A la mañana siguiente de haber conocido a los muchachos del teatro Mella, mientras me bañaba, tomé la decisión de que no permitiría que las injusticias que veía por doquier en La Habana, me afectaran hasta el punto de casi amargarme el viaje. Total, nada podía yo hacer para remediar la situación y conocerlos a ellos me sembró una esperanza de que ese pueblo, algún día, conseguiría superar sus problemas y vivir en una mejor sociedad.
Estaba terminando de vestirme, cuando sonó el teléfono de la habitación para informarme que Eugenio me esperaba abajo. Tomé unos pesos cubanos que tenía en la habitación y no había utilizado pues todo había que pagarlo en divisas y fui a su encuentro para visitar La Habana Vieja y comprar algunos libros, que era el único artículo que un turista podía comprar con los pesos.
Cuando entré al lobby, me extrañó no encontrar a Eugenio en el salón, miré alrededor y lo conseguí afuera del hotel. Le molestaba bastante la incomodidad que significaba estar esperando dentro de un sitio donde sabía que no era bien visto. Así me lo hizo saber.
Recorrimos las hermosas calles de La Habana vieja, con su arquitectura barroca y neoclásica. Visitamos la barroca Catedral de San Cristóbal que necesitaba una urgente restauración pero, según me dijo Eugenio, era muy costosa pues tenía serías fallas estructurales que se debían reparar, y el gobierno no contaba con el dinero precisado para eso.
Fuimos al Capitolio que, irónicamente, recuerda al de Estados Unidos, la Plaza de Armas, contemplamos el faro de El Morro y visitamos la Bodeguita del Medio, donde entramos sólo para ver uno de los lugares preferidos de Hemingway, con sus paredes tapizadas de fotos autografiadas de personajes famosos de todo el mundo, que han tertuliado en el sitio. La visita fue sólo para curiosear y conocer pues los precios eran prohibitivos para un joven turista con corto presupuesto para viajar.
Los pies me ardían de tanto andar, pero lo que estaba viendo bien valía el cansancio. Tenía la mirada llena con esa arquitectura colonial que lo devolvía a uno a siglos anteriores.
El cubano tiene dinero
pero no tiene qué comprar con él
Comenzamos a visitar librerías y me pusé frenético comprando libros. Los pesos que tenía se me agotaron y no me alcanzaron para todos los libros que tenía seleccionados. Comencé a apartar algunos para llevarme sólo los que más me interesaban. Eugenio me preguntó que por qué no los llevaba todos.
Le expliqué que los pesos no me alcanzaban y él, amablemente, se ofreció a dármelos. Pensé «primera vez que en este país, en lugar de pedirme, me ofrecen algo». Apenado, le dije que bueno, que sería un préstamo y que al llegar al hotel, cambiaría dinero y le devolvería sus pesos, sesenta en total que me faltaban.
-No te preocupes, asere -Me dijo- esos te los regalo yo.
Por supuesto, no podía aceptarlo y así se lo hice saber. Le dije que si no me los cobraba no podía recibirlos pues, yo sabía que eso era cerca de la mitad de lo que él ganaba al mes.
-Para lo que me sirve el dinero -fue su respuesta-. Yo dinero tengo, lo que no tengo es qué comprar con él. De lo que gano al mes, generalmente, me sobran pesos, pues las cosas que necesito no las puedo comprar con ellos.
Recordé haberme prometido a mi mismo que no me afectarían ese tipo de comentarios y llegamos al acuerdo de que le compraría en la tienda de Intur alguna cosa que necesitara y así le pagaría sus sesenta pesos.
Me pidió cassettes vírgenes para grabar música, una de las pasiones que tenía y que le costaba satisfacer pues los cassettes sólo los vendían en divisas, monedas que él no poseía.
Así quedamos y ya casi al final de la tarde, a eso de las cinco, me acompañó al hotel y nos despedimos hasta la noche, cuando nos veríamos en casa de Fidel Ernesto, donde nos reuniríamos para cenar junto con Julio, Alejandro y Verónica.
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