Gracias a ese telegrama pude constatar de nuevo el poder de la palabra escrita. A partir de la lectura de esas cortas frases, escritas con imprecisos trazos tipográficos sobre el papel membreteado de la compañía de teléfonos y telégrafos, comenzó una nueva etapa en mi existencia. Desanduve el camino recorrido unos cuatro años atrás, en el mismo vehículo y con uno de los compañeros de viaje, en una alocada carrera que tenía como propósito llegar a tiempo para ver al otro aún con vida. Por mi parte, ya no era el mismo muchachito imberbe que transitaba por primera vez los largos caminos de la patria; en ese momento contaba con un bagaje de experiencias, enseñanzas y aprendizajes, recolectados a fuerza de grandes errores y pequeños aciertos, que me permitirían en adelante poner las cosas en una perspectiva más correcta.
Habíamos hecho un buen trabajo en la reconstrucción del Bel Air; se tragaba los kilómetros sin dar muestras de fatiga y sin síntomas de recalentamiento. Puede sonar como una tontería, pero el carro parecía contento al poder rodar, el motor girando a todas las revoluciones de las cuales era capaz, por las interminables rectas que atraviesan el país. La angustia, y cierto sentido de culpa, obligaban a mi pie a presionar el pedal del acelerador sin cesar, tal era la urgencia de llegar antes de que fuera demasiado tarde. Los paisajes desfilaban infinitos a nuestro lado, sin que tuviéramos chance de apreciarlos. Toda mi atención estaba puesta en la carretera; no podía darme el lujo de distraerme, hubiera resultado fatal. Hamlet, esta vez en el asiento del copiloto, no parecía particularmente entusiasmado por el viaje. Se pasó la mayor parte del tiempo dormido, salvo en las dos o tres paradas que realicé para reponer combustible, usar los sanitarios y telefonear a casa para tener noticias frescas sobre la evolución de mi padre.
Por fin llegamos a la gran ciudad en donde había abierto por primera vez los ojos a la vida. Y sí, me pareció grande, imponente, toda una metrópoli, puesta al lado de la provinciana y adusta ciudad de montaña de donde venía, y en la cual dejaba cuatro años de vivencias. Ahora Hamlet sí estaba bien despierto, y parecía excitado por el fermento de la urbe: el corneteo, el tráfico inmóvil en algunos tramos, los gritos de los conductores lo exaltaban, y asomado a la ventanilla se unió con sus ladridos al estruendoso coro capitalino, como demostración de júbilo. Parecía querer decir que estaba de vuelta a la ciudad que le pertenecía por nacimiento y por derecho propio.
Las percepciones son engañosas: cuando uno llega al peaje final de la autopista piensa que su viaje ha terminado; sin embargo, desde ese punto hasta mi hogar había una gran distancia, medible en tiempo y no en kilómetros. Estaba a punto de desesperarme, al verme trancado dentro de la marea de vehículos que simulaban una enorme y sinuosa serpiente reptante por la vía, pero todo en la vida pasa, y cuando fue el momento me encontré estacionando el Bel Air frente a mi casa.
Sin preocuparme por cerrar el carro corrí al interior de la vivienda. En la planta baja se encontraban algunos familiares a los cuales apenas saludé, puesto que mi intención era llegar a la habitación en donde reposaba mi padre. Subí los dos tramos de escaleras como una exhalación, y penetré al cuarto. El viejo estaba dormido, pequeño, como encogido, en medio de la gran cama matrimonial. Su brazo estaba unido por una canilla plástica a la botella de suero. De su pecho salían tres cables conectados a un aparato destinado a monitorear su frecuencia cardíaca. Respiraba afanosamente, a pesar de estar sedado. A su lado, en una silla, mi madre cabeceaba: era evidente que desde el episodio estuvo instalada allí, casi sin dormir. Sin decir palabra alguna la abracé y la besé como no lo hacía desde niño, y algunas lágrimas aparecieron tímidas en mis ojos. Las emociones reprimidas durante el viaje se desparramaron en ese instante, y no sentí vergüenza alguna de ello.
Cuando pude recobrar la compostura, mi madre me puso al tanto sobre la situación real de mi papá. Hacía algún tiempo había empezado a demostrar los síntomas propios de una disfunción del corazón: frecuentes dolores en el pecho, palpitaciones, sudoraciones repentinas lo hicieron acudir el médico, el cual le diagnosticó una angina de pecho. Pensé en reclamarle a mi madre por no haberme informado con anterioridad, pero enseguida reflexioné sobre mis circunstancias y comprendí que no tenía derecho alguno a hacerlo. Lo cierto es que para lidiar con esa condición le impusieron una férrea dieta y una serie de restricciones, como la prohibición de fumar y de ingerir bebidas alcohólicas. Pero el viejo siempre fue proclive a esos placeres, y era un gran fumador; tampoco se privaba de tomarse unos cuantos whiskies como remate a las agotadoras sesiones de trabajo a las que se sometía diariamente. En suma, no siguió los consejos del médico, limitándose a acatar el tratamiento farmacéutico. Eso no fue suficiente, y el infarto llegó puntual. En ese momento se encontraba al filo de la muerte. Las próximas 72 horas serían cruciales.