Si como afirmaba Freud, existen dos fuerzas que guían la naturaleza del hombre, el instinto y la pulsión, es decir, la necesidad( comer, beber agua) frente al deseo sexual o libido(obtención de placer), el zombie sería todo él necesidad, muy al contrario que la otra gran figura del imaginario de lo monstruoso: el vampiro. El zombie come, sólo vive para comer, para la supervivencia. No desea nada, carece de libido. No puede entregarse a los placeres de la carne porque su carne es putrefacta, disfuncional, sus terminaciones nerviosas están dañadas, no siente el dolor o ha rebasado el umbral del dolor, frente al vampiro, que no tiene necesidades, sino que todo él es pasión, lujurioso. Morder y succionar a sus víctimas no tendría que ver tanto con el hambre como con el ansia, la exaltación del deseo. Quizás a ello se debe que todas sus actividades relacionadas con el mantenimiento de la vida estén rodeadas litúrgicamente de técnicas y representaciones que hacen de la necesidad placer amoral: morder y alimentarse, sí, pero alimentarse siempre de jóvenes y vírgenes, de cuerpos perfectos, mediante la seducción, en mitad de la entrega amorosa.
Jorge Fernández Gonzalo: Filosofía Zombie.
Con apenas dos películas, Steve McQueen pasó del anonimato de su condición de figura del mundo del video arte, al estrellato de las alfombras rojas de Cannes, Venecia y las capitales mundiales del mainstream. Ambos films describen una parábola similar, de un orden ético y estético, sobre los problemas humanos y sociales del hombre posmoderno.
Su relación con el entorno desde la subjetividad y la asunción del cuerpo como espacio de reafirmación, liberación o conquista de batallas políticas, existenciales.
“Hunger”, su modélica ópera prima, narra el descenso a los infiernos, de vida y muerte, de sacrificio y redención, de Bobby Sands, el ícono revolucionario del IRA, quien hizo tambalear al gobierno de Margaret Thatcher, por medio de su estrategia fatal y suicida de negarse a ingerir alimento. Huelga de hambre, valiente y honesta, comparada con el calvario de Franklin Brito en Venezuela, para protestar por el despojo arbitrario de su propiedad de tierras ante las narices del “proceso de cambios”.
La película traducía el dolor de la víctima, del chivo expiatorio, con la precisión quirúrgica de un cirujano de la fotografía documental con ribetes líricos y pictóricos. Mutatis mutandis, la obra maestra del autor se componía de cuadros inspirados en el renacimiento, el expresionismo y la paleta de Caravaggio, del Bosco y el Goya del período negro.
La imagen nos denotaba el interés del director por la composición de encuadres y tensos planos secuencia, donde apenas se hablaba y conversaba, sin caer en un minimalismo pretencioso, redundante y vacío, como acostumbran los miembros de la generación del responsable de la puesta en escena.
Para conectarlo con la cita de arriba, Steve McQueen convertía a Michael Fassbender en un despojo humano, cuya efigie maltrecha recordaba la de un caminante de “Walking Dead”. Era un zombie melancólico y militante, de pocas palabras, con la dignidad de una bestia poética, de un mutante, de un fantasma, transfigurado por la sensibilidad de Burton y George Romero, a la espera de su destino final, desterrado en una mazmorra de “Vigilar y Castigar”. Encarnaba una otredad, una resistencia ejemplar en tiempos de hiperconsumo y amenaza de crisis. No comía y se sacrificaba por un ideal, a diferencia de los pragmáticos líderes de la burocracia parlamentaria, henchidos de gordura y de avidez materialista. Suponía la hermosa apuesta moral de Steve McQueen. Rescatar al mentado terrorista, la máxima alteridad, y reivindicarlo como respuesta al patrón de belleza, heroicidad, hidalguía, bondad y nobleza de la era contemporánea. Frente a los vengadores musculosos del once de septiembre, “Hunger” apostaba por el Quijote famélico y menesteroso del pasado.
¿Cuál es entonces la clave para entender el segundo trabajo de Steve McQueen?
Debemos regresar al texto del encabezado del artículo. Si “Hunger” es una metáfora del zombie del milenio apocalíptico, “Shame” funge de proyección para estudiar la mentalidad y la conducta del “Nosferatu”, del “Drácula” de la sociedad del espectáculo, de la globalización integrada. Sale de noche a cazar a sus presas, trabaja en una empresa carente de identidad, cuida de su físico como un “American Psycho”, se refugia en un egocentrismo autista, alienado y onanista, con visos autodestructivos. En resumen, es el arquetipo opuesto e inverso al de Bobby Sands en “Hunger” y también su evolución natural bajo la sombra del eclipse de los grandes relatos.
Ya no hay utopías por defender a capa y espada, hasta fallecer de inanición por ellas. El llamado es a conquistar la cima del éxito y el culto a la personalidad en la ciudad de la furia. Por una energía de inercia, los personajes de “Shame” coinciden en la capital de Nueva York, para probar y asegurar su bocado de la manzana del pecado, de los quince minutos de fama. Pero nadie parece muy satisfecho, pleno y feliz. El protagonista sufre ataques de ansiedad por la droga del sexo narcisista y su hermana le canta una balada triste a la megalópolis de Manhattan, tras el atentado de las dos torres y el colapso de la burbuja económica del siglo XXI.
En las caras y en las calles sucias, se percibe el hedor y el impacto de la depresión. A conciencia, Steve McQueen elude y deja fuera de campo al parque temático diseñado por Disney en Times Square. En efecto, “Shame” luce como un ejercicio de deconstrucción de los paraísos artificiales y los simulacros de la cuna de Woody Allen.
Cada locación resulta desmitificada o contemplada de manera incómoda y perturbadora. Asistimos al metro y descubrimos miseria. Vamos a un restaurante de lujo y confirmamos la impostura del paradigma gastronómico en boga, a merced de las indicaciones esnobistas del mesonero. En el bar, la comunicación es absurda, limitada y oportunista. La chica rubia reinterpreta el tema clásico de Frank Sinatra, con despecho, nostalgia y sentimientos encontrados.
El jefe anda desubicado en su feria de vanidades y goza de su doble moral, mientras liga con la joven del cabello oxigenado, habla con su familia por Skype y le reclama a su dependiente por ver pornografía en la computadora de su oficina. Las reuniones laborales tampoco ofrecen demasiado sentido, horizonte e ilusión. En general, retornamos a las postales del miedo y el pavor, concebidas por Abel Ferrara y Martin Scorsese. “Shame” rinde tributo a “Taxi Driver” y a “King of New York” en trance de “Adiction”.
El vampiro de Christopher Walken cede su puesto al espectro de Michael Fassbender, amén de su ritual de desdoblamiento y caída en el abismo.
El único defecto acontece en el desenlace. Steve McQueen carga las tintas y asume una posición de censor, de torquemada, al encadenar el fracaso amoroso y la curación del “enfermo” por el gusto del placer culposo, con la intentona de suicidio de la hermana.
Él no le atiende el teléfono porque quiere desahogarse, reafirmarse y saciar su apetito voraz con dos mujeres a la vez, luego de tomar un desvío con Gaspar Noé por el local de “Cruising” de “Irreversible”. Suerte de recreación homofóbica del “Bar Rectum” en Nueva York.
De inmediato, el misántropo consigue a la muchacha en su baño, hecha un mar de sangre. La ingresa en el hospital, la salva y antes yace en el suelo, como el Willem Dafoe de “Pelotón”, pidiendo perdón y recibiendo una lluvia de limpieza interior, alrededor de un paraje sombrío. Grave concesión y traición de un alegato urgido y necesitado de un mejor cierre. Las ligas puritanas de la decencia pueden dormir tranquilas.
A pesar de ello, el epílogo recupera un mensaje de inquietud. Quedamos en suspenso en el vagón de la estación. Regresamos al principio, aunque se corta la acción. El espectador llenará la laguna. ¿Se repetirá el ciclo? ¿El caballero oscuro aprendió su lección a golpes?
La indeterminación y la duda elevan el nivel del discurso.
“Shame” no es una vergüenza nacional.
Ilustra una enajenación muy nuestra.
La del distanciamiento de la realidad, para refugiarnos en la burbuja cómoda de la virtualidad.
Es el dilema del yonqui del erotismo por la red.
Reflejo de nuestra entropía 2.0.
Lástima porque el enfoque del film peca de maniqueo, satanizador y binario.
Con todo, permite augurar la discusión del asunto.
En línea con la tesis de David Fincher en “Social Network”.
Comiquísimo contemplarla en una sala VIP de espectadores nerviosos.
Ríen cuando no deben y consolidan la teoría expuesta, al chocar su copas de vino encima de sus butacas ergonómicas.
Es un género XXX inofensivo.
Banalizado por un contexto morboso y frívolo.
Huyo despavorido al encenderse las luces.
Mi complejo de vampiro alimenta la fuga.
viejo, vi la peli hace nada, me parece muy cool tu critica! fassbender anda no como vampiro, sino como zombie libidinoso…no el clasico zombie q anda con fulano «braaiins», sino con «seexxx». excelente ejercicio POV sobre «sex addiction», cosa que de porsi es un tema controversial dentro de la psicologia clinica y psiquiatria (tanto que ni siquiera es reconocida por algunos entes diagnosticos).
Me encanto tu ensayo. Pero Creo que el final era necessrio para el epilogo. El final tranquiliza a los puritanos para que el epilogo low abofetee a fuerza de dudas. La redencion que creiamos Brandon, el vampiro urbano, habia alcanzado nunca existio. Fue ten solo un espejismo, Tal y como lo fue el fracasado intento de relacion con su colega.
Muy buenos comentarios. Para pensar en el final enigmático de la película.
Abrazos.
Tal cual, Édgar. El personaje da para una mezcla entre vampiro y zombie.
Comparar a Bobby Sands con Franklin Brito es grotesco, por decir lo menos.