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Manual del perfecto idiota venezolano

I.

La imbecilidad como modus vivendi pocas veces se manifiesta de manera más transparente que en el venezolano idiota, ese puente hacia atrás, entre el ser humano y la amiba unicelular. Este imbécil se pavonea y se regodea en su falta de educación y mal gusto, y ejerce el no pensar, la contradicción evidente, lo ilógico, como filosofía vital.

 

Me explico: usted lo escucha hablando sobre las libertades individuales, sobre la intromisión del Estado en todas las facetas de la sociedad y cómo es inaceptable que un Presidente haga una cadena cuando le venga en gana, por el tiempo que le venga en gana. «¡Es un insulto! –exclama, furibundo-, ¡que ese tipo venga a disponer de mi tiempo para ventilar tales frivolidades!» (esto lo hace en lenguaje idiota venezolano, cundido de «vainas» y «vergas» y carente de palabras polisilábicas complicadas).

 

El idiota venezolano se da golpes de pecho, te habla del autoritarismo y del atropello a su derecho a ver la novela de la noche en vez de «al loco», que qué se cree ese señor, quién le dijo que podía abusar de nosotros así.

 

Acto seguido, si esta declaración de principios se lleva a cabo en una playa, el venezolano idiota abre su bolso y saca un aparato reproductor de música de dimensiones imposibles, lo empotra en la arena como clavando la bandera en la luna y, sin consultar a nadie, empieza a inundar el espacio vital de los demás con la música más espantosa posible, a decibeles infinitos.

-¡No sé por qué tenemos que calarnos todos los demás que el Presidente nos imponga, de manera autoritaria y poco democrática, lo que a él le da la gana! –grita por encima del corito que reduce a las mujeres a receptáculos de semen mientras menea la panza-, ¡es que no respeta nada, mucho menos a los demás!, concluye.

II.

Conozco a un venezolano en Europa y acepto su invitación a beber unas cervezas, a pesar de que las señales del idiotismo venezolano no están lejos: dice no tomar vino, ni comer quesos, antes de realizar un análisis sobre las coincidencias entre los McDonalds de Europa y los de Caracas. Intento orientar la conversación hacia algo más productivo, la subida del fútbol venezolano, por ejemplo, pero el eterno retorno que consume toda discusión en el exterior nos dirige de manera inevitable al tema político.

-Hay demasiada corrupción –señala-, todo es un cambur, un peaje, una vaina. Quieres importar algo, y, ¡no, mi hermano!, eso es horrible. Más vale que vayas con un saco de dinero a la aduana o al puerto, porque tienes que pagar desde el portero hasta el militar de marras.

 

Mi interlocutor se va enrojeciendo y aumenta el volumen de sus denuncias hasta llegar a una apología reaccionaria de «los valores de antaño», que se han «perdido hoy, y verga». Cómo antes había honestidad. Cómo antes nadie robaba. Cómo ahora nadie quiere trabajar.

 

Pocas horas más tarde el mesonero nos trae la cuenta, a pesar de que el venezolano me propone «seguir bebiendo y hablando», aunque «hablar» significa escuchar sus gritos y denuncias poco originales en silencio. Me disculpo amablemente; él propone pagar las bebidas.

-¡Mira! –exclama señalando la cuenta-, se equivocó. No nos ha cobrado 10 euros.

 

Sin embargo, cuando levanto el brazo para indicarle al mesonero que rectifique la cuenta, el venezolano me interpela:

-¿Qué haces? Mejor dejémoslo así. Si no se dio cuenta, que se joda. Ya nos beberemos este dinero mañana –explica, a pesar de que hace menos de una hora le conté cómo trabajé de mesonero alguna vez y tuve que pagar un error en la cuenta de mi vilipendiado bolsillo.

 

Ejemplos como estos hay miles en Venezuela. Uno de los alivios del emigrante es emanciparse del idiota venezolano, no tener que lidiar más con gente que te habla de «honestidad» y jamás te devuelve la plata que le prestaste, de mujeres que te hablan del «excesivo materialismo y consumismo» del país mientras ahorran para realizarse operaciones estéticas, de gente que te jura que irá a cenar a tu casa y jamás se aparece, dejando tu carne pudriéndose en la nevera y tu arrechera clavada en la garganta.

 

Son una traba mayor, no para el país, sino para la humanidad.

 

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