panfletonegro

REMEMBRANZA AGRADECIDA

/home/depr002/panfletonegro.com/v/wp-content/themes/panfleto2019/images/random/depr_24.jpg

¿Y a quién le pueden interesar los recuerdos de juventud de un tercero? A nadie, supongo, a menos que sean los recuerdos de juventud de alguna de las celebridades del momento, como Steve Jobs, cuya biografía pasará a al historia como una de las más vendidas, aunque no sé si una de las más leídas. Es evidente que también existen los compradores compulsivos de libros que luego pasan a adornar la biblioteca de uno que quiere ser tenido como «lector ávido» e intelectual de primera. Pero a mí sí que me importan los recuerdos de juventud, y no precisamente porque ya soy viejo y voy notando los estragos del paso del tiempo en mí, sino porque la memoria es una forma de eternidad. «Memoria, entendimiento y voluntad» ¡Las potencias del alma! De las tres, sigue siendo verdad que la memoria es la posibilidad de perdurar en la historia. Aquí va un recuerdo de juventud…

Comencé a estudiar en La Universidad del Zulia cuando apenas contaba con dieciséis años. Todavía recuerdo el viejo edificio -que todavía existe- donde funcionaban los «Estudios Generales», una especie de propedéutico que debíamos cursar quienes nos disponíamos a estudiar una carrera en LUZ. Recuerdo que cursé cuatro materias: Estudio y comprensión del hombre, Lenguaje y comunicación, Metodología de la Investigación y Lógica. De los cuatro profesores que tuve, sólo recuerdo el nombre de dos: de Esperanza Méndez de Farías, mi profesora de lógica. Era una mujer de edad medianamente madura, aunque todavía conservaba mucho del esplendor de su belleza de juventud y, sobre todo, se notaba que el paso del tiempo la había marcado con la impronta de la elegancia propia de las mujeres de su estilo. Pero también recuerdo el nombre de Alberto Añez, mi profesor de Lenguaje y Comunicación. Me parecía un hombre desaliñado, con manifestaciones zafias, más parecido a un frecuentador de burdeles que a un profesor de la Universidad. ¡Pero cuánta verdad encierra eso de «las apariencias engañan»! En Alberto Añez eran sólo apariencias de un hombre que poseía en su haber un extraordinario dominio de la lengua castellana y de su correcto uso.

Hoy, veinticinco años después, pregunté si Esperanza Méndez de Farías y Alberto Añez todavía vivían. A quien se lo pregunté me dijo que sí, aunque la primera se retiró del todo de las lides del mundo académico, y del segundo no supieron darme razón. Y entonces recordé a Alberto Añez… Es verdad que si hoy me lo ponen delante, no lo sabría distinguir, aunque en mi ya borrosa memoria lo recuerdo como un hombre alto, delgado, desaliñado y de andares más bien zafios. No recuerdo ahora el contenido de su materia, pero sí recuerdo, como dije, su excelente dominio de la lengua y, de manera particular, recuerdo el «consejo» que nos dio: «si quieren aprender a leer y a escribir, lean y escriban; lean lo que sea y escriban lo que sea, pero lean y escriban». Tengo para mí que ha sido el mejor consejo que profesor alguno me haya dado en la vida… ¡Y miren que he tenido profesores! Pero reconozco que ni los más eminentísimos doctores que me dieron clases, procedentes de Roma, Lovaina, París, Berlín y Friburgo, me dieron un consejo como el que nos dio Alberto Añez aquella mañana de clases. Más aún, creo que ese consejo fue más que suficiente para darse por satisfecho en aquel curso.

Seguí aquel consejo al pie de la letra. Ese fue el punto de partida para convertirme no en un «ávido lector», porque eso sería, aparte de pretencioso, arrogante. Más bien puedo decir que a partir de ese momento tomé conciencia de la lectura como uno de los medios más expeditos para alcanzar los más elevados niveles de comprensión de la realidad. La experiencia me lo ha demostrado indubitablemente así. Recuerdo la primera vez que fui a Madrid… Caminar por la Calle de Alcalá, ver el Arco de Carlos III, el Palacio de Oriente o la Catedral de la Almudena, no representó para mí mayor novedad que la de estar en espacios en los que ya había estado a través de la imaginación y de la lectura. Otro tanto me sucedió cuando vi la bahía de Hong Kong desde el Pico Victoria. La lectura es la posibilidad de trascender todas las limitaciones humanas.

También me dediqué a escribir y disfrutaba mucho haciéndolo. Uno de los géneros que más he cultivado ha sido el epistolar. Todavía recuerdo las cartas escritas con tinta y en papel cebolla, para que no «pesaran» tanto a la hora de ponerlas en el correo. Irremediablemente perdí la cuenta del número de cartas que escribí de puño y letra. Sólo le pido a Dios que ninguna de esas cartas exista todavía en manos de algún destinatario despistado porque… en muchas de esas cartas desbordé más de lo que debía. También disfrutaba escribiendo ensayos, resúmenes de libros, apuntes de clases, memorias y recuerdos. Durante mucho tiempo escribí unos cuantos cuadernos a modo de diario, que también espero no existan en este momento. No sé si deba decir que he escrito mucho. Mucho menos puedo calificar lo que he escrito. Me arrepiento, sí, de haber escrito en momentos puntuales en los que la emoción y el afecto no me permitieron ser justos. Pero lo que sí puedo decir es que escribir para mí es un acto de significación existencial que no podría calificar de forma precisa.

No creo que Alberto Añez lea este escrito. ¿O sí? No sé si haya dado el paso de incursionar en estas nuevas formas de comunicación y de edición digital. Pero me doy por bien servido ante la posibilidad de escribir esta remembranza que, en este caso, es un testimonio de agradecimiento por aquel consejo de aquella mañana de clases en La Universidad del Zulia.

Salir de la versión móvil