SIGNIFICADO Y SENTIDO: LA COMPRENSIÓN DEL MUNDO
POR CARLOS SCHULMAISTER
La comprensión del mundo por cualquiera de las vías de conocimiento posibles tiende a ser cada vez más ilusoria y pobre. La creciente saturación de informaciones, de representaciones e imágenes industrializadas -en circulación y en disponibilidad- reduce y simplifica la realidad no obstante la sobreabundancia de discursos abstrusos, de los cuales no sé si porque no logran ser apropiados no pueden imbricarse en nuevos sentidos para todo aquello en lo que está haciendo falta o si en realidad es al revés.
Particularmente, creo que ambos términos u operaciones -apropiación y construcción de sentidos- son hoy simultáneamente causa y efecto de sí mismos y que existe un generalizado y creciente fenómeno de estrechamiento de la última etapa de la Modernidad, caracterizada por aquel efecto «esponja» de absorción y consumo de discursos múltiples peor polarizados.
Hoy existe un tremendo agotamiento social a ese respecto. Proseguir en la misma línea resulta cada vez más cansador para una humanidad que vive en tensión permanente y asiste y participa de los fracasos y frustraciones más tremendos del siglo XX.
La pérdida de valor de tanto discurso optimista y redentorista de ayer ya no se puede remontar desde la racionalidad ni desde el voluntarismo y la pasión.
La proliferación de discursos académicos novedosos, reductibles a escala molecular, bestsellerizados por el mercado y su inexorable lógica de lucro, inanes para todo bien posible, degrada el producto tanto como la función y la figura misma de por lo menos la mayoría de los intelectuales en circulación.
El resultado, desde la lectura de la sociedad, es el rechazo en todas sus variantes. Los libros -y el audiovisual- se escriben, se publican, se venden corporativamente en grandes cantidades, se fomenta la lectura y hasta se regalan individualmente, pero no son leídos masivamente, incluidos aquéllos de ficción que, a lo sumo, serán más conocidos en versiones adaptadas a otros géneros más vaporosos pero igualmente rentables para sus propietarios.
Y como estos discursos no pueden ser simplificados ni resumidos en razón de la confusión de lenguas que representala actual Babelcultural, el mundo aparece crecientemente incomprensible. Lo que sí se reduce y simplifica es el conocimiento de la realidad, como dije al comienzo, no los discursos sobre ella. Éstos se han convertido en fines en sí mismos por su condición de canteras o yacimientos para la industria de la educación y la cultura de mercado, la cual no posee fines fuera de sí misma dada su circularidad.
En la oferta, es decir, en las obras, el exceso de erudición, de aparato formal, de tics a la moda, y especialmente el culteranismo expresivo cada día más alienado, producen tal grado de esoterismo lingüístico que clausura de hecho la posibilidad del conocimiento de la verdad más verdadera.
La saturación del mercado es tan grande, que anula las posibilidades del diálogo y del debate de ideas, salvo entre los socios de los clubes de siempre, esos que sólo se leen entre ellos al ser recíprocos productores y consumidores de sus contenidos simbólicos. Fuera de ese circuito, tales productos son percibidos como infinitos monólogos, a cuál más exótico.
La ampliación del mercado global consolida las actuales formas de producción de contenidos simbólicos, otorgando legitimidad y prestigio a quienes optan por desenvolverse de acuerdo con las reglas del juego. Esto no es nuevo, por cierto, pero hoy se produce en un marco de hipocresía increíblemente desenfrenada y alejada abismalmente de aquella declamada ética del compromiso de los intelectuales en el siglo pasado.
Si bien ya no sirve hablar de los clásicos extremos ideológicos en términos de significación pues no se corresponden con la realidad, ¡qué duda cabe de que el «pensamiento políticamente correcto» no es el del sistema capitalista sino el de una caricatura sincrética del infantilismo universal de izquierda de todos los tiempos y lugares, eso cuya esencia son siempre el autoritarismo y el totalitarismo, sin importar si las propuestas programáticas incluyen ateísmo o fundamentalismo religioso, sufragio universal o partido único, materialismo o idealismo, puesto que se vende mediante la parodia estética y desde el poder se revela como la esencia de todas las derechas de la historia!
Con esas características, no obstante el éxito de mercado obtenido por esta tendencia, el resultado ha sido una creciente ausencia de compromiso con la verdad, incluida en ella la ética, lo cual a su vez ha redundado en el desprestigio y la desvalorización de las palabras y de los actos de habla de los intelectuales, teóricamente obligados a pensar en representación de aquellos que tácita e irresponsablemente les «delegaron» tal cometido en las décadas calientes del siglo pasado.
Antes de la globalización, el pasado se recibía verticalmente junto con la imagen debida y el correspondiente Nihil obstat de los dueños de todas las cosas del presente, del pasado ¡y del futuro! y uno podía optar entre comprar cada vez las figuritas correspondientes para pegar en el cuaderno único de la vida o bien, reduciendo costos, conseguirse una suerte de Simulcoop para usarlo siempre con igual resultado, fijando indeleblemente los significados oficiales.
En cambio hoy el sistema mundial provee a los consumidores universales, desde la cuna al ataúd, de nuevos espejitos de colores y sonajeros, de nuevos tachín-tachín contra el escepticismo y la angustia.
Así contamos con la posibilidad de múltiples pasados con sus respectivas imágenes que terminan siendo mercantilizados igual que antes pero, a diferencia de entonces, cada uno de los consumidores universales actuales posee un gran consuelo «democrático», anticipo de futuros narcóticos mucho más increíbles: si la realidad nos lastima, nos duele o nos indigna directa o indirectamente, le hacemos un lifting, le aplicamos un Photoshop a la medida de los deseos de cada uno: el superindividualismo, el agotado relativismo cultural y la caja de Pandora de la new age, convalidados, legitimados y recontralegalizados por el sistema (incluso a niveles «universitarios») ya que representan el súmmum de la sofisticación mercantilizadora. Así, pues, cada uno puede transformar virtualmente la realidad sin necesidad de salir de su acogedora cápsula.