La noche del Oscar comienza con una imagen prometedora: Sacha Baron riega las cenizas del tirano de Corea del Norte sobre el pecho del reportero estrella de la alfombra roja. En pocos segundos, el gesto de provocación devenía en Trending Topic. El Rey de la Red Carpet, Ryan Seacrest, quedaría al desnudo ante la broma iconoclasta del bufón de la corte. A la postre, el moderador de “American Idol” se vería obligado a desaparecer del mapa de la cobertura frívola del evento.
En apariencia, David le había asestado una estocada de muerte al Golliat del rating. En realidad, el comediante buscaba garantizar la perpetuación de su hegemonía en la cartelera, a costa de un efectivo golpe publicitario de la contracultura como negocio. No sería el último de la noche, aunque sí el primero de la fila.
En efecto, el madrugonazo de “El Dictador” anticiparía lo peor y serviría de abreboca al desarrollo de una velada destinada a reconfirmar en el poder a la dinastía de “The King’s Speech” bajo la sombra del lobby de los hermanos Weinstein, quienes como era de esperarse, dominaron la competencia con facilidad al llevarse el total de 8 premios entre sus diferentes cintas a considerar por los miembros de la academia.
De nada valieron las críticas por ventajismo, denunciadas con anterioridad, para evitar la repetición de la operación mercadotécnica del 2011, a favor de la consentida del fundador de Miramax, alias “Manos de Tijera”.
Así pues, la ceremonia del 2012 se convertiría no solo en otra vitrina de las fichas del ajedrez de los “brothers”, sino en un reflejo de la incompetencia de Hollywood para pensarse más allá de los límites impuestos por su estructura de negocios, donde los supuestos independientes reciben los galardones y los accionistas de los estudios se acaban por repartir las ganancias.
Encima, la creatividad brillaría por su ausencia y permitiría la entronización de un espectáculo carente de ingenio, predecible, forzado, populista, acartonado y sin el menor atisbo de humanidad, salvo contadas excepciones. Incluso, el regreso de Billy Cristal estuvo lejos de convencer a propios y extraños. Apenas logró enmendar la plana de sus antecesores en el podio, al duro costo de reciclar su rutina de costumbre. Abusó del recurso de los videos intervenidos, extendió las parodias en demasía y reveló la calculada administración del mínimo presupuesto con criterios de escasez.
Al menos, fue consiente y acertado al admitir el estado de crisis de la celebración del festejo en un teatro declarado recientemente en bancarrota porque sus directivos de Kodak no supieron adaptarse a los tiempos de cambio.
Lo mismo podría decirse de la gala de ayer y del posible futuro oscuro de la industria.
Durante cerca de tres horas, la gestión conservadora de Brian Grazer insistió en diseñar un “show” a la escala de un “numerito” de Wikipedia, Epcot Center, el Museo de Cera, Broadway, Las Vegas, Saturday Night Live y Reader’s Digest en homenaje al pasado del caduco sistema de exhibición, distribución y producción de largometrajes. El mensaje de fondo pecaba de reduccionista, binario y simplificador, tal como la impostura nostálgica de la vencedora de la batalla, “El Artista”, digna campeona de la pelea arreglada para dividir la decisión con “Hugo”.
De las dos, perdería la mejor de las opciones.
Con todo, ambas resultarían instrumentalizadas por la organización de la tramoya, para defender la bandera del consumo tradicional de la fábrica de palomitas, churros audiovisuales y modas pasajeras de la pantalla grande, en oposición a la alternativa del “home movie”, las descargas gratuitas, el fantasma de la piratería y el circuito paralelo de la red social. La élite de Tom Cruise no se atrevería si quiera a mencionarlos o reconocerles algún espacio.
Ellos le temen al ascenso de las prácticas colaborativas y virales de internet, a kilómetros de distancia de los códigos de expresión de la burocracia oficial de los estudios. Tarde o temprano, los caseros superarán y barrerán el piso con la regla de convalidar a la política del autor. Malick, Scorsese, Allen y Spielberg tenderán a recordarse como las piezas de un engranaje agotado y extinguido, cual “Parque Jurásico”.
Por ende, las predicciones de la quiniela se cumplirían de cabo a rabo, como la maldición de un pronóstico Maya para el 2012. Condenarían a la derrota a verdaderos artífices de la magia, el encanto, el enigma y el placer estético como Win Wenders, Emmanuel Lubezki, Terrence Malick, Kristen Wiig y John Williams, a merced de los caballeros del pote de humo importado de Francia. Por nada, también le conceden el Oscar a la edición. Por fortuna, recayó en manos de los montadores de “La Chica del Dragón Tatuado”. Indiscutible y feliz regalo para las generaciones de relevo.
Por desgracia, se trataría de una ofrenda consuelo. La siguiente sorpresa sembraría desconcierto y descontento, cuando los chicos de Puff Daddy subieron a recoger la presea por documental. Se olvidaron por completo de los compromisos éticos de la no ficción y pronunciaron una arenga para el olvido, a espaldas del género y de la actualidad. Agradaron a la audiencia y la sumieron en su clima de escapismo, autocensura y trivialidad. Las secuelas de “Inside Job” permanecen en el ambiente, pero la norma de etiqueta invitaba a disimularlas con decoro.
De igual modo, Octavia se mordería la lengua y preferiría obviar remembranzas incómodas sobre el racismo del ayer, ancladas en el inconsciente colectivo. Como ella, el resto de sus colegas optarían por el camino de la lectura de agradecimientos en lugar de pisar arenas tormentosas. Prohibido desentonar en el concierto de la hipocresía moral de vestido de lujo y etiqueta.
Entonces, presenciaríamos una copia anodina de las conductas e intervenciones desplegadas a lo largo y ancho de la temporada de premios. En síntesis, el Oscar duplicaría el formato de los Globos, al margen de las oportunas, sentidas, emotivas y espontáneas reflexiones del SAG, cuyo repertorio brindó la oportunidad de rescatar frases y enseñanzas para el futuro.
Por defecto, descubrimos diversos matices de arrogancia, egocentrismo, autismo y automatismo en las glorificaciones replicantes de Spencer, Plummer, Streep, Dujardin, Hazanavicius y Ludovic Bource, absurdamente condecorado por componer la banda sonora de un musical enmudecido por el esnobismo posmoderno de un realizador francés, dizque amante de Billy Wilder. Las cosas por su nombre. El director galo se dedica a imitar a sus fuentes de inspiración, despojándolas de su parte diablo y versionándolas como barajitas inofensivas de un spot comercial, de un anacrónico juego de artificio saldado con un “happy ending” traicionero, demagógico y mentiroso, tipo relato de autoayuda, de pare usted de sufrir. Ejercicio de estilo, si acaso new age, utilizado para desviar la atención y refrescar una memoria distorsionada de los escombros del crack de la bolsa del 29.
En el mismo plano de infantilización conceptual, los hombrecillos dorados por Sonido establecerían el pacto y el armisticio con “Hugo”. La obra maestra de Spielberg, “War Horse”, lo merecía por partida doble. Lastimosamente, su alegato pacificista y antibélico sufriría las consecuencias del régimen de la mordaza, preocupado por callarle la boca a los testimonios implacables de un pretérito cercano a la violencia y la intolerancia de la etapa contemporánea. Bloquearon a “Caballo de Guerra” porque desmontaba el cuadro de optimismo y esperanza vendido por “El Artista” y “Hugo”, alrededor del siglo XX.
Otras categorías, sin opción para ellas, contribuirían a desequilibrar la balanza por cuestión de minutos. Al respecto, disfruté del éxito de la canción de los Muppets, de la reivindicación experimental de los estupendos cortometrajes y de abrir la cancha para la conquista de “Una Separación”, amen del formidable discurso de su director. El mejor de la noche, precisamente en contra de la tiranía.
Tampoco me disgustó el acto de acrobacia de Cirque du Soleil. No obstante, fungió de antesala para el anunciado desenlace de la charada con acento galo de “Molino Rojo”, en honor al costado primitivo de la barraca de feria y el séptimo arte, desde la óptica de un programa de variedades.
De ahí la convocatoria de un repertorio de insólitos presentadores, ajenos e inadecuados para encarnar el espíritu de sus respectivas categorías. Por ejemplo, las chicas de “Damas en Guerra”, reincidiendo con el chiste de Scorsese.
Se me arrugó el corazón con el segmento de “In Memoriam”. Extrañé a Pedro Armendáriz y Raúl Ruiz.
Lo de Payne y Allen en los apartados de guión, prolongaron el deja vu.
La pesadillesca conclusión me la curé con cinco horas de sueño intranquilo.
El balance es negativo.
El despotismo de la melancolía y el revival, opacó y aplastó a la diferencia.
Lo encuentro similar a los acuerdos internacionales para atornillar en su silla al monarca de Siria.
Todavía aguardamos por la primera árabe en los premios de la academia.
En el 2012 no tuvo lugar.
En el 2013, es urgente derrocar a la dictadura del silencio, de la dama de hierro.
Sus condiciones aplican en Venezuela.