Capi era todo un Don Juan, no había dudas sobre ello; su facilidad para encontrar pareja, montarla y abandonarla enseguida, en procura de otra, me tenía perplejo y en cierta medida envidioso. Yo era incapaz de tomar la iniciativa, y creo que seguiría virgen si no se hubiera dado la feliz circunstancia que paso a narrar, decisiva en mi vida.
Un grandioso día de Agosto, Capi llegó remolcando a una linda Collie por todo el medio de la calle. Detrás de ellos venía corriendo, muy apurada y alarmada, una muchacha algo mayor que yo, gritando y haciendo aspavientos. Parece que mi perro había enganchado a la suya a un par de cuadras de mi casa, justo en donde vivía la familia dueña de la perra, como me enteré después. Capi se me paró al frente, exhibiendo orgulloso su última adquisición, pero no pude hacerle mucho caso, ya que me tocó lidiar con la indignada chica.
-¿Cómo se te ocurre dejar a esa bestia suelta? ¡Va a matar a mi perrita!
-Se me escapó… – balbuceé a duras penas.
-Claro que se te escapó, ¡eres un mocoso que no puede con un perro de verdad!
Eso me alebrestó. No me consideraba para nada un mocoso; ya tenía 15 años, estaba a punto de abandonar el bachillerato y para aquel momento me había leído unos 20 libros, sin ilustraciones. Sabía de la vida mucho más de lo que hubiera podido saber ella, pensaba ingenuamente como pude constatar unos días después. Como respuesta, me dispuse a tratar de separar los perros, tarea inútil por cuanto es la naturaleza quien dispone sobre esas cosas.
Cuando fue el momento, unos angustiosos 20 minutos después, los perros se separaron. Capi no se dignó siquiera de mirar a la Collie, la cual corrió hacia su ama. Para tratar de apaciguar las cosas, le pregunté a la muchacha:
-¿Quieres pasar a tomar un refresco? Por cierto, me llamo Tomás, ¿y tu?
-Yo no.
-¿No que?
-No me llamo Tomás.
-Muy graciosa. ¿Cómo te llamas?
-¿Que te importa?
No me había dado cuenta, pero un vecino que estaba observando el espectáculo desde lejitos me comentó después que el enrojecimiento de mi cara era espectacular. Me quedé sin saber cómo responder; creo que la muchacha sintió pena por mí porque ella misma contestó:
-Vaya, si eres tímido. Estaba jugando contigo, me llamo Margarita.
Algo repuesto y envalentonado, le dije:
-Ah, Margarita. Como la esposa de Pimpinela Escarlata.- acudí a mi modesto repertorio literario.
-¿De que hablas? ¿Es una comiquita?
-No, vale. Es una novela.
-¿Tu ves novelitas en la televisión?- Preguntó divertida.
-No, es un libro. – Contesté friamente, indignado.
-Ah, eres un ratoncito de biblioteca. Tienes todo el tipo, por otra parte.
-¿Bueno, vas a querer el refresco?
-Está bien. Pero me lo traes, ¿sí? Me quedo vigilando a mi perra.
Se sentó en la acera, mientras yo buscaba el refresco. Sin embargo, cuando salí, ya no estaba. Quedé como un tonto, con las dos botellas en la mano, mirando hacia ambos lados de la calle. El vecino que estaba observando el microdrama desde su inicio me dijo:
-Se fue hacia allá- Señalando al este.
Había quedado herido en mi honor, y los días siguientes al episodio los dediqué a recorrer las calles circunvecinas, con la excusa de pasear al perro pero con la secreta intención de dar con la casa de la maleducada Margarita. No tenía muchas pistas, salvo el hecho de encontrarse al este de mi hogar; en ese entonces empezaba a desarrollarse la ciudad precisamente hacia el oriente, y mi zona, de ser un descampado en el cual habían unas muy contadas construcciones, empezaba a ser una gran urbanización, por lo que estaba en la clásica situación de la aguja y el pajar. Mi perseverancia sin embargo dio frutos: al tercer día de vagar sin rumbo fijo me tropecé de frente con Margarita y su Collie. Los perros se echaron una mirada indiferente, ya su affaire había quedado atrás; pero yo estaba decidido a enfrentarme a la muchacha, para reclamarle su desplante. Sin embargo me robó la iniciativa:
-¿Ya puedes dominar a tu perro?
-Claro, siempre lo he podido hacer.
-Si tu lo dices…Por fin me conseguiste, ¿no? Apuesto a que has estado buscándome todo este tiempo.
-Pshhh, claro que no. Ni me acordaba de ti – mentí descaradamente pero sin éxito, los malditos colores se me subieron enseguida a la cara.
-Ajá, te creo. Vivo aquí mismo, pasa y te brindo esta vez el refresco.
Me tomó desprevenido la invitación, pero reaccioné enseguida y acepté. Amarramos los perros de la reja, y pasamos al interior de la vivienda. Noté que no había nadie a la vista, y un sexto sentido trató de alertarme algo. Pregunté lo más despreocupado que pude:
-¿Y tu mamá, salió a comprar?
-Si, salió a comprar hace doce años y no ha regresado, no quiero imaginarme el mercado que va a traer.
-¿Cómo?
-Hay que explicártelo todo. Se fue, chico. Nos abandonó a mi padre y a mí. Mejor, estamos mejor sin ella. – Pero su tono de voz cambió, se hizo más duro.
-Lo… lamento – dije con mi habitual torpeza. – ¿Y viven solos tu y él?
-Si, tenemos una mujer que nos ayuda, pero viene tres días a la semana. Hoy no, y mi padre llega como a las nueve… – y sin transición alguna me estampó un beso en la boca, sin darme chance a nada.
Margarita resultó ser una pequeña perversa, y me inició al mundo del sexo como toda una experta. Con ella descubrí casi todo lo necesario en esa materia; fue una maestra dulce pero exigente. La recuerdo con gran nostalgia, como a alguien que se presenta una sola vez en la vida y deja una huella indeleble en nuestro ánimo.
Esas vacaciones escolares de Agosto estuvieron signadas por la excitación, el miedo y el placer. Dos veces a la semana, martes y jueves, tenían lugar nuestros clandestinos encuentros, protegidos por los dos perros instalados frente a la puerta de la casa, quienes nos advertían cuando alguien se acercaba a ella. Más de una vez se nos pasó el tiempo y tuve que salir corriendo por la puerta trasera al escuchar a lo lejos el ruido del carro del padre de Margarita, acompañado por los ladridos de los canes. Por fortuna nunca llegó a descubrirnos.
Hasta que un día Margarita se cansó: me dijo de manera franca que lo nuestro llegaba hasta allí, y que tenía un novio, ya mayor, que estaba estudiando en una universidad en Estados Unidos. Por supuesto que la noticia me cayó como un batazo en la nuca, y traté de luchar contra eso. Pero sin ninguna posibilidad de éxito; había sido apenas su distracción eventual de ese verano. Parece que Capi captó mi estado de ánimo, y trató de todas las formas posibles de alegrarme: hacía todas las payasadas que se sabía, me seguía a todas partes, y dejó de escaparse por un tiempo. Sin embargo, un día no pudo más con la abstinencia y se escabulló a escondidas. Fue su última travesura: un carro que pasaba frente a la casa no pudo esquivarlo, y lo embistió. Afortunadamente no sufrió, murió de inmediato.
Otra vez había quedado huérfano de perro. En esta ocasión me pegó más, ya que Capi fue mi real compinche, y compartió conmigo mi mayor y más preciado secreto. Pero su legado estaba allí: un par de meses después se presentó a mi casa nada menos que Margarita, diciéndome que su perra estaba preñada y que estaba segura que el padre era Capi. Esto me animó un poco, le pregunté si me iba a dejar alguno y me contesto que por ella me los daba todos. Tras consultar con mis padres le dije que me dejara las crías una vez que la perra las destetara, y así fue: en Diciembre mi casa estaba invadida por cuatro cachorros ruidosos y desordenados.