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Mi vida, a través de los perros (VI)

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En vista de mi repentina y obligada mudanza a la sección montañosa del país, ubicada hacia el occidente, estuvimos inmersos en varias semanas de preparativos; entre las compras de vestuario adecuado para los fríos inclementes de la región a donde me dirigía, la selección de los objetos que iba a llevarme conmigo y las largas charlas nocturnas, oscilantes de lo aleccionador a lo nostálgico, se nos pasó veloz el tiempo.  Tuvimos que tocar un tema espinoso, relacionado con mi perro. Desde el principio dejé claro que no pensaba dejarlo, pero todos se opusieron a ello, alegando cosas sumamente sensatas. Pero mi insistencia prevaleció, y tras una consulta con los dueños de la pensión quienes dieron su autorización para que llevara mi mascota, pude lograrlo. Creo que en el fondo fue un alivio para todos, ya que Hamlet no le hacía caso a nadie fuera de mí, y su permanencia en la casa hubiera sido un quebradero de cabeza.  Mi padre me dio una gran sorpresa al cederme su Bel-air para facilitarme el transporte en mi nuevo destino; ya el vehículo tenía diez años con nosotros, y presentaba los achaques previsibles; él adquirió un carro más acorde con su posición y edad, un majestuoso Ford Mercury Cougar que despertaba admiración y envidia entre nuestros vecinos.

Por fin llegó el gran día: recuerdo con mucha nitidez los pormenores de ese viaje. Después de una emotiva despedida de mi madre, emprendimos la travesía. Mucho antes del despuntar del amanecer, alrededor de las tres de la mañana, en procura de llegar a nuestro destino con luz de día. Armados de termos de café y sandwiches, nos alternamos en el volante mi padre y yo:  hacía algún tiempo había comenzado a utilizar el vehículo en pequeñas diligencias domésticas, y ya tenía mi licencia de manejo, pero ese iba a ser mi bautizo en la carretera. Ese día atravesamos la mitad de la nación, durante unas quince horas en las cuales transitamos por fértiles valles sembrados de caña y de maíz, vastas llanuras de escueta vegetación en donde la vista se perdía en un horizonte árido y chato, inextricables selvas nubladas de inmensos y frondosos árboles cubiertos de musgo  y estrechos pasos montañosos en los cuales pudimos gozar del espectáculo de la nieve, todo en un solo día. Me tocó manejar en la parte más segura pero al mismo tiempo más aburrida, el sector de los llanos. Interminables rectas, desoladas la mayor parte del tiempo, que invitaban a presionar el pedal del acelerador hasta el fondo, en procura de llegar a un engañoso final que se volvía nuevamente principio, pero no pasaba de deseo ya que la mirada de mi padre, fija sobre el velocímetro, no me permitía pasar de los 60 Km. por hora so pena de relevarme al volante. En el asiento trasero iba Hamlet, asomado a la ventana, ladrándole a los esporádicos animales con los cuales nos cruzamos en nuestro camino, por lo general algunas recuas de famélicos burros o rebaños de ganado vacuno, tendido al sol al borde de la carretera. Tanto mi padre como yo éramos de talante taciturno, por lo que el viaje estuvo plagado de largos silencios interrumpidos cuando era necesario, para alguna indicación o para referir alguna historia relacionada con la vía. Pero la mayor parte del tiempo permanecimos callados, sintonizando el aparato de radio en alguna estación local; dichas emisoras por lo general transmitían música popular o noticieros de tinte provinciano; nos pudimos enterar, divertidos, del hurto de una camisa fina y un par de yuntas, y de la repentina operación de apendicitis a la que tuvo que someterse de urgencia el jefe civil de algún caserío de los alrededores. A pesar de esos silencios estábamos a gusto, disfrutando de los últimos momentos juntos antes de una larga separación, ya que no estaba previsto que viajara de vuelta a casa en mucho tiempo. Hicimos el menor número de paradas posible, por lo general para estirar las piernas y sacar a caminar al perro. No nos detuvimos a comer; con lo traído desde la casa nos fue suficiente.

Tras recorrer unos 800 Kilómetros de una sorprendente y desconocida -por mí- geografía, llegamos a la vetusta ciudad trastocada en recinto universitario, cuyo ritmo alternaba entre la vida estudiantil y el turismo, dependiendo de la época del año. Rodeada de cimas coronadas de nieve, se asemejaba a las antiguas ciudades fortificadas sobre las cuales tanto había leído. Nos perdimos un par de veces en la cuadrícula de calles estrechas y todas iguales, hasta que gracias a la amabilidad local materializada en unos transeúntes pudimos dar con la ubicación de la pensión. Se trataba de una gran casa, de dos pisos, cuyos ambientes habían sido parcelados con paredes de cartón piedra para obtener el mayor aprovechamiento posible. Una hacendosa pareja regentaba la pensión: el señor José se ocupaba del mantenimiento general y de la administración, y su esposa, doña Dolorita, del aseo y la cocina. Nos recibieron con grandes demostraciones de cariño, y acto seguido el señor José nos guió hacia el que iba a ser mi hogar durante un largo tiempo: un cuartico de mobiliario algo exiguo pero con todo lo indispensable (una cama, una mesita de noche, un escritorio con su respectiva silla y un escaparate). También noté la presencia de un aguamanil para el aseo matutino y de un vaso de noche, cosa que me dio cierta aprensión pues en mi casa no era usanza. Claro que la pensión tenía un cuarto de baño comunitario, pero el mismo estaba situado en el patio interno de la gran casona, así que el mencionado adminículo era imprescindible para las eventuales necesidades nocturnas. Lo mejor del cuarto, lo que más me entusiasmó,  era su ventana, que daba hacia la cordillera nevada. Cuando pregunté por el lugar en donde iba a permanecer mi perro, me dijeron que en tanto no molestara a los demás pensionistas a ellos les daba igual si  pernoctaba en mi pieza como si que no. Eso me tranquilizó, pues podría disfrutar de su compañía mientras duraba mi período de adecuación.

Con la ayuda de mi padre y del señor José subí el equipaje a la habitación, y desempaqué. Uno de los pocos objetos personales que había llevado conmigo fueron mis preciados libros. En esa época, en parte influenciado por las amistades que había hecho en la universidad, me había dado por el existencialismo, y mi biblioteca estaba compuesta por volúmenes de Camus, Sartre, Hesse y Gibrán. Esos libros fueron acomodados en la mesita de noche, ya que presentía su frecuente utilización en los días por venir. Coloqué la ropa en el escaparate, el cual a pesar de su gran capacidad quedó rebosante de abrigos, pantalones y gruesas camisas como para pasar el más atroz de los inviernos. Más tarde bajamos al amplio comedor, en donde conocí a algunos de mis compañeros pensionistas: tres muchachos que llegaron haciendo bastante alboroto, y se sentaron sin mayor protocolo a la mesa. Doña Dolorita trajo un enorme ollón rebosante de una espesa sopa de verduras, con tropiezos de carne vacuna y cerdo. A pesar de ser una sazón totalmente distinta a la de casa, devoré dos platos, tanta era el hambre acumulada durante el largo viaje. Mi padre se quedaría en la pensión esa noche, para emprender su regreso por vía aérea al día siguiente. Mientras tanto, Hamlet aguardaba por mí, pacientemente, a los pies de la cama.

Como estaba previsto, llegó el momento de dejar a mi padre en el aeropuerto. Después de darme los últimos consejos, abordó el avión. Anteriormente no lo había pensado mucho, pero de repente comprendí en toda su dimensión mi real situación: a partir de entonces estaba por mi cuenta, mis decisiones serían autónomas y las consecuencias de ellas mi exclusiva responsabilidad. No pasaría mucho tiempo para que las primeras lecciones al respecto me golpearan con fuerza.

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