Después de dos horas largas de camino sinuoso y accidentado, en el cual cruzamos unos cuatro ríos (por fortuna de poco caudal gracias a que estábamos en temporada seca), llegamos a una hermosa playa, recién bañada por el sol todavía tímido del amanecer. Abandonamos desperezándonos los carros: éramos seis lagartos tullidos por la incomodidad de los habitáculos, buscando calentarnos con el astro que brillaba a ras del horizonte. Y dos perros que apenas tocaron la arena corrieron jubilosos hasta perderse en la lejanía.
Tuvimos la playa en exclusividad, ese día. Más nadie llegó a perturbar la paz que disfrutamos por unas 12 gloriosas horas. Montamos un improvisado campamento, y acto seguido nos dispusimos a tomar una pequeña siesta reparadora, puesto que no habíamos dormido en toda la noche. Nos tendimos sobre la arena los seis; mi blancura resaltaba entre tanto cuerpo curtido por el sol, ya que mis acompañantes eran asiduos visitantes de la costa. Pero no me importó gran cosa, ya que Lucía de manera espontánea se acomodó a mi lado, y eso era suficiente para mí.
Dormimos hasta que el sol se tornó decididamente hostil, y al despertar corrimos como niños hacia las olas. Aquí debo hacer un paréntesis, para aclarar que en esos días distaba mucho de ser un buen nadador, y que el mar no estaba para nada calmado. Pero tanto el entusiasmo de mis compañeros como el temor de quedar en ridículo me hicieron tomar una determinación estúpida: me zambullí y empecé a cruzar las olas que se me atravesaban. «No lo estoy haciendo nada mal», pensaba; pero al cabo de un rato una fuerte resaca empezó a arrastrarme costa afuera. Comencé a sentir pánico: cada vez la playa se veía más pequeña, y el fuerte oleaje me obligaba a realizar esfuerzos constantes para evitar sumergirme. Fueron unos angustiosos minutos, en los que pensé que iba a morir ahogado ya que las fuerzas comenzaban a abandonarme; pero de la nada sentí un cuerpo al lado mío y una boca que asía mi brazo. Traté de gritar hasta que descubrí a quien pertenecía dicha boca: era – quien más podía ser – mi fiel Hamlet, que no dejó de observarme un minuto desde el momento en que entré al agua y cuando presintió que estaba en peligro no dudó ni por un momento en ir por mí. Me sirvió de improvisado flotador, y como pudimos nos fuimos acercando a la orilla, ayudados por el otro hombre del grupo, en gran Martín.
No pasó de ser un gran susto, y para pasarlo apareció una botella de ron de la cual me hicieron tomar un largo trago. Después fue pasando de mano en mano, y empezaron las risas y los cuentos que surgen cuando se está en compañía y se tienen ganas de divertirse.
-Bonito desayuno – dije al notar que el estómago comenzaba a gruñir.
-Por allí deben haber unos sandwiches, ¿no, Verónica? – dijo Lucía.
-¿Sandwiches? ¿Para que están las señoras que madrugan para hacer empanadas? Nombro una comisión formada por Lucía y Tomás para que se encargue del aprovisionamiento de esta expedición playera – esta era la despótica y disponedora Margarita – Además sospecho que a esos tórtolos en vías de enamoramiento les vendrá bien un rato a solas.
Todos los demás estuvieron de acuerdo con la proposición, y no nos quedó más remedio que acatarla. Nos fuimos caminado hacia la carretera de entrada a la playa, y de allí, tras andar unos minutos, llegamos a un humilde rancho, o más bien cobertizo, hecho de listones de madera y rematado por hojas de palma.
-Buenas, mijos, ¿que les puedo ofrecer? – nos recibió con su mejor sonrisa una señora flaca, la cara surcada por profundas arrugas, y de boca desdentada.
-¿Como está, señora? ¿Tendrá empanadas?
-De queso y de cazón, ¿cuantas son?
-Deme unas 20, somos un bandón…
-Cónfiro, ¿tantas? Van a tener que esperarse un poco, si quieren dan una vuelta y regresan en veinte minutos más o menos.
-Bueno, será. ¿Tiene algo de tomar?
-Jugos naturales…
Nos sirvió dos vasos de un líquido de color indefinido, pero de excelente sabor. Después de ingerirlos, decidimos explorar los alrededores, y adentrándonos en el monte escuchamos un rumor de agua corriendo. Nos fuimos acercando a la fuente de ese sonido, y nos encontramos con un paisaje paradisíaco: una poza, casi circular, de oscuras aguas, resguardada por una enorme piedra de unos quince metros de altura. Todo bajo la penumbra propiciada por una espesa vegetación que dificultaba la entrada de los rayos solares.
-¡Que bello! – Exclamó Lucía – Ven, vamos a meternos.
Así hicimos. Y ese lugar, mágico y primitivo, fue testigo del enlace, sellado por la unión de nuestros cuerpos desnudos al amparo de las aguas.