Número cero del cine nacional. Antes y después. Obra maestra imperdurable. Ojalá Chalbaud las hiciera así, con igual desparpajo y desenfado, en la actualidad. Su rabiosa modernidad evidencia el anacronismo, el conservadurismo y el estancamiento de la industria criolla, incapaz de superarla.
Para el propio autor es como una amarga condena, como la maldición de “Ciudadano Kane” para Welles, salvando las distancia. Siempre compararán su trayectoria posterior con aquella feliz confluencia de talentos y descubrimientos de los años setenta, entre la vieja y la nueva escuela.
A su modo metafórico, “El Pez que Fuma” anticipaba el declive o la decadencia de un sistema de cara al arribo de un orden estético diferente.
La dama de la actuación, Hilda Vera, fallecía por culpa de Miguel Ángel Landa, para darle cabida a la generación de relevo encarnada por el galán Orlando Urdaneta y la hermosa Haydée Balza, los dos ángeles destructores del “Teorema”, de “La Muerte en Venecia”, del “Gatopardo” cabaretero del creador inspirado por las musas dionisíacas de Fellini, las vanguardias de la posguerra y las corrientes emancipadas de la Caracas de ayer. Lástima porque no hubo continuidad en el proyecto, al margen de ciertas excepciones a la regla.
En cualquier caso, “El Pez que Fuma” sigue vigente a la luz de los ojos escépticos del espectador contemporáneo. No es poco mérito.
La cámara de César Bolívar abandona el trípode para proponer la ruptura con el canon clásico y rodar con sensibilidad documental el descenso a los infiernos esbozado por la pluma de José Ignacio Cabrujas.
A falta de recursos, el director se las arregla para estructurar unos planos secuencia de una contundencia expresiva admirable. Las escenas en la playa son brillantes y melancólicas. Anticipan el crepúsculo y el ocaso de los ídolos de la pantalla.
Los segmentos en el bar se resuelven con economía de medios y apuntan a lo alto de la poesía transgresora y subversiva del trash, del undreground, de la contracultura.
El guión permite el lucimiento de los personajes principales y secundarios. El Bagre cuenta las monedas con la ironía de Rafael Briceño, predestinado a cumplir un derrotero tragicómico en el relato. El mismo de Tobías y su sonrisa macabra del desenlace.
Nada perdura y es estable en el averno de los juegos de poder, de la ruleta rusa vernácula, donde los caciques ascienden y descienden con igual velocidad.
La economía del prostíbulo los quita y los pone, cual desfile de prostitutas cansadas y decrépitas, sustituidas por la carne fresca en busca de fama, dinero, éxito, lujo y confort. Imposible mejor retrato indirecto de la eterna campaña de la Quinta República, de la lucha del gobierno con la oposición, de la binaria y maniquea guerra civil no declarada, del sueño fracasado de los padres de la independencia, del insomnio de Bolívar.
Nuestros ancestros redactaron el libreto de “El Pez que Fuma”. Los fundadores de la patria le propinaron un puntapié a los españoles. Antes los colonizadores habían echado de sus tierras a los jefes de la tribu local. Es el pecado original del martirio de Colón.
Luego, Gómez traicionó a su amigo del alma, a su mentor, a su Dimas(Miguel Ángel Landa), a su aliado de la revolución andina, Cipriano Castro. En un giro ilustrativo del camino andando, Román inmortalizará al Cabito con texto de Luis Britto García. “La Planta Insolente” se llamará tentativamente para agradar al dueño de la Villa.
Chalbaud narrará con ella otra de sus biografías involuntarias e inconscientes, mientras describirá la crónica de una enfermedad anunciada, la del Castro del siglo XXI, armado hasta los dientes y aquejado por una dolencia fatal. ¿Cuál de ellos será su Judas?
A propósito, se me antoja el Román del 2012 la perfecta resurrección de sus fantasmas y pesadillas de “El Pez que Fuma”. Él es un poco como Jairo, adaptado a la situación del contexto, presto a asumir el control del negocio y sagaz para transmutarse con los colores del entorno.
Su capacidad camaleónica le ayudó para trabajar con reales de los Adecos, de la Cuarta, así como con dineros públicos de los rojo rojitos.
En el clímax, Jairo-Orlando se disfraza como Dimas-Miguel Ángel. Orlando es la caricatura de Landa, su doble bizarro, con bigotes de ranchero y tumbado de guapo al caminar, de Pedro Navaja. Copia sus ademanes y clichés. Le roba su esencia. Identifica la falta de identidad de un ecosistema voluble y volátil, sujeto a los caprichos de la moda y el consumo de la fantasía saudita. Fuente del progreso y tumba de la república democrática. Gasolina y veneno para el firmante de “Sagrado y Obsceno”. Su “Cangrejo” personal.
Miguel Ángel Landa y Orlando se escapan con sus queridas a la capital, para evadirse y refugiarse en los centros comerciales de los setenta. Similares a los de ahora con su entropía y negación de la alteridad, del espacio público, a efecto de brindar la ilusión de un mundo tranquilo y estable, al alcance del cliente con chequera en mano. Adelanto distópico y humorístico del paradigma Sambil.
Los antihéroes compran peluches y comen helados de “Miami nuestro”, gracias a las comodidades ofrecidas por los paraísos artificiales de Chacaíto y Paseo de las Mercedes, paradójicamente venidos a menos.
Jairo complace a la Garza al obsequiarle un boleto para ir al estado de la florida, espejismo turístico de la sociedad cándida del cuatro treinta, satirizada por la encomiable deconstrucción documental de Carlos Oteyza. Caracas era entonces una ciudad de despedidas.
Mimí Lazo asoma la cabeza y exhibe sus atributos, desafiando a la censura y a las ligas de la decencia. Intervención de infarto como cada arribo de la escultural, Haydee Balza, tímida y discreta a exigencia del argumento. Posteriormente, incorporará el panteón de la movida, del destape a la usanza autóctona. Por desgracia, le costará quemar la etapa del desnudo gratuito.
Sea como sea, “El Pez que Fuma” le asesta una cachetada a la doble moral instaurada por el régimen puritano de la Lopna. Verbigracia, las recatadas, oficiales y pudibundas versiones de Chalbaud de la ley resorte: “Zamora” y “El Caracazo”, llenas de impostura, de hombres solemnes y de un erotismo ramplón, inofensivo.
En cambio, “El Pez que Fuma” constituye un poderoso volcán, cargado de lava y magma libidinoso, a punto de estallar en la frente del receptor.
Encima, Arturo Calderón nos regala el chiste triste y entrañable de la parada de los monstruos. Se traslada en su patineta de freak como un olvidado de Buñuel, reivindicado por el afecto humanista de Román. Por ahí detecto a mi tío, Toco Gómez, bajando por una escalera mecánica de la Rinconada.
La música de Santos y las miles de anécdotas paralelas, me reconcilian con el pasado de mis padres, de mi familia, de mi infancia.
Gozo con la demencia de la quema del colchón, con los reclamos publicitarios de Zulia y Pepsi, con las gritaderas, con las golpizas, con los disparos a quemarropa, con las salidas de la Garza, con los mafiosos de pacotilla, con los contrabandos de perico, con el vouyerismo esotérico del Bagre, con los pasillos de los cuartos amarillos en fase de burdeles del centro, con los números de canto, con el mensaje de denuncia.
Shekespeare reencarna en “El Pez que Fuma” para vincular al trastorno del drama con el alegato de “Macbeth”, versión “Conde de Montescrito”.
El trono de sangre de la casa de citas, es un reflejo goyesco, kistch y demoledor de la silla presidencial. Dimas termina preso con Tobías y la Garza sufre el disparo de la revancha, de la venganza ciega en un teatro del absurdo con tintes de folletín autoparódico y posmoderno.
Asistimos al funeral de una suerte de hija de Caldera, de Marcos Pérez Jiménez, de Carlos Andrés Pérez. Jairo asumirá las riendas del coroto con su primera dama, una barragana como la de Jaime, una meretriz en toda regla. Coppola coincidió con la tesis, con el vaticinio, con el augurio en “Apocalipsis Now”.
Me gustaría cerrar con optimismo.
Lastimosamente, el sarcasmo pesimista de “El Pez que Fuma” impide abstraer una lección positiva.
De repente, lo ideal es tomar nota y evitar la repetición de su sentencia lapidaria.
Pero no es apropiado fingir demencia. Las pruebas marcan la agenda.
El 4 de febrero, el once de abril y el 7 de octubre, compendian un horizonte, una latitud a enmarcar en la frontera de “El Pez que Fuma”.
Su discurso edípico nos juzga en presente. De ahí el divorcio de Orlando con Román y viceversa.
Habrá futuro si conjuramos su legado.
Para la posteridad, su universo mutante, pop, desenfrenado y alucinado de ficheras, borrachos y malhechores.
La incorrección en pleno.
Criminal.