El primer intento de controlar y regular los intercambios de contenidos fue un esbozo de ley llamado «ley de creación e Internet» que luego devino en la famosa ley Hadopi (año 2009). Ley precámbrica en lo que a la red se refiere, estaba orientada a rastrear e identificar a las personas que intercambiaban ficheros protegidos por derecho de autor a través de sistemas como E-mule y Torrent. Sí, leyeron bien: si algún cavernícola seguía utilizando E-mule en el 2009 (por qué no Napster, ya que estamos), su información podía ser transmitida a las autoridades. Luego se enviaban dos advertencias: la primera por correo electrónico («usted ha sido detectado intercambiando archivos, queda advertido, etc.»), la segunda por correo físico («esta es la segunda advertencia, blablabla») y, si el recidivo insistía una tercera vez en seguir descargando contenidos utilizando exactamente los mismos métodos que le valieron dos advertencias, se le cortaba la conexión a la red.
Desde un punto de vista social, esto no reguló absolutamente nada. Sistemas como GrabIt o páginas de intercambio de archivos comprimidos (amén de la utilización de programas como Tor) estaban a años luz de la legislación geriátrica de Sarkozy. Incluso los franceses que siguieron utilizando plataformas como Vuze simplemente elaboraron una apuesta de Pascal, versión 2.0: seguían descargando torrents y se prometían detenerse cuando recibieran el primer correo electrónico de advertencia. Como no conozco a nadie que conozca a alguien que haya recibido siquiera la advertencia (menos, que le hayan cortado el servicio), podemos decir que la sociedad, en general, hizo caso omiso del esperpento jurídico.
Peor aún fue el resultado desde un punto de vista legal. En junio del 2011, la Comisión Nacional de la Informática y de la Libertad a la Información (CNIL) sonó la alarma sobre las prácticas de recolección de información. El organismo congeló las actividades de la empresa encargada de reunir datos sobre los infractores ya que estimó que había abusos e intromisión en la vida privada y, sobre todo, que los datos eran almacenados más allá del tiempo estipulado por la ley. También constataron fallas de seguridad que permitirían a cualquier pirata informático (¡Aargh!) acceder a la base de datos.
Sin embargo, en el 2011, Sarkozy, a través de su ministro del Interior, promulgó la ley Loppsi, que contiene una regulación específica sobre la «ciber pedo-pornografía». Esta ley, rechazada violentamente por la sociedad civil, también contiene incisos sobre la vigilancia por video en sitios públicos. Prevé aumentar el número de cámaras en Francia a 60 mil y dotar a la policía de los medios necesarios para utilizarlas. En el 2012, el presupuesto destinado a esta ley es de 657 millones de euros.
Al ratificar todas estas leyes y al firmar de manera entusiasta la ley ACTA, Francia se convirtió en uno de los países con mayor número de controles a la actividad cibernética. No contento con esto, Nicolás Sarkozy ha propuesto, en caso de ser reelegido, una nueva ley Hadopi que regularía la reproducción de películas en línea (streaming) y este año, luego de la masacre de Toulouse, propuso espiar a las personas que visitan ciertas páginas. Los usuarios que acceden a sitios con contenidos fundamentalistas religiosos (a quién quieren engañar: estamos hablando de los islámicos solamente), racistas o discriminatorios, serían fichados por la policía de manera automática (a menos qué, claro está, utilicen cualquiera de los no menos de cinco métodos para evitar ser rastreado).
Por otro lado, la política de Sarkozy, orientada a combatir lo que él estima una hipertrofia estadal, se ha orientado al recorte presupuestario y la desaparición de servicios públicos. Reducción de profesores y maestros de escuela básica, enfermeras y parteras en los hospitales, y policías a nivel nacional, han sido los puntos estratégicos de su gestión. De esta manera, la cantidad de policías fue reducida en el 2010 a niveles del año 2002 (144 mil); se planea eliminar 3 mil puestos más en el 2012.
Sucede lo contrario con la recolección de expedientes: dado que leyes como Hadopi y Loppsi envían información de manera casi automática a la policía, el número de expedientes explotó bajo el gobierno de Sarkozy. La policía tiene ahora 122% de archivos más que en el 2006.
Todo esto puede resumirse en una mayor recolección de datos (a veces con prácticas de una legalidad cuestionable), una menor cantidad de funcionarios para procesarlos, un aumento en la vigilancia por cámaras de los espacios públicos y una estricta supervisión de los sitios web visitados.
¿Puede justificarse esta política agresiva con los resultados? ¿Vale la pena hacer caso omiso de los grupos que defienden la libertad individual y se quejan de los atentados a la privacidad?
En abril de este año, un análisis publicado por un organismo independiente arroja cifras reveladoras (aunque poco sorprendentes). Como era de esperarse, el estudio afirma que los usuarios franceses han emigrado a sitios de visionado en línea (streaming) e intercambio de ficheros. Al momento de cerrar megaupload, los franceses representaban 10% de sus usuarios.
Esto significa que megaupload habría generado 2,6 millones de euros al año en Francia, gracias a la publicidad y a las cuentas Premium. El informe también afirma que la descarga ilegal de contenidos protegidos por derecho de autor está «reorganizándose, en vez de ir en retroceso«.
No sorprenderá a muchos entonces aprender que las leyes francesas para controlar los intercambios de contenidos en la red han sido un franco y rotundo fracaso. No han afectado ni las prácticas individuales, ni el cobro de réditos para los artistas. Han sido costosos esperpentos legales que han reducido la libertad y atacado la vida privada de los ciudadanos. Es lo que suele suceder, previsiblemente, cuando se intenta legislar algo sin entenderlo ni analizarlo, simplemente valiéndose de toda la fuerza de coerción del Estado para tratar de imponer unilateralmente prácticas individuales a toda la población.
Que los contenidos y las obras deban aún encontrar su nicho en la red para remunerar a sus creadores es una realidad a la que pocos nos oponemos. Sin embargo, la experiencia francesa nos muestra que no es con leyes de épocas pasadas que regularemos prácticas contemporáneas, y nos deja un amargo sabor de boca al ver nuestras libertades coartadas en pro de un proyecto fallido, anacrónico, errado y disfuncional. Ojalá sirva de ejemplo a otros países.