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Mi vida, a través de los perros (VII)

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Me costó cierto trabajo adaptarme a mi nueva vida, ya que involucraba demasiados cambios. Pero poco a poco me fui integrando al ritmo apacible de la ciudad de montaña, dictado por la cadencia regular de la neblina que todas las tardes la cubría, lechoso manto que dificultaba la visión e invitaba al recogimiento. Hamlet por su parte parecía dichoso, ya que tenía mucha libertad y andaba la mayor parte del tiempo por su cuenta, llegando a perderse por varios días al cabo de los cuales reaparecía exhausto, hambriento y feliz. Al principio esas correrías me inquietaban, pero fui acostumbrándome ya que de cierta manera me liberaban por algunos días de las tareas involucradas en su cuidado, tiempo que en teoría debería aprovechar para mis estudios.

Mi segunda etapa de vida universitaria fue radicalmente distinta a la primera: el ambiente en la vetusta universidad era mucho más solemne, y los profesores más adustos y estrictos. Era un poco volver al colegio de curas en donde había estudiado todo mi período pre-universitario. Gracias a los conocimientos obtenidos en el semestre anterior no estuve en las nebulosas y pude de cierta manera darme a conocer por mis respuestas acertadas y las buenas calificaciones que obtenía. Me fui labrando la fama de buen estudiante, gracias a la cual mi círculo de amistades empezó a ensancharse. La excusa era siempre el estudio: me invitaban a las casas, aquellos que residían desde siempre en la ciudad, u organizábamos grupos de estudio ya sea en la biblioteca o en alguna plaza, de la cual sin embargo corríamos al rato, entumecidos por el frío que se instalaba como mordisco de perro en los huesos. Para contrarrestar los efectos del clima, una vez apareció dentro del bolso de uno de los compañeros una botella de miche. Mi contacto con el licor, hasta entonces, se había limitado al vino de consagrar que los curas nos daban a probar una vez por cuaresma, literalmente, o la tradicional copita de champaña de los 31. Al principio me negué de plano a probar la bebida, tal vez por el recuerdo del tío bohemio. Pero la insistencia de los compañeros, y el miedo a ser considerado un pacato, me vencieron. Y llegó puntual, como era de esperarse, la primera borrachera. Todos los que hemos pasado por eso sabemos de lo que se trata: la euforia inicial,  las palabras que se quedan enredadas en la lengua, la repentina sensación de comprender cosas ocultas, y por último el mareo y la pérdida del conocimiento, prologada generalmente por el vómito mediante el cual el cuerpo busca desembarazarse de aquella carga perniciosa. Y la vaga sensación de vergüenza del día siguiente, acompañada por un potente dolor de cabeza y la sospecha de estar muriéndose un poco, lo que lo lleva a uno a efectuar la clásica promesa de abstinencia. Mi «primera vez» no fue distinta: pasé por todas las etapas clásicas y de alguna manera me encontré en mi cama, padeciendo una sed inaguantable, bajo la mirada inquieta de Hamlet, el cual cuando abrí los ojos me lengüetó toda la cara, aliviado al verme dar señales de vida.

Yo también realicé la consabida promesa, y yo también la quebranté a los pocos días. Pero debo decir en mi descargo que fue, de cierta manera, inevitable. En mi grupo de estudios, y en la universidad en general, habían muy pocas mujeres. Y por lo general se alejaban de mis ideales de belleza, los cuales por otra parte tampoco eran muy elevados. Sin embargo había una en particular que me atraía, no tanto por su físico, aunque no era de manera alguna desdeñable, sino por su temperamento. Creo que se parecía en algo al de  Margarita, ahora que reflexiono sobre ello, y tal vez de allí viniera la atracción que sentía. No se cómo, me llegó la invitación a una fiesta que celebrarían los estudiantes de la carrera que estudiaba Claudia (su nombre lo vine a saber después). Era la oportunidad de oro para conocerla, y convencí a un par de compañeros de mi cuerdita para que me acompañaran. Era el clásico picoteo: el salón de una casa, despojado para la ocasión de muebles y adornos, con una ristra de sillas adosadas a las paredes, amenizado por la música que brotaba por los parlantes de un aparato de música con su respectivo «picó». Y una gran fuente de tisana, que todos presumían virgen pero en realidad fue reforzada varias veces de manera clandestina, con profusión de licores de la más variada índole, desde el dulce vermouth hasta el bronco ron, disimulados bajo la frivolidad de los jugos de fruta fuertemente edulcorados. Al cabo de varios vasos de «tisana» sentí las fuerzas suficientes para acercarme a Claudia. Estaba en un corro de muchachas, fumando un cigarrillo.

– No deberías hacer eso – le dije de entrada, con una seguridad salida de no supe donde.

-¿Perdón, que es lo que no debería hacer?

-Eso, fumar. Te vas a enfermar de los pulmones, y no queremos que suceda.

-¿Quienes?

-Tu, yo, y nuestros hijos, por supuesto – habló alguien por mi, eso no pudo haber salido de mi boca. Si embargo, la frase causó buen efecto en la muchacha, pues soltó una carcajada.

-Vaya, eres bastante atrevido. ¿Ya vamos a tener hijos? ¿No sería mejor conocernos un poco, antes? Invítame a bailar esta pieza, por los momentos.

No estaba en mis planes tener que bailar, aunque era de suponerse. Dentro de mis escasas habilidades, el baile ocupaba uno de los últimos escalones, justo antes del de la cocina. Era bastante inepto en esas artes, por no haber tenido muchas ocasiones para ejercitarlas. Para mi fortuna era un baile de esos que comenzaban a hacer furor, en el cual las parejas bailan a su libre albedrío, separadas. Fuimos al centro del salón, y comencé a menearme de la manera más decorosa posible (quienes me vieron comentaron al día siguiente que parecía un mono enfluxado), tratando de copiar los pasos de las demás personas que andaban en el mismo trance. La muchacha en cambio era muy buena bailarina, y poco a poco me fui eclipsando, dejándola sola, a pasar mi pena en una esquina del salón. Al finalizar la pieza, vi que se me acercó, con fingida expresión de severidad.

-¿Bueno, es así que pretendes tener hijos conmigo, dejándome sola en medio de la pista?

-No quise hacerte pasar pena…

-Serás tonto, ¿crees que eres el centro del universo? Nadie se fija en los demás, en estos días. Te voy a dar otra oportunidad, pero va a ser la última, ya lo sabes. Esta pieza lenta, ¿te atreves?

Me atreví. Con decisión la tomé de la mano y otra vez emprendimos el camino hacia la improvisada pista de baile. «Detén la noche», cantaban los 007 plagiando a Johnny Hallyday, y eso era lo que deseaba yo en esos momentos: que se detuviera el tiempo mientras tenía entre mis brazos, aunque a distancia prudencial, a Claudia. Canción mentirosa: la promesa de eternidad duró apenas 3 escasos minutos. Pero comprendí que algo estaba comenzando a suceder entre nosotros.

Salimos de la casa de mutuo y tácito acuerdo, tomados de la mano, y vagamos un poco por las estrechas calles aledañas. Conversamos como nunca lo había hecho con persona alguna. Nuestra escasa biografía fue el tema primordial de conversación, así como los planes para el futuro. Claudia también era de la capital, y vivía en casa de unos familiares; traté de establecer algún vínculo previo entre nosotros, pero en ese momento no me fue posible: a pesar de lo que dicen, que el mundo es un pañuelo, en la práctica nuestras vidas previas habían sido bastante lejanas. Ella estudiaba medicina, y soñaba con ser cirujano cardiovascular; las hazañas de Christian Barnard comenzaban a ser noticia y el tema de transplantar corazones la cautivaba. Estaba también en el primer año de la carrera, y los gruesos tomos de anatomía consumían sus días y sus noches. Al escuchar sus aspiraciones, las mías me parecieron insulsas: hasta ese momento pensaba en ser ingeniero civil, para construir casas y edificios, así que decidí colorear la verdad y mentí de manera deliberada : ¿Yo? Ayudar al saneamiento ambiental, diseñando represas para hacer llegar agua potable hasta los más remotos rincones del país. Eso no pareció impresionarla, pues nada comentó al respecto. Siguió hablando de su pasión, y yo escuchaba embelesado sus palabras. Ya era un hecho: me estaba enamorando, con el amor violento e ingenuo de la adolescencia. En una esquina no pude más y la besé desaforadamente, quitándole el aliento. Beso que fue correspondido con creces.

 

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