El Artista: La Espiral del Silencio

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No quiero pecar de redundante. Ya se dijo todo lo malo sobre “El Artista”, desde su conspiración con los hermanos Weinstein hasta su irresponsable manera de aprovechar la música original compuesta para “Vértigo”, a fin de subrayar un momento dramático de una película situada durante la caída de la bolsa en 1929.

Por consiguiente, me interesa rescatar aspectos positivos de mi visionado de la película, el pasado miércoles en la sala 4 del Centro San Ignacio.

Al principio de la función, reinaba una especie de curioso escepticismo entre los espectadores, como cuando se inauguró el cine en 1895. Había un claro nerviosismo aplacado con risas y comedera de cotufas.

De repente, las cornetas dejaron de machacarnos con su lluvia de efectos especiales sonoros y su molesta sobrecarga de ruido.

Antes del comienzo de la cinta, el volumen de la publicidad buscó provocarnos un ataque de sordera temporal. Después, delante de la pieza de Michel Hazanavicius, asistimos a una terapia de recuperación colectiva de muchos afectos y sentimientos perdidos. No es poco mérito.

Si usted subestima al realizador francés, por cualquier causa, pues le tengo malas noticias. El caballero no sólo es una enciclopedia de conocimiento audiovisual, sino además sabe manejarlo con inteligencia, solvencia y efectividad narrativa.

Si “Hugo” fue el homenaje de Scorsese a George Melies, se me antoja comprender al autor de “El Artista” como un alumno aventajado de Louis Feuillade, el monstruo de “Fantômas”.

De ahí el peculiar aura de serial y de folletín del siglo XX, impreso en los mejores fotogramas de “El Artista”. De hecho, las relaciones con Ferdinand Zecca y Charles Pathé, son impresionantes, más allá de los obvios tributos a los padres fundadores del expresionismo alemán-anglosajón: Billy Wilder, Orson Welles, Chaplin, Keaton y Alfred Joseph Hitchcock, inspirado por el montaje de atracciones de Sergei Mikhailovich Eisenstein.

Por ejemplo, la escena de la edición de los tres monitos, es bien explícita al respecto. De igual modo, la secuencia del protagonista en la mesa evoca “Ciudadano Kane” y “La Quimera de Oro”.

Mientras el clímax en la escalera, rememora las dimensiones de Lang y del maestro del suspenso. No exageraríamos al afirmar lo siguiente: cada plano lleva el sello de una interesante meditación metalingüística, desde un punto de vista entre neoclásico, iconoclasta e irónico, lejos de un ejercicio estéril y anacrónico de revisión nostálgica de la historia del séptimo arte.

Al contrario, el film adopta un tono de decidida y surreal reivindicación de unos escombros condenados al ostracismo y la muerte.

Hazanavicius se aferra a ellos, tal como su héroe al rescatar una lata de celuloide en medio de las llamas, en uno de los memorables e innumerables intervalos poéticos de “El Artista”, cuyo propósito radica en resucitar al ave fénix ante la arremetida de las tecnologías de punta y el desarrollo de plataformas destinadas a practicarle lobotomía al cerebro de la audiencia.

Por ende, no entiendo la queja generalizada del gremio. Yo mismo caí en la tentación de abominar de la obra en cuestión y ahora me arrepiento. Es de un absoluto esnobismo y pedantería insufrible, pagar los platos rotos de la cartelera con “El Artista”. Carece de sentido, mis hermanos. Incluso es un acto de hipocresía. Igual perfecto si desean destruirla. En cualquier caso, les auguró el total fracaso de su mezquina lectura del fenómeno, rayana en el maniqueísmo a combatir.

Grosso modo, la estrategia de “El Artista” resulta encomiable y admirable. Aparte es contagiosa como una campaña viral y logra su cometido delante de los ojos cansados del perceptor común. Despierta el interés de la gente por investigar en los referentes del guión, y encima, brinda un espectáculo demagógico y populista de pura altura.

Jóvenes, ancianos, motorizados con sus parejas y familias enteras, reían y lloraban al unísono mientras disfrutaban de las aventuras y percances del descendiente de Valentino y Fairbanks.

El recital de Jean Edmond Dujardin irradia una frescura y un espíritu de optimismo, casi ingenuo, próximo a una interpretación de antología. Empiezo a celebrar su consagración en el Oscar. La química con la chica funciona a la perfección y negarlo es asumir la posición intransigente de los adversarios de la tesis de Colón. Para ellos, la tierra continúa siendo cuadrada, y allí tampoco cabe la propuesta de Hazanavicius, porque el tipo es un farsante y vende potes de humo. Ya basta. Pasemos la página. Seamos coherentes.

Clamábamos por el reconocimiento de la comedia en los predios de la academia. La promesa se cumple en el 2012 y también nos ofendemos. Por favor. Así sucede con los defectos detectados a “El Artista” por los jueces de la moral y del gusto, cada vez más reaccionarios, restrictivos y conservadores en sus apreciaciones. Intentemos estudiar y analizar los estrenos en su debido contexto. Compartamos experiencias y aprendizajes en común. No nos encerremos en nuestra burbuja de cristal, al margen de las personas de a pie.

En suma, encontremos el centro y el equilibrio.

¿Cuál es el problema con “El Artista”? ¿ Es monocorde, superficial y plana? Mentira. Se da el lujo de entretener y de ser abstracta.

Siembra inquietud, interrogantes y enigmas. Compara el descalabro de los treinta con el de hoy en día, según el enfoque lúgubre de los pioneros en extinción.

¿Cierra con demasiado azúcar al ritmo de un musical pragmático? Cierto. Y los gordos reciben una redención forzada. No obstante, es un retrato fidedigno del panorama aludido, bajo una extraña sombra de distanciamiento. El último encuadre muestra la repetición de una coreografía, por puro trámite, en un desenlace presto a sacudirnos de la butaca.

¿Es una copia tímida de “El Crepúsculo de los Dioses”? La huella de “Sunset Boulevard” persiste en la tradición pesimista de “El Apartamento”, con un falso happy ending.

En el epílogo, Dujardin recupera la voz y escucha por primera vez, sin sentir culpa. Al principio se negaba a hablar, aguantando los corrientazos de una descarga eléctrica.

Luego se hunde en una trampa de arena montada por él mismo. Guiño a los efectos especiales de la escuela kistch y naiff de Ed Wood. Su estrella decae y la de la chica advenediza sube como la espuma. La taquilla toma elecciones comerciales en la industria. El arte es vencido por el poder de veto de los dueños del negocio. La esperanza llega de la mano de la restauración y de la convivencia con los tiburones de la meca. “El Artista” nos invita a bailar con ellos. Por fortuna, cobramos conciencia de sus manejos, de sus juegos de azar y artificio.

Al final, “El Artista” no es una película sobre el pasado, sino sobre el presente y el futuro de un “Hollywood” enmudecido y condenado a reciclarse así mismo, como un video loop. Se equivocan si la consideran una glorificación del status, tipo lección de “Euro Disney”.

Es una radiografía de los altibajos de la creación audiovisual. Para rematar, “El Artista” posee un encanto adicional, el de las experimentaciones de resistencia coladas desde los márgenes de la independencia, hasta devenir en películas de culto.

Con “El Artista”, el silencio y el blanco y negro volvieron a ser cool y mainstream. Una alternativa frente a la estandarización del 3D.

¿Saben cuál es la moda de youtube? Hacer pastiches y parodias de películas del pasado. “El Artista” hace lo propio y se conecta con su época.

En síntesis, un film estimable y sabroso para semiotizar.

2 Comentarios

  1. Entrañable película. Pude verla anoche, junto con mi hija mayor, quien en un principio estaba renuente (¿Blanco y negro, y muda, de paso?) y terminó amándola. Como tu dices, maneja a la perfección los códigos cinematográficos que tenemos incrustados en el inconsciente, a través de cientos de películas de todas las épocas que hemos visto a lo largo de todos estos años. Entretenimiento inteligente, le diría.

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