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¡Un nuevo escándalo en la Iglesia Católica!

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Un nuevo escándalo sacude a la jerarquía de la Iglesia Católica.  ¡Y me alegro!  Sí, sí, me alegro mucho.  Como no tienen idea.  Pero eso sí: nada más lejos de mí que se uno de esos ateos –tontos del culo en su mayoría- que lo son porque sí, sin saber dar razón, sin exponer argumentos lógicamente irrefutables y que no dejen lugar a ninguna duda en su estatuto epistemológico.  ¿Ser ateo porque se tuvo una «mala experiencia» con un cura?  ¡Pero por favor!  ¿En cabeza de quién cabe semejante despropósito?  El calibre de esa tontería es como el que tiene una mala experiencia con un médico y decide no volver a ninguno en el futuro.  Pero lo que vengo diciendo: no soy ateo.  Por el contrario, me confieso profundamente creyente y me identifico con el cristianismo católico de la Iglesia de Roma.  En este sentido, hago mías todas y cada una de las afirmaciones del Credo de Nicea y de Constantinopla.

Tampoco le tengo fobia a la jerarquía romana, al papa, los cardenales, obispos y curas.  Pero soy de los que piensa que la jerarquía de la Iglesia Católica debe ser sometida a una crítica profunda y radical en todas sus formas y manifestaciones.  En buena teología católica, el papa se define como el “servo servorum Dei”, el siervo de los siervos de Dios.  ¡Que lo sea!  Los cardenales, por su parte, conforman el clero de Roma y por esta razón son ellos los que eligen al Papa, obispo de Roma.  Lo curioso es que es el único clero en el mundo que elige a su obispo, porque de resto es el Papa –conjuntamente con el Espíritu Santo, por supuesto- el que elige los obispos de cada iglesia local.  Y los obispos son los que presiden una porción de la iglesia universal.  En este sentido, la palabra “ministerio”, servicio, es la que debería definir el ser de la jerarquía católica.  Pero no hay que ser muy avispado para darse cuenta que esto no sólo no es así, sino que es todo lo contrario.  A pesar de que el siglo XXI lleva ya doce años, el papa sigue pareciéndose al emperador romano y los cardenales siguen siendo lo que antaño se consideraban: «príncipes de la iglesia»

Las anteriores son varias de las razones por las que me alegro que un nuevo escándalo se haya cernido sobre la Iglesia Católica.  A ver si de una vez por todas el papa, los cardenales y los obispos se dan por enterados de que rol en el mundo moderno deja mucho que desear en sus decires y en sus actuaciones.  A ver si se enteran de una vez por todas de la necesidad de volver a la simplicidad y radicalidad del Evangelio predicado por Jesús.  Creo que va sonando la hora de que la jerarquía católica se entere de la radical distancia que ha decidido establecer el mundo contemporáneo de todas aquellas formas de poder que no den suficiente razón de sí como para ser aceptadas pacíficamente.  Pero mucho me temo que mientras haya esos católicos que deben mear en pilas de agua bendita (¡son tan santos que mean agua bendita!) y que recubra a estos personajes de un halo de santidad mirífica que no tienen, las cosas no van a cambiar.  No es suficiente el hecho de que en Europa, por ejemplo, las iglesias hayan quedado reducidas a contenedores de obras de artes en las que hay que pagar para entrar y poder ver.  Museos, como el de Louvre, de Londres o del Prado.

Ahora el escándalo ha sido de corte doméstico.  El mayordomo del Papa se robó una serie de documentos confidenciales que dejan ver la extraordinaria y exquisita miseria de la jerarquía católica en sus denodados esfuerzos por hacerse con cuotas de poder cada vez más elevadas.  Son muchas las interpretaciones que se dan a la «traición» del fiel mayordomo.  Hay quienes dicen que sólo es el chivo expiatorio de lo que parece ser una larga cadena de mafiosos que no están dispuestos a calarse más las injerencias del salesiano que actualmente ocupa la Secretaría de Estado.  Otros dicen que el «celo y la piedad» de este mayordomo lo impulsaron a denunciar esos casos de corrupción como una manera de poner freno a tantos abusos.  El aluvión sobre el pobre mayordomo ha sido de tal magnitud, que hasta su «confesor» ha tenido que salir a decir que lo cree incapaz de semejantes cosas.  No dejo de lamentar la situación del pobre mayordomo, a quien juzgarán no por haber interferido en la correspondencia del papa sino del jefe del estado Vaticano.  Se presume que la condena que le caiga sea de treinta años.  De ser así, todo indica que de la cárcel saldrá cuando tenga setenta y seis años.  Uno más de los muchos que no pudieron salir indemnes de ese lodazal de corrupción, conspiración y traición que es la curia vaticana.

Ahora, si bien es verdad que me alegra que todo esto esté ocurriendo en el Vaticano, a ver si de una vez por todas se terminan de enterar los miríficos jerarcas de la iglesia católica, ni este escándalo ni los anteriores comprometen, en mi concepto, la santidad de la iglesia.  Cada vez que cosas como estas suceden, en efecto, pienso en los muchos sacerdotes, religiosos, religiosas, misioneros y seglares que se esfuerzan por vivir de acuerdo a su fe y de acuerdo a las verdades del Evangelio de Jesús.  Son estas personas –y no los jerarcas vaticanos- los que aseguran la santidad de la Iglesia, santidad que dimana de su cabeza, que es Cristo.

 

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