La “Eyes Wide Shut” de Pedro Almodóvar, donde el realizador habla de los mismos temas y problemas de Kubrick en tributo a la estética del surrealista, George Franju, cuyas obras maestras reviven de la mano del director español.
“La Piel que Habito” remite no sólo a “Ojos sin rostro” sino a “Judex” del mencionado autor europeo, ícono del género fantástico.
Por ende, el creador refuerza su idea posmoderna y neobarroca del cine, al inspirarse en el pasado para inyectarle sangre fresca a su propuesta contemporánea, bajo la sombra de los fantasmas, los espectros y las imágenes expresionistas del siglo XX.
De ahí el interés suyo por articular la puesta en escena alrededor de los vectores de la doble identidad, la mutación y la metamorfosis kafkiana. Sueños prometeícos de la razón científica e instrumental, devenidos en pesadillas distópicas de alcance universal, aunque desde la visión particular, personal y social acostumbrada por el responsable de “Átame”, antecedente claro de su trabajo del 2012. También evoca los amores tormentosos de “Matador”, la óptica irónica de “La Flor de Mi Secreto” y el gusto por lo freak de “Kika”.
Ni hablar del contenido latente de transgresión del machismo ortodoxo, vinculado a “La Mala Educación”, “Laberinto de Pasiones” y “La Ley del Deseo”, interpretaciones deliberadamente kistch de la estética “queer” de la movida de los ochenta.
Por consiguiente, “La Piel que Habito” supone una síntesis de laboratorio, de los tres períodos del director: el de su irrupción iconoclasta, el de su establecimiento académico con aires de resistencia y el de su aparente repliegue autoindulgente, medio conservador.
De excluido eterno de la fiesta, el señor de “Todo sobre Mi Madre” alcanzó el status de leyenda viviente, de Warhol de la comunidad económica en crisis.
A partir de entonces, su moneda de cambio circula con facilidad de un continente a otro, entre la inercia y la obligación por responder al compromiso anual del mercado de consumo.
En consecuencia, la sobreexposición de su figura, tiende a conspirar contra la vigencia de su discurso. Los críticos acaban considerándolo sinónimo de la reacción y cómplice de la banalización oportunista de la cultura alternativa. Lo acusan de plagio y de explotar el victimismo de la mujer, con fines demagógicos. Lo sitúan en la cima de la lista de los propulsores de lo fashion, lo choronga y lo hueco con pretensiones de densidad.
Se vuelve enemigo de Boyero en “El País”, de Quintín dentro y fuera de “El Amante”, de los críticos de Venezuela, quienes lo llegamos a considerar un diente roto de la industria, un personaje sobrevalorado.
Pedro cayó en la mala con la prensa, cuando decidió tomarse demasiado en serio y prescindió de su tono de desenfado, para equilibrar la balanza de sus tragedias corales. Allí se puso enfático y cometió el error de “hacer reír sin proponérselo”. Comedias involuntarias fueron, sobre todo, sus estrenos del tercer milenio.
Por todo ello, me late, Almodóvar prometió retornar a su espacio habitual de la broma esperpéntica, después de la salida de “La Piel que Habito”. A mi modo de ver, ella marcará un punto de inflexión en su carrera, un no va más.
De hecho, la película constituye una declaración de principios sobre la necesidad de mudar o cambiar de cubierta, de pellejo, de cuero. Por desgracia, como afirma el estimado Juan Antonio González, las pretensiones del libreto se quedan en la epidermis del asunto, pues no se profundiza en nada o en muy poco.
Aun así, la rescatamos y la reivindicamos por sugerir y traficar con material de alta complejidad conceptual. En efecto, como plantea Manuel Infantino, “La Piel que Habito” merece respeto por confrontarnos al espejo de la conciencia distorsionada de unos protagonistas obsesionados con la culpa, el juego de roles, la voluntad de poder y la intervención corporal, a la usanza de David Cronenberg en “Inseparables”.
Pedro pronuncia su manifiesto de subversión en tributo de la nueva carne, mientras denuncia la corrupción de un ángel sometido a los experimentos macabros y fascistas de un clásico “Mad Doctor”, con inclinaciones piscopáticas de un “Mengele” del holocausto, de un obcecado cirujano de campo de concentración, de un verdugo semifranquista, de un vengativo padre de familia disfuncional, de un Banderas redimido como villano, de un reflejo del tirano patriarcal de “Canino”, empeñado en mantener en cautiverio a la víctima de su operación triunfo, condenada al fracaso.
“La Piel que Habito” apuesta al encierro, al minimalismo abstracto, para soltar sus dardos envenenados en el blanco de la realidad de su país. Con “La Piel que Habito”, Pedro expone una tesis magistral.
Los monstruos del cine de terror renacen en la actualidad con el disfraz de la cirugía plástica. Verbigracia, descubrimos el caos en Venezuela a raíz de la explosión de la burbuja de los implantes PIP. La punta del iceberg.
De tal modo, “La Piel que Habito” consuma la fantasía neonazi de “la mujer perfecta”, al costo de ahogar y reprimir su libertad. Cualquier semejanza con el Miss Venezuela de Osmel Souza, no es merca coincidencia.
Aparte, el propio realizador aprovecha la historia para derribar las fronteras entre los géneros y sexos en pugna, con el objetivo de sembrar interrogantes y preguntas incómodas.
Lo mejor de “La Piel que Habito” sería el retrato de unos caracteres alucinados, impelidos por energías interiores y exteriores para cometer el pecado y fungir de demiurgos, dando y quitando la vida, creándola o recreándola desde cero.
Es una de lúcidas autorreflexiones de “La Piel que Habito”.
Con ella, Pedro hace su exorcismo y nos dice: el cine de ahora anda atrapado como el doctor de mi película, en un círculo vicioso de reinvenciones “frankesteianas”. Nada bueno o positivo puede salir de ahí.
Solo la muerte, la confusión y el trauma nos esperan a la salida del recorrido. Por ello, el desenlace de “La Piel que Habito” es desconcertante, casi como un “continuará” en el infierno del baile de máscaras.
Conecta con la teoría de “Vértigo”, la cumbre de Alfred Hitchcock. “La Piel que Habito” le sigue los pasos y resucita de sus cenizas a Pedro Almodóvar.
Me fascinó el intermedio en la casa. Explora la decadencia del arte contemporáneo convertido en el trasunto de un hombre mezquino y solitario. Ejemplo del réquiem de las galerías de hoy en día. Lugares desolados y yermos.
Someto a la discusión el primer y último acto. La contribución de Anaya es soberbia. La hija de Banderas es terrible. El tigre fue un mal chiste. Paredes en lo mismo de siempre. La música redunda.
En suma, el todo es superior a la irregularidad de las partes.
El balance es óptimo a pesar de los bemoles.