Tal vez mi único ritual dominguero sea la asistencia a las exposiciones de arte que se organizan en la ciudad de manera habitual. Es una forma relativamente barata de gastar las horas previas al inicio de la semana, esas horas que transcurren espesas, lentas pero seguras hacia la reanudación de la rutina.
Este domingo recién pasado no fue la excepción. Me dirigí al centro de exposiciones de moda, que exhibía varias instalaciones de artistas que están en la cresta de la ola, esos que son habituales en las portadas de las publicaciones especializadas, sonrientes con una copa de vino tinto, o ensimismados en sus más profundos pensamientos, mientras contemplan absortos alguna de sus obras. Poses estereotipadas, pero vendedoras.
Como no soy discriminador, entré a todas las salas; supuse que algo bueno iba a ver, en medio de tanta mediocridad y “arte conceptual”, que ni es arte ni aporta concepto alguno (en mi lega y básica opinión). Honestamente, abundaban las chorradas, cosas de esas ante las cuales uno piensa poder hacerlas iguales o mejores: mucha papiroflexia, mucho material de desecho organizado en pilas, cubos, cilindros y otras formas volumétricas, y las infaltables serigrafías y fotos intervenidas. Pero arte, arte, por lo menos lo que en mi concepción lo es, ví poco, en realidad.
Una de las salas estaba totalmente pintada de blanco, desde el piso hasta el techo. De las paredes colgaban diversas figuras geométricas (rectángulos, círculos, triángulos, óvalos) pintadas de colores primarios. Eso era todo. Hice el acostumbrado recorrido perimetral, sin tardar mucho en cada cuadro, pues era poco lo digno de ser apreciado. Pero ocurrió algo: al bajar la mirada al piso noté que había dejado en el inmaculado blanco una traza de huellas de color marrón, y sospeché que su olor no debería ser muy agradable. Enseguida inspeccioné la suela de mis zapatos y comprobé que había hollado previamente algún excremento, tal vez canino. Muy apenado, pero sin poder hacer nada, me escabullí de allí de la manera más discreta posible.
Otro de mis rituales, de lunes esta vez, es examinar los diarios en busca de las reseñas de las exposiciones vistas el domingo anterior, una manera de confrontar mi rupestre sentido del gusto con el de los expertos críticos de arte, los que sí saben sobre la materia. Una de las crónicas me saltó de inmediato a la vista, pues se trataba de la exposición que había intervenido con mi infame accidente. Leí lo siguiente:
“… Palabras aparte merece el montaje de la exposición del talentoso artista plástico XXX. La paradoja entre la pureza, representada por los albos espacios sin solución de continuidad, y las profanadoras huellas simulando pisadas de excremento, conducen al espectador hacia territorios ambiguos, en donde la reflexión es necesaria y urgente. Otra de las demostraciones de genialidad a la que XXX nos tiene acostumbrados…”.
Cerré el periódico, divertido. Constaté que, si bien es cierto, algunas obras de arte pueden ser una mierda, por esta vez la mierda fue una obra de arte. Conceptual.