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Caracas Ciudad de Despedidas Chatas

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Puedo ver la escena con claridad: un grupo de panas veinteañeros se reúnen en una de sus casas, el audiovisual del grupo le dice al periodista «marico la vaina está JO-DI-DA, me quiero ir pa’l coño»  otro escucha y dice «¿Y si hacemos un documental de esto? Marico es que todo el mundo se está yendo ¿sabes?». Días más tarde, luego de horas de entrevistas con los amigos y otras tantas frente al Final Cut haciendo uso de toda la estética de videos musicales alternativos, finalmente los chicos tienen un producto terminado.

Yo me quería ir de Venezuela antes que todos se quisieran ir

Y así, con la misma ¿ingenuidad? lo cuelgan en youtube donde en cuestión de horas se hace viral, en el video se ven, ya no como ellos quisieran, sino como un grupito de «sifrinitos» dando razones tontas de por qué se quieren ir y explicando su punto de vista como mejor pueden, imaginando que emigrar es igual que estar de vacaciones con cupo cadivi. El producto final resulta hasta ofensivo, poco contenido y mucha vanidad. La respuesta en las redes sociales es unánimemente negativa y burlesca con toda razón.

Sin embargo, detrás de todo el mandibuleo y el «me iría demasiado» hay una realidad a la que no queremos dar la cara; Venezuela no ofrece a sus jóvenes ni un presente ni un futuro viable, ofrece más penurias y que todo vaya a peor antes de ir mejor.  Hablar de porvenir en un país donde se depende de la salud de una sola persona es casi tan ingenuo como los testimonios de estos chicos.

Lo más fácil es caerles encima, burlarse de ellos, sacar el resentido interno y llamarlos sifrinos, hijitos de papá y mamá, alienados, es decir, echar mano del léxico psuvista para sacar a pasear al Chávez que habita en nosotros, darse golpes de pecho los que se quedaron «porque nosotros SÍ queremos a Venezuela» y los que se fueron gritar que «afuera lo que se hace es pasar roncha, ¡no banalicen!».

Por eso voy a intentar rescatar algunos aspectos que me parecieron relevantes de la  producción. Lo primero es que no necesariamente son todos mil millonarios, es probable que el de la cámara lo sea y que el resto sean clase media alta, lo que sí es seguro es que estos chamos si tienen veinte como dicen quiere decir que desde antes de acabar la primaria ya estaba el problema Chávez con sus respectivas coletillas de aumento de la inseguridad, violencia, etc. Han vivido encerrados, del colegio a la casa al mall, distinta a mi crianza donde se podía ir a pasear al centro o a Sabana Grande. No han conocido otra realidad en el país que la del miedo y si han salido del país han visto que en otros sitios la vida es otra.

Durante el paro del 2002 yo tenía veinte años y recuerdo quejarme hasta la muerte porque no estrenaban Las Dos Torres porque los cines estaban cerrados, quién sabe de cuántas más tonterías me habré quejado mientras hacía la cola para echar gasolina o salía a protestar contra el gobierno. Quizá la diferencia entre mi versión de esa época y de los nuevos veinteañeros es que yo tenía esperanza en que todo el problema fuera pasajero y ellos probablemente no y es lo triste. Esa es la edad perfecta para ser frívolo, para ser idealista, para creer en un mundo mejor y no para ser pisoteado una y otra vez por un Estado que te odia ni para vivir en un ghetto clase media ni de que te maten a un amigo o tengas que donar sangre para el familiar que balearon saliendo de su casa. Ojalá pudieran agarrar más calle, ojalá no tuviesen que escapar a la frivolidad.

Si de algo me sirvió haber visto el «documental» es para enfrentar mi propio proceso migratorio y las razones que me llevaron a ello. No hay cifras oficiales que nos digan cuántos venezolanos hemos emigrado, algunos dicen un millón, otros son menos fatalistas, lo cierto del caso es que dudo que en el último siglo haya habido otra época donde estuviesen tantos venezolanos viviendo fuera del país

Pero este tema no tiene debate, si en algo concuerdan chavistas y opositores es que el que se va no importa, importa el que viene o el que se queda, signifique eso lo que signifique. Se zanja la discusión diciendo que abandonamos el país o que somos cobardes o que somos pitiyanquis o cualquier otro insulto imaginable. Los que se quedan te hablan muchas veces desde la superioridad moral que da estar «trabajando para sacar el país adelante». Y los que se van para contraatacar, como si fuéramos enemigos, acusan a los otros de ser conformistas, de no querer progresar o simplemente de estar locos.  Como si de alguna forma emigrar o no fuese un mérito en sí mismo.

De esa forma nadie se sienta a pensar que estamos perdiendo gente, la mayoría profesionales que serían la generación de relevo del país. Nadie piensa en el drama de la despedida en el aeropuerto ni de la abuela que vive sola en un apartamento demasiado grande para ella ni de los padres que se dejaron la vida en sacar adelante a sus hijos para que ahora se vayan a estar lejos de ellos. Ni de lo duro que es meter tu vida en una maleta, dejarlo todo por un futuro que sabes no tendrás si te quedas.

Decir que me fui por una sola razón sería mentira, quizá fue el tipo que me ofreció matarme en un semáforo porque no pasé con la luz roja cuando no venía nadie, quizá fue cuando Chávez propuso el referendo para reelegirse hasta el final de los tiempos o quizá fue el día que perdí la esperanza, cuando ya no veía posible que la situación mejorara, cuando me levanté un día y me di cuenta que el país en el que crecí cada vez existe menos,  que cambiaron la bandera, el nombre del país y de la moneda, cuando me dejó parecer graciosa la picardía criolla y la viveza se me transformó en abuso o a lo mejor fue el día que di tres vueltas a la cuadra antes de entrar al edificio por miedo que me estuvieran siguiendo o el día que me acosté sin pasarle llave a la puerta y no pude dormir.

Y a lo mejor todas esas cosas son tonterías pero son parte del cúmulo de razones que me llevaron a querer darme un respiro del país, a ver todo desde la distancia, dejar el país como quién deja a una pareja problemática. Entender que la estabilidad económica no lo es todo y que las cosas que más extrañaría del país no son un logro nuestro, como mi familia o el Ávila o las playas, todos accidentes geográficos.

Todavía celebro los goles de la vinotinto o cuando los Leones ganan, no pasa un día que no lea las noticias de Venezuela y cuando veo la planicie eterna de Madrid me hace falta subir la vista y ver el Ávila ahí, impasible, cuidándonos. Pero por ahora no ha pasado tanto tiempo ni nada que me haga pensar que todo va a estar mejor, aunque me duela admitirlo.  Por ahora me conformo en finalmente aparecer en el CNE para votar por acá y poner aunque sea ese granito de arena. Si notan que casi no hablo de la familia y los amigos es porque no se me hace fácil.

 

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