Si la vida publica del personaje real divide a la opinión pública, imagínensela en su traslación a la gran pantalla, donde la izquierda y la derecha vuelven a enfrentarse alrededor de su visión ultra conservadora de la política.
Por supuesto, tampoco se le deben pedir peras al olmo del trabajo dirigido por la señora de “Mamma Mía”, quien viene de hacer un musical exitoso y telefilmes mediocres.
Phyllida Lloyd no es Simone de Beauvoir o Susan Sontag. Los críticos le exigen demasiado a la pobre realizadora.
Si acaso, yo la compararía con la sensibilidad aristocrática de una Tina Brown( autora para más señas de la biografía de La Princesa Diana), la estética artie y qualité de una Anna Wintour( la de Vogue), el sentido del humor populista de Joan Rivers y el feminismo de autoayuda de Oprah.
En efecto y producto de la mezcla de arriba, surge el estreno de los hermanos Weinstein, “The Iron Lady”, especie de secuela de la fórmula de “El Discurso del Rey”, según la óptica de una doña británica con complejo de grandeza. Parte de la ascendente nobleza laica del Reino Unido, al calor del descenso en la popularidad de la Casa Windsor.
El mérito de la cinta sería el hecho de superar sus limitaciones de origen, para ofrecer un retrato crepuscular de una suerte de “The Queen” en plena decadencia. Allí radica el valor de la propuesta, cuyo guión asume riesgos controlados, aunque cumple con sembrar inquietud y despedir al espectador ante el testimonio expresionista de una mujer encerrada como el General en su laberinto. Metáfora del declive de una forma de entender el poder.
En efecto, el largometraje concluye en tono de “Réquiem” a la manera definida por Víctor Erice para referirse a la obra de Velázquez, el pintor. En palabras de Geoff Andrew: “la idea de la luz que se extingue, de la muerte”.
Al respecto, el último plano de la pieza resulta esclarecedor y devastador: la protagonista sale fuera de cuadro como un fantasma y nos quedamos postrados de frente a un espacio vacío, mientras el color oscuro se devora a la puesta en escena. El futuro de ella es conocido y el desenlace lo avizora con poesía pictórica en un cuadro inspirado en las imágenes melancólicas de Edward Hopper. Nada más por ello, vale la pena pagar el precio de la entrada.
Lo demás son viñetas predecibles, afectadas, redundantes y hasta cándidamente ofensivas. La directora busca sacarle las patas del barro a su “Juana de Arco” e insiste en convertirla en una víctima del decorado.
De repente, la critica y la cuestiona, pero de inmediato sale en su rescate. El problema del libreto reside en su ambigüedad.
Por un lado, descubrimos los delitos y faltas capaces de explicar el colapso del modelo de la líder de los ochenta. Al menos, la interpretación de la diva logra captar la densidad humana y la gama de matices de la primera ministra en cuestión.
También descubrimos los estragos de su proyecto neoliberal de cara a las protestas y el caos de “V de Vendetta” de la capital del país anglosajón.
Con material de archivo, recordamos el dominio de la anarquía por encima de los planes utópicos de la presidenta. Su gabinete es un hervidero, como la propia nación, y al cabo del tiempo, recibirá el golpe de estado de una conspiración interna, de una traición de su grupo de leales.
En semejantes detalles, la historia se crece y adopta lo mejor de la visión trágica de Shakespeare. Aparte, el retrato sombrío del pasado permite comprender el desconcierto del presente, entre las cenizas de la depresión económica y los escombros de los indignados de U.K. Encima, presenciamos los ataques de demencia senil y de “Baby Jane” de “La Dama de Hierro” devenida en una anciana solitaria, presa de sus fantasías y paranoias, evocando al maniático de Nixon dibujado por Stone. Contempla las noticias de un atentado terrorista y expresa una reflexión comprometida en la creencia de sentirse delante del parlamento. En realidad, sus palabras se las lleva el viento dentro de su apartamento. Acá me conformo y celebro la iniciativa de la empresa encabezada por la actriz ganadora del Oscar, a pesar de sus tics, clichés y paradojas recicladas de la contribución para «Julia y Julia», «El Diablo Viste de Prada» y «La Duda». Sigo prefiriendo a Viola Davis, menos exagerada con su papel.
Por el otro, “The Iron Lady” peca de reduccionista y simplificadora a la hora de tratar asuntos como la guerra de las Malvinas.
El justo reclamo de los argentinos es no sólo desestimado sino condenado por la mano dura de una madre obcecada, nacionalista, belicista, colonialista y vengativa. El tema es ventilado con la superficialidad de un analista tarifado de la BBC, pagado para defender la tesis imperial de la conquista del territorio extranjero, en pro del orgullo herido de la patria de Margaret Thatcher.
Para el olvido, sus múltiples pasajes desprovistos de profundidad semiótica y conceptual. Legión durante el metraje.
En dos platos, “The Iron Lady” es un juego de niños en la comparación con los documentales deconstructivos de Adam Curtis: “El Poder de las Pesillas”, “The Trap”, “Mayfair Set” y “Century of Self”.
Toda una tendencia posmoderna visible en títulos de reciente data. Verbigracia, la complacencia de Eastwood con J. Edgar Hoover y de Oliver con el Comandante en “Al Sur de la Frontera”.
Por fortuna, el traje a la medida vislumbra la ocasión de atisbar y divisar costuras, zurcidos y remiendos en la fachada de la dama de Hierro.
Phyllida Lloyd progresa al desnudar la cara oculta de “Mamma Mía”. Ya no hay un epílogo con canciones y felicidad. Los créditos clausuran en el abismo. Máxima desmitificación a la altura de “Sunset Boulevard”. Estupenda la ironía con el vestuario azul y la afición por los sombreros, las perlas y los peinados abombados. Un kistch de «Artificial Kingdom» en clave de sátira.
Caricatura de dientes filosos, tipo teatro del absurdo de «MAD», «Monty Python» y «Saturday Night Live».
La película es una revisión de una memoria fragmentada y esquizofrénica. Carece de redención y curación. Es un síndrome de la época. Espejo para los jerarcas de occidente. Reflejo de la enfermedad del teniente coronel.
No suelo comparar estas pelis con documentales porque al final el cine tiene ciertas licencias que los primeros no tienen. Sin embargo en comparación con otras cintas del estilo se queda muy corta. Empezando por The Queen o Frost/Nixon, en lo particular pienso que una película biográfica debe centrarse bien en un hecho concreto y la reacción del personaje al respecto o profundizar en 3 o 4 hechos importantes. Acá la directora simplemente hace un repaso de la vida de un personaje que tiene que ser mucho más complejo de lo reflejado, sin mencionar que casi no se atreve a formular una opinión al respecto de Thatcher. En fin, una película superficial y sin mucho que rescatar, excepto la actuación de la Streep que desaparece en el personaje.
Yo encontré valioso el retrato crepuscular de la jefa del estado, al borde la muerte.
Buen comentario.
Saludos.
A mí me pareció paradójica la premisa, digamos «performativa», de la película: después de meterte el liberalismo con cucharilla durante más de la mitad de la película, que si el egoísmo es bueno, a la porra los sindicatos flojos y no tengo la más mínima empatía con la gente que sufre, es su culpa; pues de allí, la cinta pasa a pedirte… ¡Que tengas empatía y conmisceración con el propio personaje que tiene horas diciéndote que le sabe a bola los demás!
Supongo es la misma mecánica de la economía contemporánea: liberalicemos todo, hasta que se derrumba la banca: allí sí vale la pena que papá Estado se compre todos los activos tóxicos de Goldman-Sachs.
Saludos
ES IDEA MÍA O A VECES RELLENAN CON PALABRAS RIMBOMBANTES LOS ARTICULOS PARA DENOTAR FALTA DE DISCURSO?