Pa´ Que Respete

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Bahareko
Desde allí observó en el interior de la casa un chinchorro que lucía demasiado abultado para estar ocupada por una sola persona.

Agustín Linares, -El Coronel-. Había aparecido hacía mucho tiempo en un caserío situado en el punto donde convergen las imprecisas fronteras de los estados Barinas, Cojedes y Portuguesa. El nombre actual de este sitio es Arismendi, aunque en ese entonces sus pobladores no se pusieran de acuerdo si llamarlo: San Antonio, San Jaime o muchas veces también Ave María Sanchera, en honor a un hato ganadero de gran extensión situado más al oeste, propiedad de la familia Sánchez.
El motivo de tanta variación en los nombres, se debía a las constantes destrucciones y reconstrucciones, sufridas a consecuencia de tantas guerras que azotaron la zona durante el siglo XIX y principios del XX. Al parecer Agustín llegó allí en una de esas escaramuzas, procedente del norte de la república.
A lo largo del tiempo, había logrado cierta posición económica y social, gracias a la venta del ganado y de otros productos agropecuarios, explotados en distintas propiedades cercanas a la zona. Se casó con una muchacha del pueblo y habían procreado 3 hijos varones hasta ese momento.
Un hombre de negocios en esa época, debía trasladarse de una hacienda a otra, durante varios días a lomo de caballo, llegando a la casa principal de las mismas, donde era recibido con una buena ración de sopa de gallina o carne salada.
Magdalena era una mujer diez años mayor que Agustín. Había comenzado a trabajar en la casa de la hacienda “El Palital” lavando la ropa del Coronel y otros oficios. Sucedió que un día ya lejano, había ido a entregarle la ropa y le sorprendió un chubasco tan fuerte que no cesó hasta pasada la medianoche; tiempo suficiente para que el Coronel le demostrara que la soledad, la humedad y el sonido de la lluvia son el complemento perfecto para los amores espontáneos.
Era la amante perfecta: Atenta, discreta y complaciente, poco a poco se fue ganando la confianza del Coronel Agustín; hombre más bien reservado y malicioso, que conservaba ese rasgo distintivo de la personalidad del indio, al mismo tiempo exacerbado por sus correrías de guerrillas y emboscadas en tiempos de revolución. Pero con ella todo fue diferente, el se fue abriendo, hasta lograr ser sincero con una mujer por primera vez en su vida.
Nada en el mundo habría evitado la terrible decepción y la sensación de engaño que sintió después de la conversación sostenida en la plaza de Arismendi con su compadre Eloy Martínez esa tarde del domingo después de Misa de doce.
-Cuídese del amigo Sebastiano Reyes, que le está comiendo el maíz saltiao-. Le espetó sin más después del apretón de manos.
-¿Cómo se le ocurre hablar así de mi compadre de sacramento?-. Respondió casi sin pensar el Coronel.
-No me atrevería sin razón y usted lo sabe; hace dos semanas entré en terrenos del Palital, como a eso de las seis de la tarde buscando una potrilla que se que se separó del atajo, cuando divisé al zaino de Sebastiano amarrado fuera de la casa de bahareque. Y le digo que no salió de allí hasta justo antes de amanecer-.
-No le creo; váyase ahora y no hable más, si no quiere que lave el nombre y el honor de mi compadre Sebastiano con una bala de revolver.-
El hombre decepcionado en su afán por alertar al amigo, se marchó de allí, pero el Coronel empezó a tejer su venganza desde ese preciso momento.
Comenzó por decir que tendría que ir próximamente por los lados de Flor Amarilla ya que había cierta cantidad de ganado que se encontraba pastando en una zona muy inaccesible en tiempo de invierno y ante la proximidad de las lluvias convendría ir a buscarlo cuanto antes, ya que de esperar unas pocas semanas más, sencillamente quedaría aislado. Para esta expedición necesitaría cierto bastimento aparte del básico y precisamente la pulpería del pueblo sería un buen lugar para echar a rodar la especie, ya que era el lugar de reunión de todo aquel que debiera comprar desde aperos hasta plantas medicinales, así como alimentos frescos o salados, allí volvió varias veces hasta completar todo lo necesario para la travesía.
Luego de salir de la pulpería pasaba un rato por el botiquín que quedaba al otro lado de la única calle del pueblo, para tomarse un trago de alguna bebida espirituosa y poder saludar a todo aquel que hubiese quedado sin información. Fue solo cuestión de tiempo para que todo el que viera al Coronel le preguntara por algún detalle del viaje, que poco a poco se acercaba a la fecha de realización.
Desde Arismendi hasta Flor Amarilla hay treinta kilómetros de sabana, cruzada por unos cuarenta y cinco raudales de ríos y quebradas. Una trocha que trataba de bordear lo mejor posible las lagunas Santa Amelia, Los Cachitos y La Clinuda era la única vía de comunicación entre esos dos mundos perdidos. Razón por la cual un hombre a caballo podía tardar aproximadamente 3 días en cubrir la ruta.
Cuando llegó el día de la partida, el Coronel Agustín se montó en su caballo castaño y se despidió de familia y amigos -incluido el compadre Sebastiano- quienes desde la plaza agitaban la mano a primera hora de la mañana.
Le tomó alrededor de 5 horas llegar hasta el sitio conocido como “La Mata Redonda”, la primera parada con abundante vegetación, especial para ocultarse del fiero sol del mediodía y de cualquier curioso que pudiese arruinar su plan. Estuvo estacionado allí hasta anochecer -cuando reinició la marcha, pero ahora con una dirección distinta-. En realidad, de noche, el Llano es otro mundo, en la inmensa oscuridad, solo el llanero veterano sabe guiarse valiéndose de las estrellas y su agudo sentido de la orientación, un guerrillero y viejo ladrón de ganado como era El Coronel no tendría absolutamente ningún problema para llegar hasta El Palital.
Poco después de la medianoche, ya había amarrado el caballo en una ceiba situada a quinientos metros de la casa de bahareque, sigilosamente completó a pie el trayecto que culmina en el patio trasero, muy cerca del corral de las gallinas. Desde allí observó en el interior de la casa un chinchorro que lucía demasiado abultado para estar ocupada por una sola persona, y al permanecer observando más detenidamente logró distinguir en el suelo la silueta del sombrero “Borsalino” que siempre adornó la cabeza de su compadre Sebastiano, que reposaba junto con el resto de la ropa.
Esa última visión logró desestabilizarlo un poco –era verdad lo que le había dicho su otro compadre Eloy- ahora obviamente dormían Magdalena y su amante después del tórrido encuentro amoroso. “Desgraciada, por poco me enamoro de ti, casi me enamoro de ti” repitió como una letanía para sus adentros, mientras apretaba con fuerza la empuñadura del chaparro.
Ninguno de los dos amantes notó la proximidad del Coronel, hasta que sintieron la descarga de los primeros chaparrazos.
-¡Ay!, ¡Ay!- Hombre y mujer gritaban al unísono mientras Agustín jugaba a la piñata sin pronunciar palabra. Ladraban los perros y cantaba el gallo en la madrugada llanera; Sebastiano alcanzó a ver en el rostro del Coronel, el brillo de la luna que entraba de lleno por la media pared del rancho y se reflejaba en el sudor de su frente.
Jamás olvidaría esa expresión de rabia y de autoridad que nunca había deseado ver de frente, puesto que el compadre Sebastiano, viejo compañero de correrías del Coronel, siempre permaneció en la retaguardia. Mientras Agustín hacía el trabajo sucio de atacar al enemigo en primera fila, el aguardaba junto a los demás peones por si habían enemigos ocultos. Pero esta vez le tocó, a él ser el apaleado. Trató de taparse la cabeza pero fue demasiado tarde, un chaparrazo a nivel del occipital lo dejo inconsciente.
Sin perder el tiempo, Agustín se cercioró que ambos estuviesen vivos antes de emprender su huida. Desató el zaino de Sebastiano y cabalgo en él hasta donde estaba su propia montura; allí le quitó la silla y el bozal, y dándole una palmada en el anca, lo liberó para siempre.
A lomos de su castaño anduvo lo que quedaba de noche, hasta llegar de nuevo a La Mata Redonda, dio de beber a su caballo y durmió hasta las nueve de la mañana, cuando emprendió de nuevo la ruta en dirección a Flor Amarilla, adonde llegó sin contratiempo en el lapso acostumbrado.
De regreso a Arismendi, el Coronel se hizo acompañar de cuatro de sus peones de mayor confianza bajo la excusa de querer premiarlos, a ellos y al resto con aperos nuevos que podrían comprar en la pulpería.
No hubo terminado de bajarse del caballo, cuando escucho la voz de Juancho –el mensajero de la jefatura civil- que le anunciaba una citación a dicho despacho, a primera hora del día siguiente. No quiso preguntar el motivo por dos razones, la primera: Ya sabía que Sebastiano intentaría el desesperado y torpe recurso de la legalidad rural como venganza; la segunda: Sabía también que su compadre Eloy Martínez –el Jefe Civil- no se perdería por nada el gusto de ver a los dos integrantes del triangulo amoroso rindiendo cuentas ante la “justicia” que él impartía en aquel pueblo.
El primero en llegar a la jefatura fue Agustín, como siempre puntual. Vestía un impecable traje de lino blanco, corbata de seda negra, sombrero de Panamá y botines de charol perfectamente lustrados, muy cordial como siempre saludo a los presentes y se sentó frente a la puerta.
Pasados quince minutos, entró el compadre Sebastiano, con un vendaje alrededor de la cabeza, cabestrillo de paño blanco en el brazo izquierdo; caminaba lentamente apoyado en un bastón.
-¿Qué hubo compadre? ¿Qué le pasó?- Con la ironía a flor de piel preguntó El Coronel, quien luego de tenderle la mano y ayudarlo a sentar a su lado siguió con el estudiado monólogo. –Cuénteme, Seguro otra caída del caballo, recuérdese compa que ya no estamos en edad de parrandear como cuando éramos mozos, ya no se puede ni andar borracho por ahí, cada día aumentan los peligros, los ladrones están de cuarta a cuarta… ¿cómo está la comadre Filomena? Hace tiempo que no nos reunimos…-
No hubo respuesta de su contraparte, ni siquiera quiso mirarlo a los ojos, solo permanecía allí como ausente, esperando al jefe civil y tratando de contener todo un huracán de emociones.
Al fin llegó la hora y el policía que custodiaba el despacho, mandó a llamar a los dos implicados. Agustín fingió sorpresa al escuchar las acusaciones, que según el compadre Eloy había formulado Sebastiano el día anterior.
-¿Qué yo le hice eso, compadre? ¡Pero si usted es mi amigo, mi compañero de armas, la persona en que yo más he confiado en este mundo, después de mi santa madre, que Dios la tenga en la gloria! -Exclamó al mismo tiempo que se santiguaba. –Además, yo estuve de travesía por más de dos semanas, e inclusive usted me despidió en la plaza junto a mi familia.
-Si es verdad compadre, debo estar confundido. –Alcanzó a decir Sebastiano, mientras trataba de secar una lágrima con su pañuelo.
-¿Entonces significa que el Sr. Sebastiano quiere retirar la denuncia? Interrogó el jefe civil.
-Eso es correcto señor.
-Entonces no se hable más, ambos se pueden retirar sin cargos, y recuerden que la prudencia y el respeto por todo lo ajeno es la mejor garantía para conservar la paz que siempre ha reinado en este pueblo.
A la semana siguiente, cuando el Coronel volvió a El Palital, encontró en la casa a una joven que se identificó como la nueva ayudante –a la orden, para lo que se le ofrezca –mientras que de Magdalena no se volvió a saber jamás.

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