Siempre es grato reencontrarse con una película después de haberla visto en casa. Puedes confirmar defectos , descubrir virtudes o verificar relaciones.
Muchos largometrajes de hoy no superan la prueba. Es decir, se admiran de igual forma en pantalla grande y chica. Pienso en innumerables piezas criollas, comedias enlatadas, melodramas chorongas y cintas independientes, cuyos trabajos audiovisuales copian el estándar de la televisión bidimensional. Es el caso de “Er Conde Jones”, “Memorias de un Soldado”, “American Pie 4” o “Los Descendientes”. Obras planas, chatas y despersonalizadas.
Por el contrario, “Drive” gana en su proyección dentro de la sala oscura, donde resalta su diseño de sonido, así como su propuesta de fotografía. Se perciben las complejas texturas de la imagen, de la música y del audio de fondo.
Además, el espectador aprecia el verdadero volumen de la profundidad de campo y de las resonancias estéticas de la producción.
En el mismo sentido, cuatro cuestiones llamaron mi atención: el inteligente uso del fuera de cuadro para elevar el suspenso, la plasmación de la violencia gráfica, el manejo metalinguístico de la cultura pop y el aprovechamiento del contexto a fin de traducir el contenido implícito del guión.
Disfruto de cada detalle del vestuario y del arte, desde los “monos” marca Puma de los mafiosos de poca monta hasta la caja de puñales del psicópata de la trama. Posible reflejo adulto del protagonista, como en “Terciopelo Azul” y “Carretera Perdida” de David Lynch.
En el juego de espejos múltiples del autor, Ryan Gosling incorpora a un doble de Hollywood, un ser anónimo devorado por la industria y la ciudad.
Lleva una extraña chaqueta, a lo “Rebelde sin causa” y “Corazón Salvaje”, para reafirma su identidad, su naturaleza de escorpión en un mundo de alacranes.
Le pagan por chocar deportivos a la usanza de “Crash”, vive a la sombra de un paraíso artificial y conduce por la vía alterna de una trayectoria oscura, paralela.
Rinde tributo a los clásicos y a los posmodernos de la persecución en automóvil, de “Contacto en Fracia” a “Prueba de Muerte” de Tarantino.
Nicolas Winding Refn se cuida de no emplear efectos digitales. Opta por lo analógico como respuesta a las auras frías del sistema de captura de movimientos, la pantalla verde y la tercera dimensión. Decide recubrir a su antihéroe con una máscara inexpresiva de látex, evocando al prisionero calvo de “Bronson”.
Como él, nadie logra redimir su parte diablo, su aguijón de vengador anónimo, condenándolo al ostracismo, la marginalidad y la soledad. “Drive” es la historia de la colisión de “Bronson”, de su indoblegable espíritu comanche y maldito, con el sueño americano de las pinturas de Edwar Hooper, entre talleres, gasolineras, restaurantes, suburbios, garajes y espacios carentes de humanidad.
El mérito del realizador, como el de Quentin en “Pulp Fiction” y “Jacky Brown”, radica en sacar a la luz la podredumbre moral y la corrupción escondidas detrás de la fachada de los templos del consumo, de las pizzerías, de los no lugares.
Enorme distancia con la épica del canon de la meca. Según la regla del mainstream, el chico salvará a la chica por amor y se quedará con ella en el desenlace.
“Drive” muestra la falsedad del camino romántico, a través de recursos como la música almibarada y la cámara lenta, para de inmediato proceder a retratar el destino trágico del piloto kamikaze, obligado a repetir el círculo vicioso de “Taxi Driver”.
Librará a una pobre dama de una pena de muerte, al costo de exiliarse en la nada.
La poética existencial y melancólica de “Drive” se beneficia del absoluto silencio, del mutismo de “El Samurai”, en cuanto permite el lucimiento de la verborrea macabra del colosal, Albert Brooks, en clave de “Blue Velvet”. Se entiende porque le negaron el Óscar. Tampoco se lo dieron al viejo Dennis por su papel.
Ron Perlman, el estimado pie grande, le aporta una intimidante singularidad y familiaridad a su estampa de asesino a sueldo. Carey Mulligan luce encasillada en su pose de mujer víctima del machismo desatado de la raza extranjera. Su marido come arepas y asume un porte de latino. Único caballero prescindible del reparto.
El argumento resulta discutible por su apelación a tópicos y esquemas agotados. En su descargo, la dirección compensa las debilidades del libreto, enriqueciendo la densidad del no relato o del cuento de escasa proporción.
A “Drive” no le interesa emitir sentencias lapidarias, escribir manifiestos, esgrimir una tesis cerrada y maniquea.
Con sugerir ideas abstractas y ambiguas, le basta y sobra, por medio de un idioma cool, digerible, accesible y trendy.
He ahí el dilema del conjunto.
Nos enseña el abismo, el descenso al infierno, en función de un acabado plástico de fashion “movie” con ínfulas de serie “b” de los setenta.
Sea como sea, es un gusto y un placer culposo apreciar los matices de la impostura.
Es como asistir a un funeral zombie, animado por el tecno de Kavinsky con ecos de John Carpenter.
No sabes si llorar o salir bailando.
Recibes martillazos en la frente, salpicaduras de sesos y besos del más allá.
Ni hablar de la primera secuencia.
Orfebrería mutante casi de ciencia ficción.
Ejemplo de film noir del tercer milenio junto con «Collateral».
Distopía de la traición. Retrato del darwinismo social, de la crisis del siglo XXI.
El dinero todo lo destruye.