Frustración y decepción, ¿qué otros sentimientos puede experimentar alguien que, viendo mucho más allá de lo que se capta a simple vista, y escuchando lo que no puede el oído, entra en la red para constatar que todo, todo sigue igual? Han transcurrido dos mil años en los que ni un sólo ser humano -ni uno sólo- ha realizado nada verdaderamente revolucionario como lo hiciera el revoltoso de Nazaret (sin heridos, sin plomo, sin engaños, sin daños colaterales, sin redes sociales ni recitales musicales). Las conocidas revoluciones que nos ha vendido la historia, viéndolas de cerca, no son otra cosa que la prueba fiel de que se ha cumplido la máxima: “Vamos a cambiar esto para no cambiar nada”.
Ahora le ha tocado el turno a “los indignados”, quienes haciendo uso de su originalidad (entérense de lo último: ¡la nueva consigna es manifestar en las calles!) toman las plazas de las ciudades (muchos de ellos muy molestos porque la crisis no les permite cambiar el coche viejo, o pagar la TV por cable) para contagiarnos con sus cantos y frases de un “cambio” definitivo. ¿Ninguno entendió a Nietzsche cuando dijo que únicamente es un verdadero revolucionario quien trabaja de modo personal, desapercibido como el rocío en la mañana, y que sus huellas son tan imperceptibles como las que deja una paloma en la orilla de una playa? ¿Por qué estos protestantes, en lugar de ser otro rebaño más pastando en el asfalto, primeramente no regresan a sus cuatro paredes indignados de sí mismos y comienzan por remendar sus personales roturas? ¿No se está incubando en cada hogar del mundo la real toxina del mal? ¿No está enterrada en nuestro propio jardín la raíz de la extensa cizaña que cubre al mundo? ¿Por qué insistir en culpar a ambiciosos corruptos (que siempre existieron y siempre existirán) de nuestras graves carencias? ¿Por qué buscar en los otros el mal que llevamos dentro de la sangre? FAMILIA se ha convertido en el caldo de cultivo de un virus escabroso que se propaga a una velocidad sorprendente en el planeta y cuya “familiaridad” hace risible el ejemplo moral que Don Vito Corleone nos trasmite en El Padrino.
En la escuela nos enseñaron que la sociedad es un cuerpo cuyas células es cada una de las casas de nuestro vecindario: ¿La Internet nos está informando sobre la gravedad de la metástasis que esta vecindad globalizada está padeciendo? ¿Está la red mostrando las pruebas a aquellos padres que aún creen que instruyen bien de que son un completo fracaso como mentores? Todo lo contrario. Hoy los medios de mala-comunicación nos venden la idea de que buenos hijos de buenos padres -con su buen ejemplo- están generando excelentes noticias que harán cambiar al mundo para mejor: Messi cada día se destaca más y (¡gracias a Dios!) no se ha lesionado; Gadafi fue víctima de un juicio justo y ahora reinará la “democracia ideal” en Libia; Lady Gaga (batiendo record de seguidores en la red) superó a Angelina Jolie anunciando que adoptará 3 niños de Asia, Chávez vence al cáncer uniendo a Latinoamérica en la cumbre y trae a un concierto multitudinario a los ganadores del Grammy, Calle 13, una banda que con su “letrilla comprometida” (que no es otra cosa que “canto de propaganda”) nos conduce no a una calle de mala suerte sino al mismísimo callejón sin salida en donde reverbera la sempiterna e inseparable compañera de la revolución: la música. Por ello Octavio Paz (quien sin duda criticaría a Calle 13, ya que sentía repugnancia por aquellos artistas que se ponían al servicio de ideologías, “oscilando entre el maniqueísmo del propagandista y el servilismo del funcionario”) comparó a las revoluciones con las fiestas populares: “Un estallido de alegría y desamparo, un grito de orfandad y de júbilo, de suicidio y de vida, todo mezclado”… Sí, no lo olvidemos (ningún gobierno lo olvida), para “la fiesta de las balas”, para toda “comparsa” (sea política o religiosa) es imprescindible la charanga.
Ahora mismo pienso en aquella comparsa de los años ochenta orquestada por el extraordinario ser humano llamado Michael Jackson (un ejemplo a seguir como Elvis, Lennon, Cubain y tantos otros grandes músicos que dejaron una gigantesca herencia a sus familiares, que movidos por “un impulso generoso” abren fundaciones de ayuda social y son cada vez más ricos), que junto a los mejores y más adinerados cantantes de los Estados Unidos desgastaron sus gargantas por los hambrientos niños del África. Pienso también en sus homólogos latinoamericanos, orquestados por Julio Iglesias, que hicieron lo mismo, lo mismo, siempre lo mismo (tanto que ya es un tópico, pues hasta Shakira cierra sus conciertos con la canción del pasado mundial y grita repetidamente ¡Todos somos África!) Pero pienso sobre todo en estas dos cosas: ¿qué será de las vidas de aquellos niños a quienes se les dedicó tan bellas letras y de qué habrá servido tantas canciones para aminorar tantos males que en estas pasadas décadas han ido en franco crecimiento? Qué fácil es hacer revoluciones de tarima en tarima, de avión en avión, cobrando miles de euros y descansando en camas 5 estrellas.
Para todos aquellos que aman la música e idolatran a cantantes abarrotando los estadios (principalmente los conciertos de los canta-autores revolucionarios, cubanos o no cubanos, ganadores o no del Grammy) les invito a poner oídos a estas letras del gran escritor Manuel Ballesteros: “La música es el espacio en que se acuña una mentira viva. En su éxtasis se teje una presencia pasajera, huyente, simplemente efímera, dejando huellas de un éxodo, de esos demonios pasajeros que cantan y nos empujan a mover los perfiles del no-ser; la fantasía traza seres en los que se desvela la índole fenoménica del mundo. Las palabras que suenan con su música opaca, o las que se deslizan suscitando un cantar, son apariencias, son soplos de espíritus perceptibles que brotan de vacíos de sustancia. De ahí, que acarreen lo nocturno y la muerte”. Perfectamente podríamos aplicar estas palabras a muchos otros sonidos: al rugido del gol de Iniesta que le dio la copa a España, al grito silencioso de los norteamericanos por la segurísima desaparición de Bin Laden, a las consignas de los partidarios de los estrenados presidentes que están posesionándose en el planeta, incluso al clamor del pueblo de Haití en espera de la prometida ayuda de los gobiernos internacionales. ¡Pero el espectáculo debe continuar!, mientras tanto, “El continente se vuelve irrespirable. Sombras sobre las sombras, sangre sobre la sangre, cadáveres sobre cadáveres: la América Latina se convierte en un enorme y bárbaro monumento hecho de las ruinas de las ideas y de los huesos de las víctimas” (Octavio Paz).
A diferencia de la música, ¿saben qué hubiese cambiado verdaderamente el curso de la historia?: los actos de renuncia absoluta. Actos como, por ejemplo, que Juan Pablo II hubiese escogido peregrinar por el mundo -sin papamóvil ni séquito- tras renunciar al Vaticano, o que Mel Gibson hubiese entregado a los pobres los 500 millones de dólares que ganó con La Pasión de Cristo y caminara por los pueblos predicando con el ejemplo (quizás hubiese evitado su alcoholismo y el reciente juicio por maltrato que su esposa le entabló) ¿Qué, todo esto que digo suena a un imposible?… Pero, ¿no es lo imposible lo que precisamente hace un revolucionario? Si vemos con lupa confirmaremos que durante dos mil años lo imposible no lo hizo ningún personaje famoso de la historia, sólo Jesús. Lo asombroso es que también aseveró que cualquiera que tuviese su misma fe haría mayores cosas de las que él hizo. Tendremos que buscar esa fe con urgencia y hacerlo nuevamente algunos de nosotros.