Recuerdo con mucha claridad el día cuando me llevaron a la tienda de mascotas, para escoger al que sería mi segundo perro: era una resplandeciente mañana de sábado, amanecida para mí antes de las 5:00 dada mi excitación. Como pude aguanté hasta las 9:00, hora en la que mi padre sacó del garaje su flamante Bel Air verde agua y blanco, en el cual me acomodé en su asiento trasero, que se me antojaba inmenso, una sala de visitas completa. Adelante iban mis dos padres, solemnes pero con una sonrisita de satisfacción, tal vez conscientes de la trascendencia de aquel acto: nada menos que mi primera decisión autónoma, y si la analizamos, importante. Iba a seleccionar un ser vivo, el cual estaría bajo mi supervisión absoluta (esa fue la condición impuesta). Mi primera responsabilidad real. Por mi parte estaba henchido de emoción y orgullo; me sentía sumamente especial, y creía ser centro de la atención del mundo.
Llegamos por fin a la tienda, ubicada en un incipiente centro comercial situado en el este de la ciudad (eso era por aquellos años, hoy es más bien parte del centro), símbolo de la modernidad que empezaba a instaurarse en la capital. Estaba ubicada en una esquina, y adentro tenía una gran variedad de mascotas de todo tipo: peces, aves, hamsters, gatos y por supuesto perros. Nos atendió un antipático dependiente quien en ningún momento se dirigió a mí, cosa que me molestó bastante: ¿Acaso no era evidente mi importancia en aquel asunto?; pero en las primeras de cambio el hombre se limitó a tratar con mi padre, el dueño del dinero si a ver vamos. Esto cambió con las palabras de mi padre: «Ve a ver los perros, y cuando hayas encontrado el adecuado me llamas.» A partir de ese momento el vendedor entendió todo, y me acompañó a la exhibición canina. Trató de meterme por los ojos a un insípido cocker spaniel, un pretencioso scottish terrier, incluso insinuó (¡miserable!) un chihuahua. Pero fui lapidario: «¿Donde están los daneses?». El vendedor abrió desmesuradamente los ojos, balbuceó alguna incoherencia, pero mi padre, quien estaba atrás, le dijo: «Ya lo escuchó, si tiene de esos hacemos trato, si no nos vamos a otro lado».
Me llevó a un apartado dentro del negocio, diciendo: «casualmente tenemos una camada de Gran Daneses, tienen apenas seis semanas de nacidos. Con pedigree, por supuesto». Eso era lo menos importante para mí, pero mi padre arrugó el entrecejo: pedigree era sinónimo de caro, intuyó. mas en esos momentos el tema económico no era una preocupación para él, y la expresión desapareció inmediatamente de su cara. Habían cinco perritos, y me decepcionó su pequeño tamaño. Lo hice saber, y el dependiente soltó una risita condescendiente, seguida por una explicación sobre el rápido crecimiento de esos animales. Los fui examinando minuciosamente, uno a uno, hasta decidirme por el más vivaz, según mi parecer. Lo tomé en mis brazos, diciendo un escueto «¡Éste!» y así lo tuve hasta llegar a casa.
Tenía una importante decisión entre manos, la concerniente al nombre. Como mencioné antes, me estaba haciendo asiduo a la lectura, y por esos días había leído, de la colección de Tesoros de la Juventud editada por Selecciones, la novela «Capitán de navío Horacio Hornblower». El nombre me pareció digno para un perro de su tipo, y lo bauticé con un rimbombante «Capitán Horacio Hornblower». Está de más decir que se le conoció siempre como «Capi», reservando el nombre largo para las ocasiones en las cuales era necesario llamar su atención.
Como lo predijo el vendedor, Capi creció de manera rápida y abrupta. A los seis meses parecía un pony, al año ya iba por caballo. Era un animal excepcional, tenía la facultad de llamar la atención por donde pasara. Todos tenían que ver con él, dado su colosal aspecto y su infantil comportamiento (a pesar de querer un perro fiero, era más manso que una oveja, cosa que me tenía francamente decepcionado). Sin embargo era «mi» perro: no hacía caso a nadie aparte de mí, y las raras ocasiones cuando expresaba fiereza eran al ser yo amenazado o agredido, en broma o en serio. Entonces sí sacaba su casta, e imponía real respeto.
Así como Bob me había abierto las puertas hacia el tema de la mortalidad, Capi me dio luces sobre otro aspecto vital: la sexualidad. A mis trece, catorce años, tenía vagas nociones sobre las funciones reproductivas, pero Capi se encargó de demostrarme con lujo de detalles el proceso. Cuando era época de celo, no había perra que se le resistiera: no hubo fémina canina en diez kilómetros a la redonda que no hubiera sido servida alguna vez por Capi, con gran escándalo de los vecinos quienes veían a aquel descomunal animal montado sobre sus pobres perritas, las cuales aullaban de dolor y placer. En esos momentos lo envidiaba, ya que todavía no había conseguido novia y la esfera de la sensualidad me estaba vedada. Pero eso estaba a la vuelta de la esquina, y fue precisamente Capi quien propició la ocasión.