Película arquetípica del cine venezolano contemporáneo. De contenido ambiguo, refugiada en la comodidad del páramo, apartada de las conflictividades de la agenda nacional, desarrollada como una fábula moral para toda la familia, apegada a criterios conservadores de puesta en escena, condicionada por un paternalismo ramplón y contraproducente de lección de autoayuda.
Le funciona al poder aunque el guión amaga con tomar distancia de las cúpulas podridas, de la corrupción de tirios y troyanos, bajo un curioso manto de indeterminación y vaguedad. La costumbre para no herir las susceptibilidades de la plataforma.
Grosso modo, un cine reaccionario, costumbrista y demagógico, con no pocas pretensiones autorales.
Telefilm de talla menor saldado como un chiste incomprensible del conductor de “Bienvenidos” en plan de inverosímil anciano redentor de los simpáticos muchachitos andinos. Especie de proyección cándida, de antropólogo inocente, de su tesis manida de “hagan bien y no miren a quien”. Ya se imaginan el resto con solo ver el trailer.
A la cinta le cuesta un mundo superar los límites argumentales y formales de su avance, cuyo libreto adopta los parámetros infantiles ventilados por piezas de reciente data como “Un Chico que Miente”, “Una Casa con Vista al Mar” y “Patas Arriba”, la única destacable del grupo.
“El Manzano Azul” sería una secuela fallida de la obra maestra de Alejandro García Wiedemann. En parte, la responsabilidad recae sobre el protagonista, Miguel Ángel Landa, quien por desgracia no le llega por los tobillos a Gonzalo Camacho, a pesar de los empeños del antiguo actor fetiche de Román Chalbaud.
Landa nunca salió de su casilla de los setenta, ochenta y noventa. Ahora es difícil moverlo de allí o exigirle un registro distinto al suyo. El largometraje se contenta con recuperarlo para rendirle tributo en vida, mientras los demás integrantes del reparto tampoco logran abandonar su estereotipo, su zona de confort, donde Marisa Román, Albi De Abreu y Rosario Prieto parecen protagonizar un segmento dramático y humorístico de un mensaje de navidad de Venevisión, al calor de bufandas, gorros, ponchos, ruanas y tazas de café. Hasta arrancan a cantar en un par de ocasiones forzadas. Les faltó llamar a Chino y Nacho o a los miembros de Guaco para bailar con ellos.
Todo prolijo y falso como el propio cortometraje de Albi De Abreu transmitido antes del estreno nacional: “Música en el cielo”, trabajo patrocinado por “Miga’s” al punto de colocar las bolsas y los vasos del restaurante de comida rápida en la cocina de la locación.
El emplazamiento de productos en Venezuela siempre es así de brusco, chapucero, injustificado e invasivo. La moda es colocar afiches de Chávez en las paredes de los sets de la Villa. En “Pura Joyitas” era Pepsi y también figuraba Albi, quien retrocede ante el progreso de “Colmillo”, reconocido por nosotros en Chorts 2010.
“Música en el cielo” carece de consistencia, provoca pena ajena y se resuelve como otro cuento de reunificación familiar, donde los niños de una casa tocan el piano con las estrellas del cielo, para levantarle la autoestima a su mamá deprimida(encarnada por una favorita de La Villa).
A su lado, “El Manzano Azul” es como “Up” y “Fresas Salvajes”. Pero no nos caigamos a cobas. Olegario Barrera se emplaza a millas de distancia de la contundencia expresiva de la Pixar y Bergman. En el pasado, la partió con “Pequeña Revancha”, una de las grandes de la historia criolla. Posteriormente, se doblegó al reinado artificial del kistch vernáculo con la prescindible comedia, “Una Abuela Virgen”, vehículo para el lucimiento de Danielita Alvarado. El realizador pactaba con el discurso agotado de la telenovela y el teatro de farándula, con el fin de garantizarse la respuesta del público. Con “Manzano Azul” se reincide en la fórmula de la explotación ombliguista del medio provinciano, a objeto de garantizar el apoyo del status.
El nuevo filón radica en aproximarse a la burocracia con la promesa de narrar un viaje iniciático, de muchachito problemático, condenado a recibir un jalón de orejas y un camino de orientación para su futuro, en la tradición de las postales del calendario manufacturado por los gochos de la ULA.
Por ende, la fotografía corre por cuenta de Cezary Jaworski, en una de sus contribuciones menos esmeradas y felices. Los encuadres son planos y predecibles.
En síntesis, los veteranos encuentran una mina en el yacimiento de los pibes confundidos de la posmodernidad. Los conducen a la montaña y les enseñan a prescindir de la tecnología y la ciencia. Semejante retroceso oscurantista, como de “Canino”, también lo padecimos en “Samuel”, cuyo curandero renegaba de la medicina y fundaba su “Misión Milagro”.
Por fortuna, Miguel Ángel Landa no llega tan lejos. De todos modos, su personaje inculca una visión maniquea e hipócrita sobre el uso de la tecnología. Según su esquema de blanco y negro, el niño debe olvidarse de sus aparatos de cuarta generación, para dedicarse a la lectura, la siembra y la filantropía. ¿Por qué no promulgar una simbiosis entre el entorno rural y la civilización? La idea de “El Manzano Azul” es plantear una batalla, un conflicto binario, destinado a darle la razón a la teoría campestre del protagonista. Irónicamente, la postproducción de la cinta se hizo con equipos de alcance digital. Es el problema de predicar el socialismo utópico con los instrumentos del capitalismo puro y duro.
Hacia el desenlace, los campesinos unidos le plantan cara, con sus picos y palas, al villano de la partida: un propietario unidimensional en clave de potentado con contactos en las altas esferas. Idéntico al rufián de cuello blanco de “Los Muppets” y “El Oso Yogui”, a excepción de su falta de sentido del humor. Él maluco viene con sus tractores a consumar la confiscación del oasis de “El Manzano Azul”, cosechado por las manos de Miguel Ángel Landa. Jamás determinamos si la secuencia es a favor o en contra de las expropiaciones del gobierno.
Los referentes son complicados de descifrar. ¿Es una crítica al estado interventor, a los negociantes de la derecha aliados con los funcionarios del sistema? Quedan interrogantes y preguntas en el aire. “El Manzano Azul” prefiere comunicarse en un lenguaje de señas para evitarse problemas con la censura.
Por fortuna, un par de frases compensan la ausencia de compromiso y la corrección política del grueso del contenido. A su modo y en descargo de “El Manzano Azul”, el personaje principal es un ejemplo de resistencia frente a los embates y las plagas de dos enfermedades criollas: la ignorancia y la arrogancia de los pájaros bravos. Me gusta su legado de promover el amor por la escritura, la vuelta a las bibliotecas y el retorno al origen de las raíces de la periferia, al margen de sus defectos señalados.
Aparte, la participación de los chicos, vale el costo de la entrada. La naturalidad de ver a un niño y decirle “toche” a otro, no tiene precio. Lastimosamente, el balance es negativo por culpa del reparto profesional, la superficialidad de la trama y el tono edulcorado.
Con respecto a la música, la siento apropiada y amoldada al encargo. Sin embargo, el director abusa del recurso y la utiliza desproporcionadamente para subrayar situaciones “simpáticas”.
Sea como sea, distingo de “El Manzano Azul” la voluntad de reconciliarnos con un mundo arcaico y en vías de extinción. La anunciada muerte de Landa es alusiva al respecto(lo machacan desde el inicio, poniéndolo a toser).
Albi lee en “voice over” y nos comenta la conclusión. Un happy ending cantado con locución de comercial de responsabilidad social. Marisa viene con el café(¿Fama de América?), abraza a su marido y describe una sonrisa de oreja a oreja. ¿Es una cuña de seguros? El mercadeo ataca y arropa al cine. Nos encantan los desenlaces bonitos.
Es el pan y circo de la quinta república.
Una cortina para ocultar el desastre.
Salgo del cine y me confronto con el monstruo de una ciudad sola.
Apenas son las nueve de la noche.
A lo mejor le sigo el consejo a Marisa y me voy a vivir al Páramo. Allá me estarán esperando ellos, supongo, con una taza de café y el manzano azul. Las manzanas rojas y podridas, las dejo en Caracas.