Una de las actividades que me puse como meta, para superar el trauma del accidente y sus penosas consecuencias, fue la recuperación del carro que me había entregado con tanto amor mi padre. Esa pieza de noble y robusta mecánica no merecía tal muerte, oxidándose lentamente en un barranco de la sierra nevada. Junto con mis compañeros de estudio ideé un plan de rescate, que involucró cálculos, cadenas, tractores, y mucho sudor. En resumen, en un par de meses ya tenía al Bel Air en los galpones de la escuela de ingeniería mecánica, presto para ser restaurado. Los más finos estudiantes de esa carrera se dieron banquete en tal labor; fue como una especie de pasantía para ellos. Yo ayudé también, por supuesto, en la medida de mis escasas posibilidades (me pusieron a hacer lo más fastidioso pero menos detallista, lijar). Tragué bastante polvo, pero con la satisfacción y el orgullo de estar recuperando más que un objeto un legado familiar, y tras unas 6 semanas de trabajo ininterrumpido, que felizmente coincidieron con las vacaciones de agosto, ya el para entonces célebre vehículo hizo su primer recorrido, solemne y pomposo, por las callejuelas de la ciudad. Por supuesto conmigo al volante, y Hamlet como orgulloso copiloto, asomado a la ventanilla con un porte majestuoso que inspiraba respeto.
Ya tenía ruedas, otra vez, y decidí utilizarlas para hacer un poco de acción social. La vida en los pueblos del páramo es muy dura, y sus habitantes siempre agradecen cualquier ayuda que se les pueda proporcionar. Organicé una red de suministros, motorizada a través de mi recuperada máquina, a la cual dedicaba casi todos los fines de semana. Tuve que convencer a algunos comerciantes y agricultores de la zona para que destinaran parte de sus mercancías para los habitantes menos afortunados del estado; a cambio, les hacía publicidad anunciando sus nombres comerciales en carteles colgados de las puertas del Bel Air, al que convertí en una valla ambulante. Así recorría los pueblos: al principio me miraban raro, un melenudo flaco acompañado por un perro que llegaba de la nada con cestas de víveres, pero poco a poco fui venciendo su hostilidad natural y fueron acostumbrándose a mi presencia. Mi fin último era llevarle alimento espiritual, a través de la pasión que aún sentía por la literatura, pero sabía que no podía hacerlo desde un principio, sino que debía entrarles por sus necesidades más básicas para, una vez ganada su confianza, inculcarles el gusto por la lectura. Pero no se me hizo tan fácil como me había prefigurado, así que tuve que recurrir a un pequeño chantaje: para recibir los víveres, debían primero escuchar una lectura escogida de algún libro clásico. Al principio fue un total y absoluto fiasco, pero con perseverancia logré captar a algunos fieles, quienes se congregaban a mi lado a escuchar las aventuras de los tres mosqueteros, o ese dramón social de JeanValjean en Los Miserables, lecturas a las que trataba de inyectarle matices dramáticos para moverle las emociones a mis escuchas. Poco a poco me fui volviendo una especie de celebridad, y los sábados mi llegada era esperada por una bandada de rapaces, sucios y desaliñados, que aguardaban por la continuación de la historia que había dejado a propósito en un punto emocionante. A los niños se le unía uno que otro adulto, quien con fingido desinterés apuntaba la oreja hacia mi voz, sorbiendo con ansiedad las palabras que iba leyendo. Una vez culminado el capítulo del día, procedía a distribuir las viandas entre los que se habían quedado a escuchar mi lectura.
Dicen que letra con sangre entra; en mi caso, la letra entró por las buenas, con una recompensa material al final. No quiero hacer alardes de samaritano, sin embargo. Todo eso no lo hacía desinteresadamente, sino que me lo había impuesto por una necesidad tal vez algo ruin y egoísta: quería ser reconocido, y tal vez necesitado por aquella gente. El sentirme agasajado y celebrado inflaba mi ego, y empecé a portarme de manera distinta a la habitual. Hamlet se dio cuenta de mi cambio, y me echaba miradas recriminatorias cuando regresaba, henchido de orgullo, de alguna de esas visitas, en las cuales me habían rendido pleitesía y obsequiado con los mejores destilados de sus pobres alambiques.
Entre el estudio y esa actividad de los fines de semana se me iba pasando el tiempo, y ya estaba cursando el penúltimo semestre de la carrera. Solamente un año me separaba del final de esa etapa tan acidentada de mi vida. Estaba en pleno anteproyecto de tesis cuando llegó a la pensión en donde vivía desde mi llegada un telegrama que me anunciaba una noticia terrible, que iba a torcerme el destino una vez más: mi padre había sufrido un infarto.