Hola, mi nombre es Christian Bogado y soy Philip K. Dickólico.
En otros tiempos habría afirmado con orgullo que soy Dickiano, y luego explicaría como nunca he tenido interés alguno en Charles Dickens y mi único pastor era Philip K. Dick.
Y la verdad, Philip K. Dick sigue siendo mi salvador. Hace meses que no tengo mi dosis dickiana y tengo síndrome de abstinencia. La realidad es clara, definida y mortalmente aburrida. Sin la guía del viejo Felipe, estoy perdido en el Valle de la Muerte.
A veces, justo antes de alcanzar el sueño luego de una noche de lucha con mis pensamientos, siento que yo, Christian Bogado, soy en realidad Philip K. Dick, viviendo una vida falsa en Caracas 2012 cuando realmente estoy en Santa Mónica, California y el año es 1972.
Philip K. Dick creía que él no era Philip K. Dick, sino Tomás, un cristiano primitivo esperando el advenimiento. En sus sueños, encontraba libros sagrados entre los anaqueles de la librería que en su infancia le proveía cuentos sorprendentes. Y esos libros decían una sola cosa: EL IMPERIO NUNCA TERMINÓ. Un rayo rosa de sabiduría infinita lo despertaba en éxtasis místico.
Philip K. Dick es un nombre que me gusta repetir. A veces lo digo 8 veces en menos de 200 palabras. Me trae confianza, seguridad. Me hace sentir que quizás no estamos tan solos en el cosmos. Quizás ser como yo, como Philip K. Dick, no está tan mal y hay un espacio en la raza humana para paranoides exagerados y subempleados como nosotros.
Él tenía una habilidad sobrenatural para construir realidades. Si el mundo entero es un constructo y en la posmodernidad todos tenemos permiso para crear la existencia, PKD es el mesías de nuestra era nihilista. Aquí, en la nada, es razonable que el mesías haya sido escritor de Ciencia Ficción y sus cuentos la gente los conozca regurgitados por el leviatán hollywoodense. Tú seguro viste Blade Runner. Y si no viste Blade Runner, viste Total Recall. Y si no viste Total Recall, viste Minority Report. Y si no viste ninguna de esas, viste Matrix, y Matrix no es más que eso, la imaginación del viejo Dick digerida y preempacada para las masas.
Pero cuando Philip K. Dick vivía, una conspiración gubernamental lo mantuvo en las sombras. Eso me lo dijo alguien que trabajó para el servicio secreto venezolano, que leyó un documento sobre la creación de la OSS, que fue fundada por literatos que se encargaron de mantener a raya la contracultura norteamericana.
La Ciencia Ficción es en esencia revolucionaria. Más revolucionaria que el mismísimo Chávez. Tan revolucionaria, de hecho, que todos conocen sobre Marx pero un limitado número de personas se sabe las tres Leyes de la Robótica. Y entre ese limitado número se encuentran los hombres que construyen un valiente y nuevo mundo. Un mundo mejor. Un mundo feliz.
Philip K. Dick era uno de esos hombres. Con temor pero bravura, se enfrentó al mundo moderno como un mártir en disneylandia. Disneylandia, de paso, fue una inspiración constante en su vida, con sus simulacros de personas, de animales, del mundo entero. Un mágico mundo a tu alcance, por tan sólo el precio de un boleto y tu incredulidad. En Ubik, una de sus historias que nunca entendí, un hombre promete que cuando llegue la revolución, nosotros, los hombres comunes, los normales, los que no somos ni muy allá ni muy acá, los que sufrimos vidas regulares, venceríamos contra el yugo de las puertas tragamonedas que no nos dejan salir de nuestros apartamentos. Cuando salir de mi cuarto es un problema, recuerdo ese juramento y me lleno de esperanza.
Mi hermano me enseñó la Ciencia Ficción. En esa época, a mi me gustaban los dragones de amatista y las franelas de leones. Pero él me dijo que había algo mucho mejor, historias tan extrañas que eran imposibles de comprender. Imposibles, al menos, para los habitantes de este mundo, en esta época. Pero con el tiempo o con el espacio, alguna raza de robots superinteligentes o viajeros espaciales comprendería la simplicidad de los postulados supradimensionales que algunos escritores malbañados escribían para intentar pagar la renta y evitar que sus esposas los dejaran.
Philip K. Dick se casó 6 veces y las seis veces, si me confío en lo que escribía (y lo hago, nadie en este mundo era más real que él), desconfió mortalmente de su pareja. Alguien escribió en la tapa de atrás de uno de sus libros que se debía a la muerte de su hermana gemela, justo al momento de su nacimiento. Pero yo nunca tuve una hermana gemela y me pasa lo mismo. Algo en esa otra raza de personas me parece supramundano, maravilloso, fundamentalmente faltante en las historias de Asimov. La ficción de Dick comprende el Tao, lo respeta y lo venera. Pero lo adelanta, lo llena de anfetaminas y lo hace enorme e hipereficiente. El Tao de Dick, el uno que son dos, los dos que son uno, es la relación entre hombre y mujer en la posmodernidad. Imposible y necesaria.
Todos los que tenemos más de 15 y nos gusta la ciencia ficción pasamos nuestras vidas enteras justificándolo. Una vez le preguntaron a Dick: «Y… ya estás escribiendo algo serio? Es decir, no es la ciencia ficción principalmente para niños?». Pero igual trataron a Galileo. Como los precogs en Minority Report, los que nos dedicamos al futuro somos niños que prevemos las maravillas y catástrofes que traerá consigo una década, un siglo, un eón de diferencia. Todas las veces que veo la fecha de un periódico me imagino qué noticias traería si 2012 fuera 2014, 2112, 40.000. Y como los precogs de Minority Report, somos vilmente usados, gastados y desechados por un enorme sistema que oculta nuestra importancia.
Pero si no fuera por nosotros, los Philip K. Dick del mundo, no habría piso que pisar ni platos que limpiar. Nohabría calles ni perros ladrando. Ni lavadoras, ni computadoras. No habría parejas imposibles, no habría estrellas y no habría Chávez. No habría nada. Absolutamente nada. Porque así no lo acepten, hasta Marta Colomina vive en la creación de un puñado de personas que, por alguna maldición sagrada, estamos condenados a vivir siempre el día de mañana.
Las historias de Philip K. Dick, todas, se pueden resumir así: yo, un hombre común, regular, con problemas simples, con ambiciones pero poca esperanza, viviendo el caos de una relación autodestructiva que necesito como el aire, voy por el mundo con mis problemas regulares, enfrentándome con puertas tragamonedas, replicas que son más reales que lo real, jefes benignos y programas de concursos místicos, cuando de pronto, K-SHWUUUSH, lo que era arriba es abajo, la que era mi amada es mi dios y quienes eran mis amigos ahora son miembros de una secta transplutoniana. La realidad se devela arbitraria y nadando en la nada, en un mar de paranoia destilada, voy hacia la luz de la realidad absoluta. La realidad absoluta, no hay otra salida, es Dios.
Yo no creo en Dios. Pero creo firmemente en Philip K. Dick. Una vez, por cuestiones de las leyes de Newton, no me pegaron tres tiros. Estaba discutiendo con una linda novia, medio ebrio y tratando de convencerla de que no, yo no quería nada con esa otra mujer, cuando de pronto estaba a 120 km/h manejando por mi vida. Entre latido y latido de mi corazón, lo primero que pensé fue: «estoy muerto y esto, absolutamente todo esto, ha sido un sueño».
Mi nombre es Christian Bogado y sí, yo soy bastante Philip K. Dickiano.