No quedaba otra opción más que esperar. Aguardar al lado del lecho del enfermo, vigilar su respiración, ojear de vez en cuando el monitor cardíaco. Esperar las visitas diarias del médico, quien después de examinar al paciente nos daba un breve parte, que nunca fue optimista. El pronóstico era malo, el doctor no nos daba muchas esperanzas: el músculo cardíaco de mi padre estaba lesionado de forma severa, y en esos momentos era poco lo que la ciencia médica podía hacer. Nos recomendó tratar de darle la mejor calidad de vida posible, de no excitarlo y no hacerlo conversar en demasía. Esa recomendación sobraba, ya que mi padre nunca fue de hablar mucho. Decía lo necesario, no se explayaba sin necesidad.
Pero yo sentía la urgencia de establecer comunicación con él antes de que fuera demasiado tarde. Me puse a pensar que en muy pocas ocasiones habíamos sostenido una conversación real, más allá de lo cotidiano. Entendí que en el fondo sabía muy poco sobre mi padre, y viceversa. Y tenía la secreta convicción de que mis correrías en tierras frías habían sido el disparador de su condición. No podía dejarlo marchar de esa manera, quería en cierta manera disculparme. Así que empecé a buscar la ocasión precisa para hacerlo.
Para poder descansar, mi madre y yo establecimos un sistema de guardia: cada ocho horas nos dábamos relevo en el cuarto. En mis turnos, esperaba los raros momentos en que mi padre recobraba el conocimiento, y los aprovechaba para hacerle preguntas sobre el pasado. Fue de esa manera que supe aspectos desconocidos sobre mis padres: cómo se conocieron, donde vivían, qué hacían de jóvenes. Aunque eran cosas para nada extraordinarias, atesoré esas revelaciones con mucho cariño, pues de cierta manera eran parte de mi legado intangible, pero real. Poco a poco logré desarrollar una camaradería nunca antes lograda con él, y empezábamos a apreciarnos mutuamente ya no en el plano padre-hijo, sino de hombre a hombre. No hice caso al consejo del médico; le relaté sin ninguna omisión mis aventuras allá en la serranía. Mi padre se indignó, se sorprendió y rió como un niño, de manera alternativa, ante las situaciones que le iba narrando. Estaba disfrutando de lo lindo con ello, casi como si estuviera viendo una película. De vez en cuando hacía algún comentario, para reprenderme o para que le aclarara algún aspecto. Me regañó por el asunto del accidente, no tanto por el hecho sino por haber dejado ir a la muchacha.
-Una mujer así no se debe perder. Te faltó carácter, ella clamaba por ser domada. Si te le hubieras impuesto, quien sabe si ahora estuvieras aquí con ella y con mi nieto.
-No, papá. Lo más seguro es que en estos momentos estuviera preso o muerto, era demasiado loca.
-Bah, tonterías. Tu madre era así también, salvando las distancias. Le gustaba hacer loqueteras, como colearse en los cines, o hacerme esperar dos horas en la sala de estar de su casa, mientras ella estaba fuera de ella con alguna amiga. Pero yo estaba claro en que era la mujer de mi vida, así que me empeñé en conquistarla, y aquí nos tienes, 35 años de matrimonio sólido.
-Ya encontraré a mi pareja, y te traeré tus nietos, no te preocupes.
-¿Mis nietos? Será al cementerio, no nos caigamos a embustes. Yo sé que me queda poco tiempo.
-Deja de decir eso…
-No me trates de engañar, ten esa cortesía conmigo. No soy tonto, siento mi cuerpo y puedo leer sus caras cuando se va el doctor. No le tengo miedo a la muerte, ¿sabes? lo que lamento y me mortifica es dejarlos solos a ustedes. Y quiero hablar sobre eso.
-Te oigo.
-Un hombre tiene un deber fundamental en la vida: velar por los seres a su cargo. Pase lo que pase, si uno es hombre de verdad, no pondrá nunca sus intereses por encima. Fíjate por ejemplo tu con tus perros: traté de inculcarte ese sentido de la responsabilidad a través de ellos. Debo decir que aunque fallaste varias veces, hoy en día has logrado desarrollarlo: Hamlet es un hermoso perro, educado, bien alimentado y en suma feliz – Al escuchar su nombre, el perro, que también cumplía sus horas de guardia a mi lado, ladró con alegría, como para hacerse notar – Pasó sus etapas duras, cuando tú lo dejaste por su cuenta, pero a partir del momento en que decidiste retomar su custodia su vida mejoró. Esa fue tu etapa de aprendizaje, digamos. Ahora te toca un reto mucho mayor: cuando yo ya no esté, deberás hacerte cargo de la casa y del negocio. No hay otra solución, sabes que nunca quise tener socios, y aunque tengo empleados fieles no será lo mismo sin un miembro de la familia que lo vigile. Te tengo que pedir una cosa dura, pero no veo otra solución: deberás dejar los estudios por un tiempo, y empaparte de los secretos y los manejos de mi empresa.
Esa petición me dejó helado. Aunque era de suponerse, por otro lado: era hijo único, y mi madre nunca había dejado las labores domésticas. No pude evitar sentirme abrumado: ¡me faltaba tan poco para graduarme! Sin embargo no dejé traslucir esos sentimientos, y más bien asentí a todo lo que me estaba diciendo mi padre. Empezó a contarme sobre su negocio: desde que llegó a su nueva patria, desde una Europa devastada por la guerra, se sostuvo gracias al comercio. Al principio fue vendedor ambulante, iba de puerta en puerta ofreciendo mercancía en una maleta. Poco a poco fue expandiéndose, gracias al consabido sistema de apartado, y su clientela fue aumentando. En algún momento tuvo la posibilidad de alquilar un pequeño depósito en el centro de la ciudad, después pudo hacerse de la casa contigua, y para hacer el cuento corto a los pocos años tenía un gran almacén en donde ofrecía a la clientela la más vasta mercancía, desde telas hasta artículos deportivos. Llegó a establecer un pequeño emporio, gracias a que supo mantener variedad en la mercancía y precios competitivos.
Todo eso me sonaba terriblemente aburrido: no me imaginaba transcurrir el resto de mis días al frente de una tienda, por importante que ésta fuera. Un panorama gris se me estaba develando, pero las palabras de mi padre habían sido lapidarias: la responsabilidad. Ese era el vocablo que iría a regir mi vida en los tiempos por venir.
Me sentí leyéndome hace unos cuantos años, de por si nunca quise estudiar las carreras que mis abuelos creían correcta para mi y por sobre todo no me veía trabajando en el mismo negocio en el que ellos habían levantado vuelo, me sentía estancado, defraudado y sumamente frustrado. Pero también tenia el karma que implicaba la «responsabilidad» de devolverles todo lo que me habían dado mediante la obediencia ciega y sumisión ante los que ellos creían correcto para mi, a la final lo hacían por mi bien.
Basta decir que no logre hacerlo y a poco tiempo de comenzar la carrera la abandone y aunque ellos me reclamaron, me criticaron y se burlaron de mi decisión de estudiar Psicología ellos a la final terminaron cediendo y apoyándome en mis estudios, ( luego de mucho mucho mucho tiempo lo hicieron XD ) Tu padre lo que mas desea es que seas feliz, y aunque te reclamen tus errores no te abandonaran por ellos porque a su edad cometieron los mismos errores que tu.