¡Épale, compadre! Usted puntual como siempre, parece suizo, no joda…

-Si quiere me vengo más tarde, para que no le moleste la “zuicés”…

-No, no me molesta. Pasa, pues, no te quedes allí…

Ese diálogo era parte del protocolo que habían establecido en los últimos tiempos; por lo general estaban de buen humor y disfrutaban molestándose mutuamente.

-Compadre, además de la caña te traje un Cd que te va a dar dentera: Money Jungle, con nada menos que Max Roach, Charlie Mingus y el señor Duke Ellington, para que te lo cepilles…

-Ya me vas a venir a joder con esa gringada… dale nomás, que después te voy a sacudir con Charlie Palmieri para que regreses a tus raíces africanas…

-Bueno, ponte de acuerdo: ¿Soy suizo o africano?

-Vamos a dejarlo en africano mojoneado.

-¿Y ya me cocinaste?

-Ah vaina, ¿tu eres marisco? Si quieres te monto en la olla…

-Tá bien, me volviste a joder.

-Estoy apenas terminado de limpiar los calamares, ¿quieres una cervecita fría mientras tanto?

-No sería ni malo, ¡este piazo de apartamento es más caluroso que el cará!

-Si quieres te vas al restaurant del frente, que tiene aire acondisoplado…

-No, allí no me fían, y aquí la comida es mejor.

Natalio sacó del freezer dos cervezas, las destapó y le alcanzó una de ellas a Juan Andrés.

-Mira, ¡de liquiliqui y todo!

Efectivamente la botella estaba totalmente escarchada. Juan Andrés tomó un largo sorbo, y exclamó:

-Ah, que vaina tan buena… está como me la mandó el doctor.

-¿Cual doctor, el médico asesino?-Contestó Natalio antes de repetir la misma acción de su amigo-La verdad es que está como debe ser-dijo al beber su respectivo trago.

-¿Puedo entrar a la cocina, a ver con qué me vas a envenenar?

-Quería que fuera una sorpresa, pero pasa…

Juan Andrés entró a la cocina, y al ver los calamares dispuestos en la gran fuente, exclamó:

-¡Coño, compadre! ¡Parecen unos fantasmas de comiquita durmiendo la siesta!

Efectivamente esa era la impresión que daban: semejaban 15 pequeños espectros acostados, tal vez las almas de unos infantes esperando por su entrada al limbo.

-Verga, si. Gasparín y sus amigos. Tú si tienes vainas, Juan. Voy a seguir aquí, porque si no vamos a comer a las mil quinientas. Ya sabes que esta no es tu casa, así que no abuses…

Mientras Juan Andrés se disponía a colocar el CD en el equipo de sonido, y a preparar de paso los tragos, Natalio sacó de la nevera el resto de los ingredientes: tres tomates perita, sumamente maduros, dos cebollas blancas y un pimentón grande, rojo. Dispuso los vegetales sobre la gran tabla de picar y procedió a trocearlos, obteniendo pedazos no muy pequeños. Al compás del ritmo sincopado del jazz, los colocó en una cacerola de cobre, a la que previamente había bañado de manera generosa con aceite de oliva extra virgen.

En ese momento apareció Juan Andrés:

-La primera dosis de mojito, compadre. Para que disfrutes mejor la musiquita que te coloqué.

-Si, vale, dile música a esa vaina. A ver a que saben estos mojitos, la última vez te quedaron bien malosos.-hizo una pausa para probar la bebida- ¡Que raro, no sabe ni tan terrible!

-¿Y como van los calamares?

-Ellos no van a ir a ninguna parte, sino a esta perola de cobre. Ya lo que queda es trocearlos, colocarlos junto con los demás ingredientes, y darle candela.

-Que bueno, ya me está dando hambre.

-Por allí tengo un poco de jamón serrano, y un frasco de aceitunas. Si quieres busca eso en la nevera y te picas unas rebanadas del pan campesino que está allá encima de la mesa, para amortiguar mientras tanto. Por cierto, bien buena la musiquita.

-¡Por fin pego una contigo, compadre! Vamos a entrarle a los pasapalos entonces.

Natalio prosiguió con la preparación del plato: agregó los calamares troceados a la olla, puso en un mortero una porción de sal, unos cuantos granos de pimienta negra y 3 clavos de olor; trabajó un rato esa mezcla, y cuando estuvo bien molida e integrada la vertió sobre el resto de los ingredientes. En ese momento encendió la hornilla, y se dirigió al bar-concito, como lo habían bautizado tiempo atrás.

Juan Andrés estaba recostado de la baranda, viendo hacia el mar, y comentó:

-Como ha cambiado el paisaje desde el deslave, ¿verdad?

Natalio tomó una rebanada de jamón, la masticó cuidadosamente, y replicó:

-Que jode; la cantidad de rocas que bajó de la montaña, y el material de relleno, alejaron la costa en algunos puntos hasta 30 metros. Fíjate por ejemplo ese malecón: lo construyeron utilizando precisamente lo que vomitó la montaña.

Efectivamente, un gran espigón de rocas penetraba como una daga en el mar; medía unos 50 metros de largo, a ojo de buen cubero. Era utilizado por los paseantes vespertinos, quienes acudían a contemplar los hermosos atardeceres, característicos de esa zona de la costa, durante los cuales el sol se hundía solemnemente en el mar, impregnando el cielo de tonos anaranjados, rosados y violetas que contrastaban con el azul verdoso de las aguas marinas. Durante la mañana, en cambio, abundaban los pescadores, de caña y de carrete, que cobraban frecuentemente catalanas, algún róbalo o simplemente sardinas.

-Por cierto, compadre, ¿nunca te conté la historia del tipo que quiso construir una playa? Tiene que ver precisamente con el malecón.

-Jamás, y eso que hablas hasta por los codos.

-Sírveme otro trago mientras reviso los calamares, y después te echo el cuento. Pero prométeme que no vas a llorar como una carajita.

Natalio se dirigió a la cocina, y destapó la cacerola: los calamares habían largado una gran cantidad de líquido. Ese era el momento propicio para que la preparación alcanzara su verdadera esencia. El cocinero colocó en un colador los saquitos de tinta que había preservado anteriormente, y con la ayuda del pistón del mortero los machacó sobre la olla. Empezó a fluir tímidamente un chorrito de tinta, que poco a poco ennegrecía los calamares. Con un cucharón tomó algo del líquido que habían expulsado los moluscos, y lo vertió sobre el colador, para ayudar a la bajada de la tinta. Repitió el proceso varias veces, hasta que el líquido dejó de colorearse de negro. Entonces tomó una cuchara de palo y revolvió los calamares, probó el sabor, constató que le faltaba un poco de sal y le añadió una pizca. Ya lo que se tenía que hacer estaba hecho, solamente quedaba esperar que el calor se encargara del resto.

-Ajá, ahora monto el arroz blanco para acompañar a los fantasmitas, eso es un momentico.

Puso una ollita con agua, un chorro de aceite y unos trozos de pimentón y cebolla al fuego, esperando que rompiera a hervir para agregar el arroz y el correspondiente punto de sal. Mientras esperaba eso, regresó al bar, en donde Juan se encontraba cambiando el CD por uno más del gusto de Natalio. Escogió “On fire”, de Michel Camilo, un excelente pianista dominicano.

-Te cambié la música para que tengas un fondo más acorde al solemne cuento que me debes; espero que no sea una novelita de ñoña.

-Tú juzgarás cuando la escuches.

Tomó un trago de mojito, comió un par de aceitunas, y comenzó el relato:

-Estaba recién mudado a este apartamento, y siguiendo las recomendaciones del médico había tomado la costumbre de caminar todas las mañanas por la carretera que bordea el mar. Generalmente uno de los puntos que visitaba era el malecón. Al principio era imposible bajar hasta el mar por las piedras, ya que esa vaina era un despeñadero, pero poco a poco la fuerza de las aguas fue como despejando una esquinita. Eventualmente eso fue ensanchándose, y llegó un momento en el que ciertos carajos se atrevían a meterse a nadar, y de vez en cuando algunas personas bajaban con toallas a tomar el sol y a mojarse con la salpicadura de las olas. Un día noté un cambio en el lugar: alguien había colocado los soportes típicos para guindar toldos de playa, tú sabes, esos que ponen en los balnearios: enterraron unos cuñetes de pintura, los rellenaron de arena, y dentro de ellos levantaron las bases para los toldos. La cosa me intrigó, ya que a pesar de pasar por allí todos los días no había visto a nadie trabajando.

Hizo una pausa, la cual aprovechó Juan Andrés para comentar:

-¿Y tú eras de los que nadaban allí?

-¿Yo? Ni de vaina, compadre. No tengo madera de suicida, zape.

-Me lo supuse, tan cagón como siempre… pero sigue, que quiero saber lo que pasó.

-Pasó que un día lo vi: era un hombre solo con una carretilla y una pala; estaba acarreando piedras, dejando poco a poco al descubierto la capa de arena que se encontraba debajo del manto rocoso. Era un trabajo sobrehumano, ponte a pensar cuantas piedras pueden caber en un área de unos 100 metros cuadrados, que era más o menos la superficie que pensaba liberar de las rocas. Su rutina era agotadora: con la pala cargaba todas las piedras que cabían en la carretilla, calculo que cada vez montaría unas 20 o 30 piedras grandes; posteriormente subía la carretilla por una rampa improvisada con unas tablas y echaba la carga al otro lado del malecón, y en eso andaba todo el día. Ese movimiento duró varios meses: al principio trabajaba de lunes a lunes, sin descanso; cuando la cosa empezó a agarrar forma, ya laboraba en la obra solamente de lunes a viernes, y el fin de semana se instalaba a regentar la improvisada playa que estaba construyendo; alquilaba los 5 toldos que había instalado, con sus respectivas sillas de lona; generalmente los bañistas eran todos de una misma familia, dado lo pequeño de la playa, y gozaban de la sensación de estar en un sitio exclusivo, sin aglomeración de gente que los molestara. El hombre tenía instinto comercial: inclusive montó una taguarita debajo de un techo de palma que construyó él mismo, en donde vendía cervezas y maltas.

-Coño, que loco… ¿Y nunca hablaste con él?

-Casualmente sí. Como comprenderás, eso de construir una playa un tipo solo, con la ayuda de una pala y una carretilla únicamente, no es cosa de todos los días, y me picó la curiosidad. Así que un sábado me instalé en el balcón a pillar el momento en que el carajo acudiera a abrir operaciones. En lo que lo vi llegar bajé al malecón, y me le acerqué con la excusa de comprarle una friíta. Antes de que me digas nada, sí, soy un borracho sin compón. El asunto es que me instalé a tomar la cerveza, y a tratar de sacarle conversación, pero el tipo era de pocas palabras, casi un huraño. Empecé a preguntarle pendejaítas, tu sabes, que si la resaca que si la brisa que si las olas, esas vainas de gente de la costa, pero el tipo apenas me respondía con monosílabos. Me di cuenta de que ya se estaba empezando a fastidiar con la preguntadera, así que lo dejé hasta allí, ese día. Poco a poco el sitio empezó a hacerse popular: el hombre lograba ocupación total durante el fin de semana, y el negocio de la venta de bebidas también le estaba funcionando bien, gracias a la cantidad de visitantes que atraía el malecón. Tanto así que a veces tenía algunos ayudantes: un par de viejitos, seguramente jubilados, que atendían la venta de espumosas.

-¿Y tu no metiste tu currículo? Creo que coincidías con la descripción del cargo.

-Sigue mamando gallo, compadre, y cuando se te acabe me avisas. No concursé por el puesto, pero conocí a los personajes, y entre cerveza y cerveza me fui enterando de la historia de Alexis, que es como se llamaba el tercio de la playa. Epa, ya está oliendo sabroso… voy a la cocina un momento, aprovecha y me repones el trago, que se me evaporó…

Un delicioso aroma a especias y a frutos del mar invadía el ambiente. Una vez en la cocina, Natalio agregó el arroz y la sal a la ollita en donde hervía el agua, y volvió a probar los calamares: ya estaban bien de sabor, pero todavía tenían mucho líquido; los dejó destapados a fuego muy bajo, para que terminara de espesarse la salsa. Puso 20 minutos en la alarma del reloj de cocina como recordatorio, y regresó al balcón con intenciones de culminar su relato.

-Coño, no me dejaste ni un piche pedazo de jamón, compadre…

-Para la próxima compra más, deja la pichirrez.

-Para la próxima voy a comprar mortadela. ¿En donde había quedado?

-En tus panas los jubilados.

-Ah, si, los viejitos. De tanto ir al malecón me hice amigo de ellos, y me contaron la historia de Alexis. Es una historia muy común en estos lados, desgraciadamente. Él no era de por aquí, había nacido en el llano, en Apure específicamente. Sin embargo desde pequeño se le metió en la cabeza que quería vivir en la costa: cuando cumplió la mayoría de edad se vino para acá, y consiguió trabajo de estibador en el puerto. Al principio vivió arrimado en casa de uno de los viejos, que resultó ser su tío. Poco a poco fue progresando en el trabajo, ya que su vida anterior de veguero le había proporcionado una musculatura fuerte, apta para el trabajo físico. Tuvo varios amoríos, nada importante, muchachas que se ganaban la vida en el puerto mayormente; pero un día conoció a la que iba a ser su mujer; se enseriaron, y en unos cuantos meses ésta quedó preñada.

-Como que Alexis no perdía el tiempo, ¿verdad?

-Sí, no se andaba con pendejadas. La muchacha tenía un terrenito a orillas de una quebrada, y en él Alexis construyó un ranchito, en los pocos tiempos libres que le dejaba el trabajo; nació la niña, compraron algunos enseres, algo de línea blanca, uno que otro mueble; tú sabes, como dicen en las novelitas por entregas, formaron un digno hogar. Las cosas le estaban marchando con normalidad: el trabajo de lunes a sábado, las cervecitas el viernes por la noche, los paseos por la playa con su familia los domingos. Hasta que llegó el deslave del 99, en donde lo perdió todo, y cuando te digo todo es así: mujer e hija incluidas. La fuerza del agua arrasó con la vivienda, de una manera tan repentina que no les dio tiempo de huir: la mujer agarró a la niña y trató de asirse de una mata, pero no aguantó mucho. Alexis se encontraba en el techo de la casa en ese momento, tratando de entender que era lo que estaba pasando, y vio cuando la crecida se llevó a su familia. Se lanzó al agua para tratar de alcanzarlas, pero todo fue inútil: por poco se ahoga en el intento. De hecho pegó la cabeza de una piedra y quedó inconciente, pero tuvo la fortuna de que la corriente lo arrastrara hasta un terraplén antes de llegar al mar. Lo rescataron al día siguiente unos vecinos que corrieron con mejor suerte.

-¿Y las mujeres no aparecieron nunca?-Preguntó Juan Andrés, a quien la historia lo había intrigado.

-De ellas no se supo más nada: son dos de las miles de víctimas de esa tragedia que desaparecieron sin dejar rastro. Cuando la situación en la región empezó a regresar a una especie de normalidad, los vecinos notaron la ausencia de Alexis, y por largo tiempo no tuvieron noticias de él. Un par de años después supieron que estaba internado en el manicomio de Anare: parece que como consecuencia de lo que le pasó sufrió un trauma severo, y andaba vagando por la costa, enloquecido por el dolor; una organización humanitaria lo recogió de la calle y, después de efectuarle una evaluación psiquiátrica, se decidió que le convenía una temporada en la casa de descanso. Estuvo en ese lugar unos cinco años, hasta que le dieron de alta; en ese momento regresó a donde tenía su terreno, a levantar otra vez una vivienda.

-Que raro, yo me hubiera devuelto a Apure.

-Pues él no, algo lo amarraba al lugar. Fue entonces cuando empezó con lo de la playa: algunos dicen que su intención original no era construirla, sino tratar de recuperar los cadáveres de su esposa e hija para poder enterrarlos cristianamente, ya que la quebrada desemboca por esos lados, pero esas son solo especulaciones, porque él no volvió a hablar de ellas con nadie, que se sepa.

-¡Qué trágica la vida de Alexis! ¿En que paró?

-Bastante mal: cuando parecía que las cosas se volvían a encaminar, cuando tenía una actividad que empezaba a ser reconocida y Alexis ya era una pequeña celebridad en la comunidad, tanto así que los periodistas de un medio local le hicieron un reportaje, con fotos y toda vaina, y habían rumores de que el gobernador del estado se iba a acercar a conocerlo y ver su obra, sucedió otro evento natural que terminó de joderle la vida.

Natalio hizo una pausa efectista, para darle énfasis al relato y de paso tomarse un trago. Juan Andrés lo instó a continuar con una mirada de impaciencia.

-Un huracán que se desplazaba por el Caribe soltó un coletazo hacia nuestras costas, lo que provocó una tormenta espantosa, con un mar de leva que produjo olas de 5 metros de alto. Recuerdo que ésa fue una noche terrible: cayó una lluvia sumamente violenta que duró varias horas; a cada rato el fogonazo de un relámpago alumbraba el cielo, y en ese breve instante uno podía ver como las palmeras se doblaban por la fuerza del viento hasta casi tocar el piso, y a los pocos segundos retumbaba el trueno, tan fuerte como un disparo de mortero; creerás que es una exageración, pero el oleaje llegó hasta la carretera, inundándola. Al día siguiente, ya no existía la playa: toda el área se había vuelto a llenar de piedras, y las bases de los toldos ya no estaban. El trabajo de muchos meses se destruyó en unas pocas horas.

-Tremendo golpe debe haberse llevado el pobre hombre…

-No te imaginas cuánto: lo que ocurrió fue demasiado fuerte para él. La mañana siguiente a la tormenta lo vieron arrodillado en lo que quedó de su playa, llorando desconsoladamente. Por el estado en que se encontraba supusieron que había pasado la noche en el sitio, ya que presentaba varias cortadas y hematomas, y tenía la ropa hecha jirones. Trataron de hablar con él, pero fue inútil: nadie volvió a escucharlo pronunciar una palabra. Ni siquiera permitió que lo llevaran a una medicatura para curarle las heridas. Desapareció otra vez; nadie sabía su paradero. Dicen que sus nervios volvieron a colapsar, por mi parte opino que simplemente se le acabaron las ganas de vivir. Lo cierto es que un día lo consiguieron ahorcado de un poste de luz, justo al lado de su playa destruida.

-Coño, que historia, Natalio…

En ese momento sonó la alarma del reloj en la cocina.

-Así es. ¿Bueno, que tal si comemos? Ya la comida debe estar lista.

-Por mí no hay problema, ¿nos instalamos aquí, en el bar?

-Buena idea, así tenemos vista al mar y te distraes de lo mal que vas a comer.

Improvisaron un espacio para comer sobre el mesón, y pusieron dos mantelitos individuales, sobre los cuales colocaron la vajilla y los cubiertos. Natalio llevó las ollas hasta allí y sirvió los platos, mientras Juan Andrés preparaba dos tragos más.

-Creo que debemos hacer un brindis por el eterno descanso de Alexis.

-Yo también.

Ambos levantaron sus vasos.

-Al constructor de playas, esté donde esté.

-Amén.

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