-Tomasito, vale, Tomasito… aunque pareces un hombre, sigues siendo el niño que no sabe controlar a un perro…-Dijo con su habitual sorna. Yo me conformé con contemplarla a mis anchas: como dije antes, era esa hora imprecisa del día, y la luz del ocaso la bañaba y la envolvía en una especie de aura, que me la hacía figurar incorpórea, casi metafísica. Claro, eran tonterías mías causadas por la impresión de encontrarla de nuevo, después de unos ocho años. Acto seguido hice lo único decente en esa situación: le di un enorme abrazo, la sostuve un larguísimo rato entre mis brazos al tiempo que la besaba, castamente, en los labios. Ella pareció apreciar el gesto, pues me dejó hacer sin señales de molestia. Mientras tanto, los perros cesaron su actividad y nos miraban, entre angustiados y recelosos.
Cuando me pude recuperar de la emoción inicial, establecimos el habitual diálogo que sucede entre las personas que tienen largo tiempo sin verse. Me enteré de esa manera que había estado viviendo en Estados Unidos un tiempo, pero que algunos motivos, imprecisos en su narración, la hicieron regresarse a su casa.
-Margarita, Margarita… ¡mi maestra! Mira, estoy pasando por un momento bastante negro, pero no quiero desperdiciar esta ocasión. ¿Que tal si cenamos juntos una de estas noches?
-Por mí está bien, ¿pero te dejan salir tan tarde?
-Jaja, muy graciosa. ¿Te parece bien mañana? Te paso buscando, como a las ocho.
-Cómo no, señor. Usted manda y yo obedezco. Estos hombres, siempre buscando imponerse y decidir.
Con Margarita siempre era lo mismo: no sabía si hablaba en serio o me estaba molestando – o las dos cosas al mismo tiempo. Decidí mostrar carácter, y le dije:
-A las ocho estaré frente a tu casa; si te decides a venir bien, si no será en otra ocasión, ¿estamos?
-Estás, yo lo sabré mañana.
Creo que es obvio señalar que al día siguiente, o más bien la noche, a las 8:00 en punto estaba estacionando el Mercury frente a la vivienda de Margarita. Por pura vanidad, y tratando de demostrar algo artificial, no tomé el ya vetusto Bel Air, cosa que a la luz de los acontecimientos posteriores fue un error. La desgraciada me hizo esperar unos 25 minutos, pero algo dentro de mí me impulsaba a seguir esperando. Cuando por fin le dio la gana, apareció en la puerta de su casa. La volví a contemplar: la muchachita de mi iniciación había devenido en una hermosa mujer, no cabía duda. Ya andaba por sus 26 o 27 años, y estaba alcanzado ese momento de madurez, ese pico de sensualidad, belleza y seriedad que combinadas podían hacer enloquecer a cualquier hombre. Vestía un ajustado vestido rojo, a media pierna, con un descote vertiginoso, y alrededor del cuello llevaba un chal negro. No soy dado a este tipo de detalles, sin embargo esa imagen en particular se me quedó grabada. Bajé del carro, y le abrí la puerta del copiloto como lo indican las normas de urbanidad y buenas costumbres. Ella me vio con extrañeza, estuvo a punto de soltar uno de sus habituales sarcasmos pero se contuvo; tal vez temió arruinar el momento. Se acomodó en el asiento, y cuando yo hice lo mismo, me preguntó:
-¿A donde me va a llevar el caballero?
No lo mencioné antes: el día se me pasó indagando cuales eran los lugares más elegantes de la ciudad. Yo era un total analfabeta en esos menesteres; estaba acostumbrado a las fondas estudiantiles, o las tabernas sencillas de mi ciudad adoptiva allá en las montañas. De los restaurantes capitalinos conocía los que frecuentaba en mi niñez y adolescencia con mis padres, pero de eso habían pasado muchos años, y esos lugares ya habían venido a menos o simplemente desaparecieron. Así que consulté entre las escasas amistades que me quedaban, y por consenso escogí un lugar inaugurado hacía poco tiempo, que estaba en el pico de la fama. Me costó un mundo (y un dineral) lograr una reservación, pero la conseguí. Me inflé como un toro en celo al tiempo que le soltaba el nombre del encumbrado local:
-Vamos al Etolie…
-¿Comida francesa? Estás loco de remate, si piensas que voy a comer esas ridiculeces disfrazadas de alta cocina Yo seré delgada, pero cuando me toca comer, quiero comer bien y abundante. Vamos a un sitio de carnes, una buena parrilla es lo que me provoca.
No pude evitar sentirme humillado, pero ¿que otra cosa podía hacer sino acatar sus deseos? En el fondo fue una buena lección: quise dármelas de refinado y conocedor, cuando en el fondo era un tipo sencillo y muy poco educado en cuestiones gastronómicas, y en el fondo una buena carne, acompañada de los contornos habituales, sonaba muy bien.
-Bueno, te quise mostrar algo de mundo, y más estando vestida como estás; pero si tienes alma de camionero no podemos hacer nada, ¿verdad?
-A mucha honra, vengo de un largo linaje de esos seres que conducen prodigiosos vehículos llenos de mercancía, desde las primitivas carretas haladas por bueyes hasta los fabulosos MACK – me soltó de un tirón demostrando su humor siempre listo a aflorar. Bajando un poco el tono, continuó: -Mira, conozco un sitio bien sencillo pero con la mejor carne que hayas probado en tu vida, ¿aceptas mi sugerencia?
-¿Tengo alguna otra opción, salvo bajarte del carro e irme con el rabo entre las piernas?
-Eh…no. Yo te dirijo.
Siguiendo las indicaciones de Margarita llegamos al lugar, que quedaba a unos cuantos kilómetros hacia el este de nuestro vecindario. Un parquero nos recibió, para mi extrañeza. Nos abrió las puertas del carro, al tiempo que me indicaba que él se encargaría de estacionarlo. Me sentí dudoso, pero Margarita dijo: -¡Déjale las llaves, no va a pasar nada!.- Lo hice así, y penetramos al lugar. Estaba totalmente revestido de bambú entintado, color caoba. El espeso humo que provenía de las parrilleras instaladas al lado de las mesas no permitía apreciar los detalles, pero el olor… que digo olor, era un aroma delicioso, que despertaba el apetito de manera automática. El maitre nos recibió con grandes demostraciones de alegría, al reconocer a Margarita:
-Señorita, ¡bienvenida de nuevo a nuestro restaurant! Teníamos tiempo sin contar con su presencia.
-Hola, Antonio. Sí, estuve fuera un tiempo.
-Mesa para dos, supongo.
-Es así.
Nos condujo hacia un rincón algo reservado, que permitía ver sin ser vistos. Tomamos asiento, y después de ordenar las bebidas, le pregunté:
-Nunca me aclaraste el motivo de tu regreso, ¿que ocurrió?
-¿Te acuerdas de lo que te conté sombre mi madre, que había desaparecido estando yo pequeña?
-Sí, claro, como voy a olvidarlo…
-Resulta que quien la desapareció fue mi padre. Tengo el dudoso honor de ser la hija de un uxorcida.
-¿Cómo?
-Con un cuchillo de carnicero, pero no quisiera entrar en esos detalles.
Enseguida até cabos: hacía poco tiempo un escándalo relacionado con unos restos femeninos hallados en una bolsa plástica enterrada en un descampado cercano a la ciudad había estremecido a la ciudad, poco habituada a ese tipo de hechos. Quién lo iba a imaginar, el padre de mi amiga resultó ser un asesino.
-Margarita, no se que decir…
-Nada, no puedes decir nada, es lógico. Mi padre resultó ser un celoso psicópata; sospechaba que mi madre lo engañaba y un día, al sorprenderla hablando con el dependiente de una tintorería, los mató a los dos, en la cocina de la casa. Los restos del hombre nunca aparecieron. Pero los de mi madre sí, gracias a una carta que me envió mi padre hace un par de meses, en la que confesaba su terrible delito y su decisión de desaparecer a su vez de este mundo. No supe más de él, regresé para enterrar lo que quedó de mi madre y resolver los asuntos de las propiedades, ya que tuvo el detalle de dejar todo a mi nombre. Pero vamos a comer, que se va a enfriar la comida- concluyó, mientras le clavaba el cuchillo al sangriento corte de carne que había ordenado.