La fama es una hiedra que se pega a tu alma y a tu cuerpo, como en esas casas cuyas fachadas verdes ocultan lo que verdaderamente pasa en su interior. Poco a poco te cubre, dejando oculto tu verdadero ser.
Todo comenzó cuando Alberto Aguilera era apenas un adolescente, allá en el Tijuana de principios de los años setenta del siglo pasado. Por entonces ya había compuesto algunas canciones que hablaban de amores clandestinos, infidelidades y separaciones forzosas. El cóctel perfecto para un guayabo solitario.
Fue allí también cuando conoció a la joven cantante argentina Sussie, de 15 años, con quien protagonizó un tórrido romance cuyos resultados fueron: para ella, la pasión abandonó su cuerpo y ella abandonó la ciudad. Dejó sólo una breve nota de despedida con un corazón dibujado sobre su firma. Para Alberto significó la apertura a dos procesos contradictorios: en primer lugar, experimentar una decepción amorosa tan grande, que marcaría su estilo de composición musical para siempre. Por otro lado el despecho lo llevó a los dominios del tequila. Un mundo donde él no tenía el control y donde poco a poco iba tomando posesión otro ser, con otra personalidad y otra identidad.
Así, con tragos encima, era más extrovertido y simpático. Pero al mismo tiempo resultaba más sensible, tanto para la risa y la ternura como para el llanto. Mientras más tequila, se iba sintiendo más y más afeminado. Casi divino. Hasta que por último, se le calentaban las orejas –se ruborizaba– y se llenaba de una energía tan fuerte, que le expandía el pecho y se soltaba a cantar. En ese momento Alberto Aguilera se iba a dormir, pero su alter ego, no.
Era capaz de llegar a tonos altísimos sin calarse y, gracias al efecto desinhibidor del alcohol, se transformaba en todo un showman, o mejor dicho un Divo. Ese espectáculo resultaba bastante raro y vergonzante, tanto para él, como para sus pocos amigos. Excepto para el público y para José Alfredo Jiménez. Este hombre sería el responsable de su éxito posterior en el plano musical, de su nacimiento definitivo como cantante y al mismo tiempo el asesino de Alberto Aguilera Valadez.
El viejo cantautor, macho hasta la médula, curtido en cuanto escenario existía en Latinoamérica y productor de muchos discos, fue quién le propuso que guardase su personalidad “seria” y se cambiara el nombre por el de Juan Gabriel. Recordaba cada una de las palabras del compositor, pero sólo una frase le hizo tomarse en serio la propuesta:
–Alberto, la normalidad es aburrida.
También le recordó que ya los Charros estaban completos y que esa nueva propuesta del macho, pero no mucho, generaría bastante de qué hablar. “Por lo menos, de aquí a los próximos veinte años”.
“Al principio lo disfrutaba, pero a estas alturas –cuarenta años después– ya no podía esconderlo más”. Él era un hombre. Se sentía hombre, viril pues. Incluso estaba casado y con hijos. No era el homosexual que todos creían. Todo eso lo comenzó a rumiar en su mente, mientras se servía otra copa de licor a puerta cerrada, en este camerino de Las Vegas. Afuera veinte mil almas –en su mayoría mujeres– se apretujaban unos con otros, vestidos de sus mejores galas, tratando de echarle alguna mirada, tomarle una foto, corear sus canciones, en fin participar de esa misma farsa, mil veces repetida.
Le resultaba irónico que todas aquellas personas asistieran esa noche a su premiación como Persona del año del Latin Grammy “¿Pero Juan Gabriel era una persona?” Esa era la gran pregunta. Miró a su alrededor. Como siempre, los girasoles y las rosas adornaban todo el espacio, perfumando el ambiente con ese toque dulce que tanto le molestaba.
Algo que le llamó mucho la atención fue un ejemplar del Diccionario de la Real Academia Española. Tragó lo que quedaba en la copa y buscó la entrada: “persona. Femenino. Del lat. Persōna, máscara de actor, personaje teatral, este del etrusco phersu, y este del gr. πρόσωπον”. Sintió esta definición como una bofetada. Se sirvió de nuevo y volvió al diccionario: “femenino. Hombre o mujer cuyo nombre se ignora o se omite. Eso estaba mejor”, tal vez si se hubiese quedado con esa definición, todo sería diferente. No tendría tanto dinero ni fama como ahora, pero sería él mismo, sin máscaras. “Era verdad que había logrado amasar una fortuna, pero también había gastado demasiado en abogados, gracias a los problemas ocasionados por Juan Gabriel dentro y fuera del escenario”. Alberto hubiese podido combatir y superar su problema con la bebida. “También sería libre de ir donde, y con quien quisiera, sin la manada de paparazzis que, aunque en años recientes habían disminuido, todavía seguían siendo un dolor de cabeza”.
Justamente, la cabeza era lo que estaba perdiendo en aquel momento, tras apurar otra copa del excelente tequila que su productora se había encargado de conseguir para él. Definitivamente cada vez se le hacía más corto el tiempo entre una copa y otra. Decidió seguir con la búsqueda de definiciones, no sin antes recordar, lo que alguien le dijo alguna vez acerca del tono reflexivo que adquiere la gente con el paso de los años.
Vuelta al diccionario: “femenino. Personaje que toma parte en la acción de una obra literaria”. Perfectamente su vida serviría de modelo para una o varias novelas, tristes o alegres, dependiendo quien las escribiese. Entre las muchas opciones de explotar el talento artístico, él se decidió por la acción, por vivir la ficción en carne propia, representando su obra en la tarima del mundo real. Cierto es que, en sus composiciones: “las melodías y las letras son todas de Alberto, lo que las hace decididamente heterosexuales. Pero al comenzar a afinarle los últimos detalles, allí es donde aparecen los músicos, los productores, los managers, el tequila y por supuesto Juan Gabriel. Entonces la canción adquiere un matiz endemoniadamente bueno, un éxito al final de cuentas. Dígame usted si eso no era toda una trama de personajes y situaciones, especialmente atractiva para un escritor”.
Alberto nota como va perdiendo el dominio de sí, empieza a tener movimientos cada vez más glamorosos, o al menos eso cree. En realidad ya Juan Gabriel ha tomado el control. Ahora le encanta el olor de las flores, porque le recuerdan su infancia, a Ciudad Juárez y por supuesto a la tumba de su madre. Esos dos últimos pensamientos le hieren en lo profundo. Dos gruesas lágrimas caen de sus ojos, mientras acaba lo que queda del tequila. Esta vez a pico de botella. Menea la cabeza y su cuerpo se eriza, dejando desde la nuca hasta los tobillos, un rastro de miles de volcanes, coronados por sus respectivos vellos que tardan poco en volver a su posición habitual.
Último significado: “femenino. Hombre o mujer distinguidos en la vida pública. Esta si es la realidad”. Pasa la mano acariciando su cabello, dejando atrás lo poco que quedaba de Alberto Aguilera. Eso si lo agradecía sinceramente. Ser distinguido. Juan Gabriel en todo momento, ha tratado de mantenerse al margen de los escándalos. Pero” ¿cómo se puede uno mantener al margen, si se tiene toda esa energía por dentro? ¿Cómo hacer para no explotar, liberando miles de estrellas y plumas blancas al aire? ¿Cómo bloquear esta descarga de adrenalina tan liberadora?” Tocan la puerta y Juan Gabriel ya está arreglado. Está a punto de salir a escena, voltea hacia el interior del camerino y dice algo entre dientes. Nadie pregunta. A medida que avanza, escucha cada vez más fuerte los acordes de: perdona si te hago llorar. Al cruzar la puerta final, siente el atronador grito de la multitud. Jura que nunca había visto tanta gente. Tiene sed, los primeros síntomas de la resaca. Pide agua mediante señas, los de logística interpretan mal. Toma entre sus manos una copa de champaña extra larga, se la llena hasta el borde aquel guapo mesonero y toma sólo la mitad. El resto no duraría hasta el final de la canción, se lo aventó de lleno en la cara. “Claro está ¿Qué le vamos a hacer? La energía es así”. Y la figura de Juan Gabriel se pierde entre el público, no así la potente voz que suelta un falsete, tan atronador que opaca la intensidad de los reflectores que se posan sobre las lentejuelas moradas.