Mi vida, a través de los perros (XVI)

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Me quedé viendo, atónito, como procedía a comerse con toda tranquilidad el «lomito piece» que había ordenado, después de esa demoledora revelación, y pensé que Margarita era una mujer excepcional en todos los aspectos. Ella, a su vez, me devolvió la mirada, y me dijo:

-¿Que te pasa, estás en shock por lo que me pasó? Cómete tu humilde parrillita, que se te va a enfriar. Y ten la amabilidad de regalarme un pedacito de esa morcilla, que se ve de un bueno…

En efecto había ordenado una parrilla argentina, y tenía frente a mí un mar de diversas piezas, un océano de colesterol presto a engrosar mi torrente sanguíneo. Todo eso acompañado por una serie de condumios tales como yuca frita, hallaquitas y caraotas negras refritas. En realidad no tenía intención de comerme todo eso, lo había pedido pensando que las sobras harían sumamente feliz a Hamlet. Corté un pedazo de la morcilla y lo deposité en el plato de Margarita, diciéndole:

-Hago ofrenda de esta sangre en el altar de tu amor. Sangre coagulada para un amor frustrado.

-Más cursi y te va a dar un infarto, Tomacito. Ya veo que te atreviste a pronunciar la palabra que no se debe decir, y me parece bueno ya que me permite aclararte que «eso» está descartado de plano. No quiero enredarme con ningún hombre, de esa manera. Accedí a salir contigo por pura camaradería, pero no quiero que te hagas ilusiones.

Ese párrafo me tomó de sorpresa. Pensaba que su aceptación a esa cita iba a ser el preludio de la reanudación de nuestros amoríos, cosa que – debo confesar- estaba empezando a necesitar con urgencia. Pero traté de reaccionar como si no le diera importancia a lo que me había dicho, y le respondí:

-No te preocupes, Margarita. Yo sé bien que lo nuestro, ese minúsculo «nuestro», pertenece al pasado y allí debe quedar. Lo que te dije fue un aborto de chiste, un miserable juego de palabras nada más. Verás, no es que tenga muchísimas amistades, en la ciudad. Desde que regresé de la montaña he estado pendiente de los asuntos de mi casa, sin tener tiempo para mí, y este reencuentro fue providencial para darme un respiro.

-Sí, se nota que estás agobiado. Eres demasiado joven para tanta responsabilidad. Mira, mañana es domingo y supongo que no debes trabajar. Te invito a hacer algo que seguramente no has hecho jamás en tu vida: vámonos ahora a la playa.

-¿Ahora? Estás loca.

-Como si no lo supieras. Espérate aquí, ya vengo.

Sin dejarme replicar se paró de su asiento para dirigirse hacia la caja del restaurant, en donde pidió el teléfono; cuando se lo facilitaron marcó un número y a los pocos segundos estaba hablando con alguien. Hizo un par de llamadas más, y volvió a la mesa diciendo:

-Listo, ya está todo cuadrado. Nos vamos a la carretera de la costa, espero que tengas traje de baño.

En realidad no tenía, pero nada que una visita a la tienda – para algo tenía las llaves- no pudiera solucionar. Me estaba entusiasmando con la idea, el contacto con el mar me iba a caer muy bien. Sin embargo quise ponerme un poco duro.

-Uhm… me parece bastante precipitado. No estoy seguro.

-Tú sabes que vas a venir, házlo más fácil. No seas aguafiestas, ya cité a unos amigos que conocen bien el camino, y nos vamos a encontrar con ellos en un par de horas. Pide la cuenta, para irnos a preparar las cosas.

-Ah… de acuerdo, acepto, ¿pero estará bien que llevemos a los perros?

-Por supuesto, está implícito.

-Voy a tener que ir a la tienda por mi ajuar playero, ¿me quieres acompañar? Tal vez veas algo que te guste.

-Caramba, ya veo que el comerciante se ha instalado en tí, ¿quieres realizar una venta nocturna?

-Tonta, lo que te guste te lo obsequio, es una de mis prerrogativas autoimpuestas.

-Si es así con mucho gusto, vámonos de una vez entonces.

Una vez pagada la cuenta y recibidas las sobras de la copiosa comida en unos envases destinados para tal uso, nos dirigimos hacia el centro en pos del apertrechamiento para el viaje. Nuestra tienda estaba bien surtida de todo tipo de artículos playeros, desde ropa hasta implementos de camping. Para Margarita fue una fiesta, una especie de fantasía hecha realidad: la posibilidad de probarse toda la ropa disponible, y de poderse llevar lo que quisiera sin tener de pagar, era el Nirvana para cualquier mujer. Tuve la dicha de proporcionarle esa alegría. Ataviada con un minúsculo bikini que me permitió darle una mirada apreciativa y nostálgica a su estupendo cuerpo, iba recorriendo los pasillos de la tienda y seleccionando artículos para el viaje. Escogió una cava, unas sillitas y una sombrilla. Yo tomé un traje de baño, un short, una franela y unas sandalias de playa, con lo que me sentía listo para reencontrarme con la arena, el sol y las aguas caribeñas.

Estábamos en el medio de esa actividad, disfrutando como unos niños sueltos en una juguetería, cuando escuchamos unas sirenas y a continuación un brusco frenazo. Y una voz gritando:

-¡Salgan enseguida, con las manos en alto!

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