Que nadie se llame a engaño. Lo que voy a escribir a continuación está escrito desde la envidia. Así. Sin matices. Nade de “es envidia sana” o “envidia de la buena”. No. Es envidia vulgar, simple, común, llana y corriente el único sentimiento que me mueve a escribir acerca de la novela Liubliana (Ediciones B, 2012) de Eduardo Sánchez Rugeles.
Y es que ¡cómo no envidiar a ese muchacho que apenas pasa los 30 años, aunque al verlo pareciera que acaba de cumplir los 20. Con esa pinta de niño bueno, pinta de nerd, a decir verdad, que es capaz de escribir de la manera como lo hace y que, además, puede vivir de eso! Sin contar con que es objeto de la profunda admiración de Laura. Todo eso es suficiente para despertar la envidia hasta de un santo.
Laura. Laura. Creo que debería estar prohibido que alguien despierte en Laura tanta admiración como la que despierta Eduardo en ella. Me atrevería a pedirle a Chávez que con el poder que le otorga la Ley Habilitante, que se supone que es para legislar por la emergencia de las lluvias pero que a él le vale hasta para prohibir que exista el cáncer, que impida, por decreto ley, que existan muchachitos como el Sánchez Rugeles, talentosos, buen mozos, que a pesar de vivir en Europa, hasta huelen bien y cuya simpatía traspasa la redes sociales y los monitores de computadoras para seducir incautas como Laura, que babea por él.
A los textos de Eduardo había llegado por diferentes vías. Algunas veces alguien guindaba en su muro de Facebook algún artículo del escritor o algún tuitero posteaba un link a su blog y, al abrirlo, indiferentemente, siempre, me sorprendía un buen texto. Alguna crónica o ensayo en los que nos dibujaban descarnadamente como venezolanos y como personas.
Un coñazo. Eso es lo que he debido meterle a ese carajito. Sé que la envidia es mala consejera pero yo advertí al inicio de este escrito que lo escribía desde ese sentimiento mezquino, cizañero y censurado por todos.
Mientras esperaba que a la librería llegara Liubliana, decidí comprar Los desterrados (Ediciones B, 2011). Esa misma noche comencé a leer las crónicas de Lautaro Sanz. Fue entonces -a leer el primer relato del libro y descubrir que lo había leído hacía tiempo en la web-, que pude relacionar a Lautaro con Eduardo y a estos dos con el muchacho flaco, de voz pequeña, que presentara su novela ganadora en la Biblioteca Pública del Zulia ante un vergonzosamente escuálido público. Aunque al escritor, según me comentó al día siguiente, no le sorprendió.
-Es así en todos lados. –Me contestó cuando le comenté que me había sentido avergonzado por la poca asistencia de público la noche anterior.
No joda. ¡Menos gente ha debido ir esa noche! Si ya se me hacía insoportable abrir el facebook y conseguir siempre en el muro de Laura un link que dirigía a algún texto de Eduardo o encontrar algún post del carajito en la web y, al revisar los comentarios al pie, ver aparecer entre los primeros, uno escrito por Laura con esa devoción que le profesa, ahora, después de conocerlo, de verlo a los ojos…
Con Sánchez Rugeles me sucedió como pasa mucho con las vainas de internet. A uno le llega tanta información, de tantas partes que, por momentos, se pierde la capacidad de relacionar una cosa con otra, hasta que llega algún evento que te da la luz.
Sus crónicas del destierro me cautivaron una vez más. La manera particular que tiene el autor de jugar a dos bandas entre la superficialidad de la televisión y la profundidad de la literatura, su modo singular de acercarse a lo mass mediático y vincularlo con lo más eximio de la literatura y el arte. Esa mezcla entre banal y sublime de sus crónicas, en todo momento con la palabra precisa y el tono perfecto, siempre termina asombrándome.
Al leer en una misma edición las crónicas de Lautaro, esos textos que ya con anterioridad me habían seducido, unos más que otros, de manera dispersa en internet, cobraron una nueva dimensión, tomaron una nueva connotación y dibujaron un mundo particular. Pude intuir ese microcosmos que se me descubriría con más destreza en el manejo de la palabra y de la anécdota, en Liubliana
Lo que más me asombra es cómo pude contenerme. Cómo me aguante tanto tiempo en el restaurant árabe sin darle aunque fuera una patada por debajo de la mesa que pareciera no intencionada. Ahora, que acabo de cerrar su libro y con el ejemplar sobre mis piernas escribo este relato, arrepentido de no haberme dejado llevar por mi instinto, me atrevo a formular una teoría acerca del nacimiento Liubliana y sobre su autor.
Liubliana es una obra que cabalga entre la novela negra y el teleculebrón latinoamericano. Se mueve entre el musical cinematográfico, con imágenes tan de pantalla grande como la escena de la serenata de Vivancos, cuyo final oscila entre la derrota del cine mexicano y la sensación triunfalista de la «Sociedad de los poetas muertos». Es un libro con aires de telenovela brasileña de los 80 con cierto matiz cabrujiano en «La señora de Cárdenas». Juega con maestría con el suspenso literario y las películas de detectives. La narración es absolutamente cinematográfica.
No puedo creer que en el cuerpo de adolescente pajizo con carita de nerd y manos temblorosas que tiene ese sujeto con quien fui a almorzar al Gran Rauchí en compañía de mi querida Laura, que en la mente de ese muchachito aparentemente tan formalito, tan clase media caraqueña, tan “Buenas tardes, ¿cómo está usted?”, tan «yo no rompo un plato», se pueda esconder tanta vida y pasión, que pueda albergarse tanto mundo y tanta historia como la descrita en Liubliana.
Cada página de la obra sorprende por la pericia de Eduardo para manejar varias historias, diversos personajes y múltiples tiempos sin perder el sentido de la trama y manteniendo en todo momento el interés del lector sin que uno pueda sentir que, en algún momento, la historia cae o afloja la tensión.
Me pasó que, por momentos, cuando ya había avanzado más de un tercio de la novela, observaba la cantidad de páginas que me faltaban para acabarla y me preguntaba cómo se las ingeniaría el autor para continuar una historia que parecía haber dado ya todo de sí. Pues se las ingenia, y ¡de qué manera!
Liubliana es una historia de perdedores, de derrotados. Sus personajes, magistralmente trabajados y dibujados por Eduardo se mueven entre sus fracasos, sus temores, sus miedos, desesperanzas, miserias y las más bajas pasiones. Incluso a aquellos que pudieran mostrar un poco de elevación intelectual y espiritual, y que manifiestan un poco de altruismo, al final, los encuentra un cruel destino. Eduardo no parece hacer concesiones.
Contemplo la carátula con el puente de los dragones sobre mis piernas, y recuerdo esa comida a la orilla del Puente sobre el Lago: Yo, tratando de parecer un poco inteligente para llamar la atención del joven escritor que estaba conociendo en ese momento y, sobre todo, para no parecer un estúpido a los ojos de mi estimada Laura. Sentía que no se me ocurría nada ingenioso qué decir y que en ese instante no era más que una excusa entre esos dos seres que se admiran mutuamente por la relación ‘facebuquiana’ de larga data que mantienen. Se me exacerba la envidia de sólo recordarlo, pero, por fin, logro ver la luz.
Carla, en la novela, para poder superar su historia tiene que anularse, borrar, negar, ocultar su pasado. Si quiere sobrevivir y tener una vida, si no feliz, por lo menos tranquila, alejada de sus fantasmas, tiene que desaparecer todo rastro de vida anterior. Y Gabriel, luego de pasar una vida sin tomar decisiones o equivocándose al hacerlo, descubre que el llanto solo puede brotar de sus ojos para dar entrada a la muerte. Ironía de la vida humana, mientras la mayoría de las personas lloran al momento de nacer, para entrar a la vida; Gabriel sólo puede hacerlo para salir de ella.
Los personajes de Liubliana son seres mutilados, castrados emocionalmente, que pasan su vida entera sin que lleguen realmente a conocerse unos a otros. Incapaces de manifestar sus sentimientos, solo logran interrelacionarse a través de juegos, monitores y pantallas e internet. Los sentimientos siempre quedan atrapados entre el nudo en la garganta y el chiste cruel.
Son personajes desarraigados que se desenvuelven en una ciudad -yo diría en un país- que acentúa ese desarraigo. Un lugar que no deja espacio para el recuerdo de vivencias pasadas. Entonces, Liubliana es un grito que denuncia un país en el que no hay cabida para la historia personal y el sentido de pertenencia. Un lugar donde, en apenas dos años, deja de existir ese parque en el que te diste el primer beso, la escuela en la que te enamoraste de la maestra de tercer grado, el bar de tu primera borrachera. De un día para otro no queda evidencia física de tu historia de vida.
Ahora está todo clarito. ¡Estos eventos de la novela tienen la clave! Los libros firmados por el admiradísimo por Laura; Sánchez Rugeles, no son escritos por él. Son obra de alguno de los grandes escritores del boom latinoamericano desaparecido. Un Cortázar, tal vez, que cuando creyó que se le habían agotado sus historias y no tenía nada que ofrecer, decidió fingir su muerte y retirarse pero a quien, los acontecimientos tan surrealistas que suceden en esta nueva vida en Venezuela, en estos tiempos de socialismo del siglo XXI y de falsa revolución, le movieron los cimientos y no pudo contenerse, tuvo que sentarse a escribir la historia.
Liubliana, que podría pecar de localista al tocar temas tan venezolanos como la política nacional, la tragedia de Vargas, o la vida caraqueña en Santa Mónica, de la mano de Sánchez Rugeles logra convertirse en una historia universal. Lo que en un principio es una oscura trama de amor, con atrevidas, descarnadas y grotescas descripciones de las relaciones sexuales de los protagonistas, logra superar los localismos y se convierte en un reflejo de las sociedades de cualquier país del mundo.
Ese chamo que me ignoró durante todo el almuerzo, al punto que le arrebaté de su plato la comida sin que se diera cuenta porque sus ojos vidriosos, como de sátiro, alternaban su visión entre la hermosa dama que nos acompañaba, mi Laura, y el inmenso paisaje de cielo azul y lago oscuro, no es el creador de esos mundos literarios. Este carajito es un perverso impostor. Ahora entiendo por qué Laura me llevó al almuerzo. Ella intuye algo y me usó como muro de contención para evitar que el pisapasito la atacara como lo hacen los personajes de las obras que firma.
Todo en Liubliana está matizado con una exquisita ironía, una intensa intriga y una profunda crítica al supuesto altruismo de algunas personas integrantes de organizaciones de “ayuda” humanitaria y que pueden terminar siendo fachada para tapar delitos como el tráfico de personas o la pedofilia, la trata de blancas o adopciones ilegales. Eso sin dejar de lado la crítica irónica que hace la novela a la llamada “literatura de la nueva era”. Con el desparpajo habitual de Eduardo, defenestra las publicaciones de libros de autoayuda y crecimiento personal de algunos autores que parecieran escribir sólo para que la gente tenga de donde sacar sus citas “hermosas” para el estado de Facebook, o para sus 140 caracteres de Twitter y que terminan siendo sólo un vulgar negocio que engorda los bolsillos de algunos vivos a costillas de los pendejos que se creen el cuento.
No pude luchar contra esa admiración mutua que sienten Laura y el impostor y contra la fascinación por la inmensidad del lago y el puente a nuestro lado. Reconcomiado porque esa tarde sólo existí para que me pidieran que les hiciera una foto a los amigos con el puente y el lago al fondo, llego a la conclusión, estoy casi convencido, que Liubliana, como la mayoría de los textos de Sánchez Rugeles, no son escritos por el mocoso con lentes que tenía a mi lado.
Eduardo juega con los tiempos, los personajes y las historias de la novela como quien toma una plastilina en sus manos y la modela a su antojo y conveniencia. La estira, la secciona, hace figuras y piruetas, las amalgama para volverlas a separar después, en una historia cíclica, cargada de intriga, suspenso y humor negro que tendrá su desenlace fatal en un extraño y remoto lugar, lejos de la tierra maldita donde nacieron sus personajes. Un sitio donde parece esperar la felicidad: Liubliana.
La excelente música de Alvaro Paiva Bimbo, cuyo CD acompaña la edición venezolana de la novela y creada como soundtrack para Liubliana, la escucho una vez más mientras escribo estas líneas. Siento que hay algunos momentos de la novela en los que de verdad acompañaría a la perfección. Es la música ideal para partes de la narración, aunque me pasó como con los personajes de los comics impresos cuando les ponen voz, al leer el libro, le fui poniendo la música, los sonidos y, por eso, al instrumental de Paiva tengo que, invariablemente, intercalarle la banda sonora que ya me había formado en mi mente cargada de boleros, rancheras, tangos y composiciones de Sabina. El CD me acompañaría en los momentos más melodramáticos de la historia o en su mayor suspenso.
Eduardo Sánchez Rugeles, te tengo pilla´o. La verdad se me ha mostrado como claras notas musicales, como una canción de Sabina o de Yordano. Tú no eres más que una mampara, un impostor, una firma en la portada de un libro. Detrás de ti hay un talento oculto, hay un maestro de las letras que no se atreve a dar la cara para enfrentar y justificar su desaparición. Algún día esa historia se sabrá. Tendrás que devolver tus premios y laureles. Caerá la deshonra sobre ti. Disfruta tu cuarto de hora, Eduardo, porque esta sentencia es como la maldición que le hiciera Carla a Gabriel en el aeropuerto al momento de despedirse, moviendo su mano derecha, como en Charmed. Yo esperaré tranquilamente tu debacle, entonces, el cariño de Laura, mi querida guajira, será solo para mí y ya no te admirará.