La policía. Pensé enseguida que algún vecino, alarmado por el encendido de las luces en el establecimiento, supondría que era objeto de un robo y avisó a las autoridades. Le comuniqué mis impresiones a Margarita, quien contestó:
-Vamos a darles el gusto de su vida. Abre la puerta.
-¿Cómo, vas a salir así, en traje de baño?
-Claro, no estamos haciendo nada malo y quiero verles las caras cuando aparezca en la puerta.
Accedí a sus deseos, y abrí el portón de entrada a la tienda. En efecto, la cara de los policías era todo un poema: esperaban la salida de unos malechores, y en cambio tuvieron la visión de una magnífica mujer, cubierta apenas por unos centímetros de tela, y tocada con un amplio sombrero de paja. A continuación salí yo, ataviado también con mi propio sombrero, y haciendo gala de un donaire que desconocía, les pregunté:
-¿Cómo están, caballeros? ¿Podemos ayudarlos en algo? La tienda está cerrada, pero podemos hacer una excepción con ustedes.
Un funcionario, que sería el de mayor jerarquía, me interpeló:
-¿Quién es usted?
Como toda respuesta, le extendí mi cédula de identidad, en la que figuraba el apellido que a su vez nombraba a la tienda.
-Caramba, señor Tomás, es bastante irregular esta situación…
-¿Rompí alguna ley al venir a buscar algo a mi propia tienda, oficial? Resulta que la señorita y yo nos vamos de viaje, y necesitábamos unos objetos para ello, objetos que están justo aquí.
El oficial estaba algo indeciso, pero Margarita le obsequió una sonrisa, y le dijo:
-No nos vaya a echar a perder la salida, señor agente… mañana es domingo, un día terrible para pasarlo en una jefatura, y si se pone a ver sin ninguna razón, puesto que no estábamos haciendo nada malo… Ande, súbase a su patrulla y permítame vestirme, que me está dando frío.
Sin mediar palabra, y con los ojos todavía bizcos, los policías se subieron a su vehículo y se alejaron a toda prisa del lugar.
-Jaja, los dejaste boquiabiertos, Margarita… no es para menos, una diosa emergiendo de la oscuridad de una tienda en el centro, con puesto apenas lo necesario para no ser calificada de escándalo público, saca de sus cabales a cualquiera…
-Sí, le dimos tema de conversación para varias sesiones de café. Bueno, pero vamos a apurarnos, nos están esperando ya.
En cuestión de unos 45 minutos estábamos alistados, y salimos los cuatro hacia el encuentro con esas personas amigas de Margarita, a quienes desconocía. Tomé la precaución de cambiar de carro, pues era mejor que los perros viajaran en el Bel Air, que ya empezaba a ser considerado un anciano pero todavía cumplía con su función, y de qué manera. El punto de encuentro fijado fue el peaje de la autopista que comunica la ciudad con el litoral. A esa hora el lugar estaba desierto; apenas nuestro vehículo, y a los 10 o 15 minutos los otros dos carros: un Opel Manta y un Jeep, de los cuales bajaron 4 personas. Me sorprendí al ver que eran 3 mujeres y un solo hombre; en mi mente me había hecho la idea de que iban a ser dos parejas. Cumplimos el clásico rito de las presentaciones, por lo general inútil pues los nombres no quedan fijados sino después de varios intentos. No faltaron los gritos de admiración provocados por la aparición de los dos perros, a los cuales bajamos del carro para que satisficieran sus necesidades corporales, y caminaran un poco antes del largo viaje. Hamlet aprovechó para pavonearse, con especial énfasis hacia una de las dos muchachas que viajaban juntas. Por alguna razón la había escogido, supongo que fue algo relacionado con la química de ambos; lo cierto del caso es que Lucía, como se llamaba, quedó prendada de él.
Margarita me llamó aparte, y me dijo:
-Bueno, amiguito, así están las cosas: Lucía se va en tu carro, y yo me mudo al de Verónica. Tengo algunas cosas que hablar con ella, y creo que ustedes se la van a llevar muy bien. ¿Te importa llevar a mi perra?
Pensé en protestar, pero sabía de antemano que sería inútil, por lo que no me quedó más remedio que aceptar. Por otra parte, Lucía parecía bastante simpática, y era muy bonita, por lo que no podía quejarme del cambio. Tras algunas bromas por parte del resto del grupo, nos pusimos en caravana: el Jeep encabezando, el Manta en el medio y el vetusto Bel Air en la retaguardia.
A esa hora recorrimos el camino como una exhalación, tal era la soledad de las vías. Aproveché para tratar de conocer a mi inesperada compañera de viaje, pero en las primeras de cambio no tuve suerte, pues se limitó a contestar con monosílabos mis preguntas. Visto mi escaso éxito, le pregunté si más bien no prefería escuchar algo de música, cosa que le cambió la cara. Dijo:
-Claro que sí, ¿tienes reproductor en este carruaje?
-Claro, este vehículo será viejo pero no está exento de comodidades, en el tablero puedes ubicar el flamante Pioneer que goza de 12 vatios de salida por canal- dije como si fuera un vendedor de carros, o de aparatos de sonido.
-¿Te importa si pongo uno de mis cassettes?
-Para nada, vamos a ver cuales son tus gustos. – A pesar de tener reproductor instalado, mi colección musical daba bastante lástima, ese era un campo en el cual no había tenido tiempo ni ganas de cultivarme, por lo que el ofrecimiento de Lucía fue muy oportuno. Colocó en el aparato una cinta, y a los pocos instantes comenzó a sonar una música desconocida por mis oídos, cosa poco improbable, de todas maneras. Por no dejar, le pregunté:
-¿Qué es lo que suena?
Me miró con cara de decepción, y se limitó a contestar:
-Tommy, de los Who.
Para mí fue igual que me dijera Frank , de los What, tal era mi ignorancia. Pero mi orgullo me obligó a decir:
-Tommy, claro. Tenía años que no lo escuchaba.
-¿Años? Salió el mes pasado a la venta, eres muy mal mentiroso.
-Me descubriste. Te voy a contar mi triste historia, para que veas porqué no he tenido tiempo de conocer esas cosas.
Le solté un pequeño monólogo sobre mis años en la montaña, saltándome los episodios menos favorables -no quería espantarla de buenas a primeras – y cuando acabé ya estábamos llegando al puerto. A partir de ese momento la carretera se encogía, convirtiéndose en un camino de un solo canal por sentido, por lo que tuvimos que aminorar la marcha. Eso no nos desmotivó en absoluto, pues nos permitió apreciar el espectáculo del mar en los momentos previos al amanecer, cuando el cielo está más negro, y el océano es apenas una insinuación orlada de espuma a ratos. Recorrimos una larga carretera, salpicada por esporádicos puestos de comida, por lo general de empanadas o pescado frito, con sus curiosos anuncios en los que un pez coronado invita sonriente a que se lo coman. Rodamos un largo trecho, hasta llegar a una especie de ciudad vacacional, la cual atravesamos para llegar al comienzo de un camino de tierra. Allí hicimos un alto, y el conductor del Jeep se bajó para darme algunas indicaciones sobre cómo afrontar ciertas circunstancias a las que haríamos frente. En particular deberíamos atravesar varios ríos. Le dije que tenía cierta experiencia en ese tipo de trayectos, ya que el la cordillera esas condiciones eran normales, y más tranquilos retomamos el camino. Al poco rato, Lucía se había adormecido, depositando su cabeza en mi hombro.