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A propósito de «El poder gay», de Roberto Simancas

Acabo de leer el artículo de Roberto Simanca Lara, El poder gay, y, sin querer pasar por la plaza del pacato, confieso que algunas afirmaciones del referido artículo me causaron una profunda sorpresa. No voy a incurrir en el ya lugar común de acusar al autor del artículo en cuestión de «homófobo». Muchísimo menos voy traer a colación otro lugar común: «la homofobia es señal de una homosexualidad subrepticia» o, lo que es peor, un eslogan que causó furor desde su aparición: «la homosexualidad no es un enfermedad, la homofobia sí». Este tipo de afirmaciones no pasarían de ser falacias ad hominem que en nada ayudan a una discusión e intercambio de ideas que se precie de ser civilizado. Ni hablar del hecho -bastante generalizado, por cierto- de traer a colación el número de personajes históricos destacados que se distinguieron por una condición y una práctica homosexual. Creo que incurrir en semejante desafuero hace perder de vista con frecuencia que esos genios fueron genios porque sí, y no precisamente por haber sido homosexuales. Creo que las personas que asumimos una actitud de tolerancia y respeto ante homosexuales, bisexuales, intersexuales y transgéneros, deberíamos desarrollar una argumentación lógicamente correcta y espistemológicamente verdadera, trascendiendo así los lugares comunes que, a la postre, en poco y en nada ayudan a ninguna causa, sea de la naturaleza que sea. Y debo confesar que muchas apologías de la tolerancia a la diversidad sexual, lejos de ayudar, lo que hacen es acentuar mucho más la homofobia y el consiguiente rechazo y discriminación. De toda defensa a la tolerancia de la diversidad sexual debe estar excluido el tono agresivo, el verbo insolente y el insulto fácil, que desdicen mucho de quienes los exhiben. El contraste de ideas y el diálogo son los mecanismos más expeditos para la búsqueda de la verdad.

Tres cosas me llaman la atención del artículo antes citado. La primera, el asombro, casi estupor, reflejado por el Sr. Roberto Simanca Lara sobre el «poderío» de los colectivos homosexuales en América y en Europa. Que eso sea así, no debería ser causa de extrañeza alguna, habida cuenta el carácter dinámico del mundo, la condición inexorable de la historia y la dimensión dinámica y acumulativa del conocimiento y de la comprensión de la realidad. La homofobia, la intolerancia, las reservas, sospechas y suspicacias que a lo largo del tiempo conformaron la actitud de Occidente respecto de la homosexualidad, hunden sus raíces en el judeocristianismo. Estas actitudes son comprensibles en los judíos del Antiguo Testamento que, de una sociedad de tribus, pasaron a ser una sociedad eminentemente patriarcal reunida en clanes en torno a un patriarca, punto de referente fundamental. Además, desde el punto de vista sociopolítico, económico, cultural y geográfico, Israel comenzó siendo tremendamente insignificante respecto de los imperios que lo rodeaban. Era comprensible que para Israel las prácticas homosexuales y de masturbación fueran censuradas en un libro de carácter legal como el Levítico, puesto que la relación sexual entre el varón y la mujer, aseguraba el aumento cuantitativo de un pueblo que necesitaba hombres para la guerra y la defensa. Téngase presente que una de las cosas que se privilegia en los textos del Antiguo Testamento es el número de varones que se disponían para la guerra. No así otros pueblos, cuyo desarrollo cultural, político, económico y social le permitían las prácticas homosexuales dentro del mundo de las posibilidades sexuales y hasta su inclusión dentro de los rituales sagrados y de culto que eran llevados en sus grandes templos.

Con el cristianismo se da un paso al frente. La lectura paradigmática de la feminidad y de la masculinidad se realiza en el cristianismo desde los tres primeros capítulos del libro del Génesis, lo cual pasó a la historia como «monogenismo» y la creencia de la historicidad de Adán y Eva. La doctrina creacionista -Dios creó todo de la nada- afirma que el hombre y la mujer son creación de Dios, a imagen y semejanza suya, de acuerdo a lo que leemos en Génesis 1, 26. A partir de una particular lectura de este texto, las relaciones sexuales entre el hombre y la mujer se concibieron al margen de la búsqueda del placer y de la dimensión lúdica del ser humano. Las relaciones sexuales, en la mentalidad de la Iglesia, están ordenadas a la procreación y perpetuación de la especie humana. Desde este particular punto de vista, el hombre y la mujer pasan de ser simples criaturas a ser co-creadores de Dios. Esta es la razón por la que las relaciones sexuales prematrimoniales y extramatrimoniales, la masturbación y los actos homosexuales sean considerados, todavía hoy, como «actos intrínsecamente desordenados». Curiosamente en ningún documento contemporáneo la Iglesia Católica considera estos actos como pecado en sentido estricto de la palabra o, al menos, no los llama de esa forma; pero sí considera que no están ordenados al fin de la sexualidad, que es, como digo, la procreación. Esto es lo que explica que en la enseñanza de la Iglesia, aunque se reconozca que la orientación sexual homosexual no puede ser objeto de imputación moral, por no haber sido objeto de elección voluntaria, «los actos homosexuales no pueden ser aprobados en ninguna circunstancia».

Ahora bien, desde lo que Kant llamó «revolución copernicana», pasando por la Ilustración y la Revolución Francesa, el mundo comenzó a cambiar de paradigmas y de puntos de referencia. Es así como asistimos al paso de una sociedad de cristiandad, regida eminentemente por la Iglesia Católica, a una sociedad laica en sentido estricto de la palabra. Todavía más: no sólo hemos pasado de una sociedad de cristiandad a una sociedad laica, sino que la modernidad nos introdujo en un rabioso ateísmo que declaró la muerte de Dios y la afirmación de un laicismo a ultranza que en muchos casos no deja de ser reduccionista. Teníamos que esperar la posmodernidad como reacción a la modernidad para darnos cuenta que el laicismo tiene sus límites. Pero no así en política. Los estados, en efecto, se definieron en Occidente como esencialmente laicos en sus constituciones, de modo que aunque la libertad de culto es una de las prerrogativas de la democracia, los credos, creencias y religiones no determinan los derechos civiles de los ciudadanos.

A todo lo anterior hay que añadir la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Paradójicamente, el siglo XX será registrado en los anales de la historia como uno de los siglos más violentos y sangrientos de los que la humanidad lleva vividos; pero también es el siglo donde los Derechos Humanos han sido -y siguen siendo- bandera de lucha de muchos colectivos históricamente discriminados. La afirmación de la igualdad de todos los seres humanos tiene como precedente fundamental la afirmación de la definición boeciana de la persona: «sustancia individual de naturaleza racional», lo cual significa que la inalienable dignidad del ser humano no nace de otro punto de origen distinto del de su condición de persona. Esta es la razón por la que muchos han tomado la bandera de la defensa de los derechos de las minorías, que no necesariamente se identifican, en muchos casos, con la defensa de esas minorías en sí mismas. Fácilmente se puede hacer una abstracción entre la minoría y sus derechos, aunque la defensa de los derechos implique de suyo una apología de esa minoría. Así, pues, si todos nacemos iguales en dignidad, resulta éticamente inaceptable que una minoría tenga que ser objeto de discriminación negativa por alguna razón o título particular. Y así, hemos visto que junto con los negros primero y las mujeres después, los homosexuales se han unido en colectivos que defienden y promueven sus derechos en una sociedad que se los ha negado sistemáticamente a través de los siglos. Hoy no nos resulta extraño que Obama, un negro, sea presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, como tampoco fue escandaloso que Michel Bachelet fuera presidenta de Chile. Quizá mañana no nos resulte escandaloso que un homosexual sea presidente de alguna república.

¿Entonces, por qué el estupor? ¿Por qué el resentimiento ante la posibilidad de que una «loca» pueda ocupar un cargo de la administración pública? En este particular, de un funcionario público lo que debería esperarse es competencia y aptitud en su desempeño. Lo que este funcionario pueda hacer o dejar de hacer en su vida privada, es asunto muy de él. No así su su vida privada va en detrimento del desempeño de su cargo. De ser así, su vida privada sí sería un problema, aunque tampoco en sentido estricto. Lo que sería problema es la incapacidad de ese funcionario a la hora de no mezclar su vida privada con sus gestiones administrativas.

La segunda cosa que me llama la atención es la fuerza con la que Roberto Simanca alude a personas de la vida pública marabina, sacando a la palestra cosas que quizá se pierden ya en la memoria de sus testigos presenciales. Las alusiones a los directivos de los entes culturales del centro de la ciudad, más explícitas no pudieron ser. Creo que son muy pocos los que ignoran el nombre del director del Centro de Arte. Y no me quiero detener en este particular. Sólo decir que este tipo de alusiones, en la arena pública, puede ser objeto de imputaciones legales. Sigue siendo verdad que, aunque en Venezuela todo parece indicar que no estamos en un estado de derecho, al menos en el sentido moderno de la expresión, la difamación e injuria son delitos tipificados en el Código Orgánico Procesal Penal de Venezuela. No basta con que un hecho sea voz pública y de notorio conocimiento por parte de un colectivo. Un colectivo, cuando llega a las proporciones propias de la masa, deja de ser objeto de imputación legal. No así cuando se trata de un individuo que hace un señalamiento particular sobre otro, y para cuya defensa legal sería insuficiente decir que «eso lo sabe todo el mundo». Todo el mundo puede saberlo, sí. Pero el asunto aquí es que todo el mundo no hace ese señalamiento de una manera tan explícita y, por ello, fácilmente identificable en sus autores, y mucho menos en un medio de difusión masiva, como lo es Internet.

La tercera afirmación que me llama la atención en el escrito que vengo comentando, es la afirmación tan categórica y contundente de Roberto Simancas sobre la etiología de la homosexualidad. Al afirmar que la homosexualidad no es de origen biológico sino cultural, el autor está dando por cierta una hipótesis que no está científicamente comprobada y que, junto con otras muchas hipótesis, forma una amplia gama de intentos de explicación del origen de la homosexualidad. Pero tanto, la psiquiatría y la psicología han sido lo suficientemente cautas y prudentes para dar una respuesta absoluta en cuanto a la etiología de la homosexualidad se refiere. De origen biológico, de origen psicológico, de origen sociológico, de origen cultural, lo único que está claro en este aspecto del problema es el desconocimiento cierto de su origen, hasta el punto de que la Sociedad Americana de Psiquiatría y la Organización Mundial de la Salud excluyeron la homosexualidad del catálogo de enfermedades mentales. Decir, pues, que la homosexualidad es de origen cultural y no biológico, insisto, equivale asumir como cierta una afirmación que permanece en el plano hipotético. Como hipótesis y, por tanto, como opinión, esta afirmación es respetable; pero no se puede dar por cierta y mucho menos de manera absoluta. Eso sería situarse de espaldas a la ciencia, quien con Karl Popper, entre muchos otros, ha conocido el límite y alcance de sus afirmaciones. Desde que Popper lanzó el falsacionismo, los criterios de demarcación de la ciencia han sido cada vez más reducidos en un mundo que tiende a confundir «científico» con «verdadero».

Finalmente, que existan homosexuales no es lo que me escandaliza. Lo que sí me escandaliza -y desagrada profundamente- es la existencia de los clásicos «bugarrones» o «cacorros», como se les suele llamar en Colombia, y que son estos hombres que, teniendo una heterosexualidad constitutiva, admiten la posibilidad de tener relaciones sexuales homosexuales con la finalidad de dar cumplimiento a fantasías que con una mujer no son fácilmente realizables. Todos se quejan de las transexuales que se sitúan en la Avenida 5 de julio o en la Circunvalación 2 de Maracaibo, pero nadie parece quejarse de los «varoncitos» que se llegan hasta allí con el fin de darse a las liviandades de una imaginación tórrida con las mujeres transexuales que se apostan allí. «Nadie lo mama como un marico, porque se lo traga todito» es una afirmación que he escuchado en varones heterosexuales, cuya heterosexualidad no sólo se puede poner en entredicho, sino que puede ser objeto de toda censura por parte de quienes tienen algunas cosas claras en su vida.

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