Voy escéptico y con ánimo de comparar a función de medianoche, ahora retrasada a las ocho y cincuenta, para evitar atracos y no ahuyentar al público de galería. Tampoco fui invitado al pase de prensa y opto por pagar mi entrada. A Fincher y a su gente no les gusta la crítica. Ya armaron escándalo y drama porque el colega del New York Times rompió su compromiso de confidencialidad y publicó su crítica, muy a favor, antes de tiempo. Yo lo haré en contra, imbuido del espíritu de Stieg Larsson, meses después del falso conato de polémica para fungir de publicidad gratuita. Parte de la enorme ambición económica de los promotores de la empresa, decididamente corporativa.
La productora Sony empapeló Londres y Paris, con los afiches de la cinta, de forma agresiva y omnipresente, en una campaña global sintomática de los tiempos de la discusión de la Ley SOPA. Los jefes de Fincher andan inquietos por diciembre y quieren recuperar rápido su inversión, sin compartir un solo centavo con los herederos del legado y de la bandera de Lisbeth Salander.David, el director, los glorificará por medio de su demagógica y populista adaptación, al precio de obligarlos a comprar el boleto en su multiplex de confianza. Los hipsters caerán en la trampa. Los colectivos hackers eludirán el control y disfrutarán del espectáculo gracias a su red pirata. Algunos se llevarán una enorme impresión al descubrir el gato por liebre, de rebelarse vende y de contracultura cool, fabricado por el remake, al gusto de las compañías monopólicas del ramo.
No en balde, “La Chica del Dragón Tatuado” sirve de vitrina de exhibición de los productos de McDonalds, Coca Cola y Apple. Por cierto, la adaptación sueca y danesa también probó un bocado de la manzana del pecado de Steve Jobs, a merced de sus procesadores personales, cuyos atributos resolvían el misterio y la ecuación terrorífica del intricado y forzado guión.
En la respuesta comercial de los americanos, las marcas aludidas no sólo redimen al planeta tierra de la amenaza neonazi de la vieja Europa, sino asumen el protagonismo de la trama. En el reparto deberían figurar las cajitas felices de Ronald y las latas de la gaseosa de Atlanta. Condicionado y lobotomizado, el espectador consumirá el anuncio propagandístico como un guiño irónico y un chiste de su condición de comedor de “fast food” en la sala oscura.
A lo mejor, la intención del sabio David es burlarse, precisamente, de la doble moral de su heroína, un rato con la anarquía y el otro con el sistema. De repente, no vale la pena partirse la cabeza demasiado en la decodificación del signo mercantil. En dos platos, es una burda cuña, un simple reclamo a nuestro bolsillo, un pedestre mensaje de la máquina del deseo y listo, cual banner incrustado en la página de internet de moda.
Quizás tampoco merecemos rasgarnos las vestiduras por los clichés, efectismos, manierismos e imposturas posmodernas creadas, en específico, para proveer de distinción al remake de Estados Unidos.
Desde el inicio, somos sometidos a la terapia de choque del tratamiento estético del encargado de la batuta, en su misión de dotar de identidad al ejercicio de clonación, de mutación, de absorción replicante. Aunque el trabajo será en vano, durante la mayoría de los minutos.
Al principio, regresamos al terreno conocido de la escuela MTV. Fincher nació allí y siente nostalgia por su género cooptado por VIACOM y abolido por youtube, al punto de agotarlo y democratizarlo como la moneda corriente de la televisión hecha en casa. En un plano de deja vu, escuchamos la reutilización de Trent Reznor del cover de Led Zeppelin para «Immigrant Song», mientras un video clip de imágenes góticas, entrópicas y sofisticadas baña la pantalla, a la usanza de los cortos de Nine Inch Nails y de los créditos de “Seven”. Luego, las referencias a ambos fenómenos de masas, marcarán la pauta de la puesta en escena. Bienvenidos de retorno al círculo vicioso de “Everything is a Remix”.
El gordo amigo de Lisbeth cargará una franela con la insignia de “NIN”. A su vez, Salander se vengará de la vejación de su tutor al aplicar la metodología del asesino en serie de la pieza incorporada por Kevin Spacey. Con el “autoplagio” de ella, Fincher llenará una generosa porción del contenido de su largometraje. Es el padre de la “porno tortura” y reivindica la autoría de su invento. Aun así, en la comparación con la adaptación Sueca, saldrá perdiendo por varios cuerpos. Es el problema de Hollywood: aceptan la hiporviolencia bajo el compromiso de atemperar el sexo. Incluso, en términos objetivos, la crueldad de David es menor a la de su homólogo( Claudia Requena dixit). Hagamos la prueba.
“La Chica del Dragón Tatuado” simplifica la denuncia sugerida y expuesta en la secuencia del asalto del tren. Niels Oplev la dota de una segunda lectura, donde el presente es el eco del pasado de misoginia e intolerancia. Una pandilla ataca y muele a golpes a la protagonista, en la tradición de los linchamientos racistas cometidos en las estaciones del subterráneo.
Para Fincher es la oportunidad de desplegar su aparatosa y maximalista concepción de la narrativa, al calor de un superficial juego del gato y el ratón. En consecuencia, acaba por diluir y licuar la visión pesimista, para reducirla al asunto de trámite de un atraco perpetrado por un carterista. Cuídese de los rateros, es la traducción lógica del discurso.
Hacia el desenlace, Lisbeth enfrenta al villano de la partida tras sufrir un accidente de tránsito. Ella duda por momentos. ¿Lo matará o no? De ahí saltamos para atrás en un demoledor flash back, por cortesía de Niels Oplev. Entendemos el complejo de Edipo de la joven. Le prendió un cerillo a su papá y lo condenó a la hoguera. El segmento es incómodo e inquietante, no apto para estómagos sensibles. ¿Adivinan la movida de Fincher? En un giro de estrepitosa autocensura, oculta el recuerdo culposo de la amazonas, detrás de una explosión exagerada, tipo “Rápido y Furioso 5”.
En descargo de David, supera a su colega en montaje, capacidad de síntesis y densidad atmosférica, amén de la socorrida banda sonora compuesta por Trent Reznor, a la escala de su contribución para “Red Social”. Por instantes, la música sobrecoge y despierta la exasperante tensión de la audiencia. Por minutos, roza el límite de la copia al carbón.
Por desgracia, el acabado no termina de cuajar en la esperada obra maestra de los fanáticos. Daniel Craig repite su registro de James Bond y recibe castigo físico de la talla 007. El Mikael Blomkvist de Michael Nyqvist lo rebasa en gama de matices, en calidad humana y verosimilitud. Igual ocurre con el resto del reparto. El fracaso de Fincher estriba en buscar una depuración y purificación mainstream de los condimentos alternativos de la recreación del 2009.
Por ejemplo, el violador de Noomi Rapace, era un caballero maduro de un porte corpulento. La ironía residía en verlo caer de la mano de la muchacha “dark”. En “La Chica del Dragón Tatuado”, Fincher dibuja un estereotipo de gordo morboso, incapaz de provocar empatía. Lo acusa por glotón y por fornicar. Secuela del trasfondo puritano de “Seven”.
La familia de “Millennium 1” lucía ajustada y convincente para el papel. Hablaban con su acento natural y sorprendían por su sobriedad. El padre instigador de la investigación, cumplía con introducir al reportero por la maraña de un laberinto social, en plena decadencia. Los decorados reforzaban la credibilidad y las intrigas tendían a parecer un homenaje al cine de Polansky. De allí los vínculos con “El Escritor Fantasma”.
Por su lado, David comete el craso de error de poner a sus personajes a hablar como alemanes en película del holocausto o la segunda guerra mundial. El efecto es grotesco y eleva la dosis del humor involuntario.
Por último, el cierre es fallido por lo prolongado y rebuscado, en una nota de Angelina Jolie para “Agente Salt”, disfrazada con peluca. Craig vuelve con su mujer de antes y le da la espalda a su redentora. Quiere ser un final existencialmente melancólico, subrayadamente romántico y pragmáticamente abierto. Pero a mi me dejó frío por lo previsible.
Lo mismo pienso de la nula y pésima actuación de Rooney Mara con su despliegue de numeritos y cambios de look. Comparto la idea de Carla Gutti: encarna una vitrina desfasada de una tienda de Plaza las Américas. Un repertorio tan caduco y trendy como la mercancía “punk”, metalera, emo y candy raver explotada por las tiendas de Candem Town. Rooney Mara transforma en kistch e imitación de fashion film, lo aportado por Noomi Rapace. Es uno de los cientos de huesos, duros de roer, de “La Chica del Dragón Tatuado”. Una continuación, un refrito hinchado y amplificado por el show bussines.
Fincher disimula el talón de Aquiles de Rooney Mara con encuadres oblicuos y composiciones expresionistas. La diseña como émula feminista de Mark Zuckerberg, narcisista, arrogante, solitaria, ensimismada y traumatizada. Le permite defender su lesbianismo y vencer a los “Bastardos sin Gloria”. En el epílogo, la cosifica con la fórmula del happy ending y la corrección política.
En suma, debajo del Dragón, la chica esconde un tatuaje conservador en el alma. Así como unas “emes” doradas y un título de “The Help”. La autoayuda según Fincher.
PD: Rooney confía en su poder seducción. Pone caras, grita, jadea y afirma: soy mala, estoy loca. A Noomi no le hace falta demostrar nada. Con una sonrisa desbarata el castillo de naipes de la niña mimada de la meca. Además rompe con el paradigma de belleza instituido por la academia. Es hasta fea. La hermosura glacial de Mara la circunscribe y la ata al patrón de Vogue. Caricatura rígida.