Son casi las 12 de la noche y el mármol se siente bajo los pies desnudos como un bloque de hielo, generador de una procesión de hormigas en las extremidades inferiores.
Los adornos de siempre decoran un sombrío y desolado hogar, en el cual no ha sido posible fundar una familia. A pesar de todo, las paredes se mantienen impecables y están perfectamente definidas, inclusive las arañas se desplazan de manera enloquecida para aplicar estrategias particulares, a fin de escapar de la metodicidad que este hombre, quien ya ronda los 70 años, aplica al limpiar el lugar.
Con un desarticulado movimiento, se levanta el ser del mueble que lo mantenía enterrado en las entrañas de una profunda concentración, necesaria para volar a ras de las tinieblas que caracterizan la habitación.
El sigiloso asomo por el gran ventanal muestra una realidad paralela, donde pareciera existir otra civilización. El refugio del Señor se vincula a este ambiente peculiar, únicamente a través de las interpretaciones de cada observador, el interno y el externo.
En el exterior, la gente se debate en el lodo de las traiciones, la indiferencia, los celos y los deseos orientados hacia lo inalcanzable. Aún así, vistas las personas desde adentro, parecieran interpretar una de las películas mudas más taquilleras de la historia del cine.
La ventana se ilumina con grandes frases luminosas cuyos escudos son las enormes estructuras que las sostienen. Sus luces saborean periódicamente a la ciudad que se mantiene despierta y solamente las nubes son capaces de acariciarlas a su antojo.
Abajo, justo sobre el concreto y el asfalto, se vive una especie de historia de amor forzada, ya que cientos de amos despiadados vociferan miles de palabras sobre almas oprimidas, algunas errantes. Los rostros de los obreros al servicio del dinero y la ignorancia, se notan extremadamente demacrados, asemejándose a espejos expuestos a la continua intemperie.
Invisibles unidades trabajan de sol a sol, estableciendo constantemente encrucijadas sin direcciones de partida palpables, vigorizando una monotonía inestable y absurda que se puede sentir en ambos ambientes, el protegido donde es posible respirar profundamente, y el acelerado, donde la fusión de olores citadinos provoca nauseabundos malestares a quienes por allí pasan.
Deseos inconclusos que se arrastran suplicantes en el valle de pupilas multicolores, celebraciones de fallecimientos, compartir comida con mascotas que generalmente se alimentan mejor que los dueños, pagos de obligaciones que se discuten abiertamente, sexo callejero e innumerables posibilidades observables.
Destacan las pecosas y angelicales criaturas que suplican por una limosna mientras las madres las controlan cual insoportables fisgonas. Estos ángeles pintados por la contaminación ambiental que caracteriza las calles de las grandes metrópolis, aprovechan cualquier momento disponible para jugar con sus amigos, para patear un balón, para degustar deliciosas sobras que lograron esconder del gendarme que las parió.
Los artistas de la calle captan perfectamente estas imágenes, aliñadas con el placer que otorgan las mujeres casuales, cuya infancia fue análoga a la de las niñas pedigüeñas. En este mundo paralelo para el Señor que observa, cada quien tiene su dueño, y cada dueño actúa como un banco cuyos intereses son extremadamente filosos.
En el interior, el individuo mantiene el equilibrio con el bastón y el marco de la ventana que no abre para protegerse del frío decembrino y los olores que tanto odia. Ese bastón que en su juventud fue la sangrienta espada del gladiador, unos años atrás la llave de la ciudad añorada y en la actualidad, el simple y necesario apoyo para no caer.
Mientras empuña fuertemente la suave curvatura que ha formado un surco en la palma de su mano, piensa el Señor: ¿Cómo estarán mis hijos?, ¿En que lugar se encontrarán mis viejos amigos?, ¿En la cama de quién dormirá aquella niña esta noche?, ¿Será golpeada nuevamente por el compañero drogadicto de su madre? Ellos alegran mi corazón, por lo que esta noche, antes de dormir, rezaré nuevamente por todos.
Las memorias del Señor yacen en los deteriorados caminos labrados en cada centímetro de piel, equivalentes a ramales de una complicada autopista construida a costa de los odiados errores que no prefiere recordar. Las intersecciones y vías sin señalización, se asemejan a documentos que aunque se escribieron por años, no se pueden leer.
Su raciocinio está estrictamente ligado a los dolores que lo aquejan, los cuales podrían ser calmados definitivamente con la ingesta de todos los medicamentos que le han recetado. Esta opción suicida pasa continuamente por su mente, pero no se atreve a dar el gran paso, limitándose a tomar su dosis del momento.
Que irónica y vacía se siente la vida cuando los objetivos son motivos para sentir vergüenza, y por orgullo no se desea volver atrás, cuando los frutos del árbol se vuelven inalcanzables por estar este al pie de un abismo.
Los colores de este lienzo se realzan con la celebración del nacimiento del divino niño, para irse opacando gradualmente con el pasar de los meses. El lienzo, cual macabra obra, recobra vida, color y valor, con las fiestas en las que supuestamente nuestra personalidad cambia y nos acercamos más a las dimensiones que rodean a terceros individuos.
Detrás de la ventana, el señor observa el reflejo del costoso arbolito con miles de lucecitas multicolores, que a principios del mes mandó a colocar para recordar la paradoja festiva llamada Navidad, donde nuestro acercamiento civilizado, se contradice con las excesivas dosis de alcohol y alimentos que destruyen paulatinamente los cuerpos que nos sustentan. Por supuesto, la destrucción también puede ser definitiva si caemos en las garras del destino controlado por otros o simplemente la suerte nos abandona. Que decir de la feria que no duerme al otro lado de la ventana, cuya contaminación sonora se realza con los petardos y demás explosivos que mutilan los sentidos y tímpanos de los inocentes espectadores. Solo quienes se movilizan entre la muchedumbre como perezas pueden mantener cierto nivel de aislamiento dentro de los vehículos, pero igualmente transpiran estrés y amargura.
La Navidad le recuerda al señor que un año más ha pasado, por lo que es hora de renovar el seguro de vida para beneficiar en un plazo perentorio, a quienes virtualmente le desean la muerte para cobrar los dividendos. La Navidad se ha convertido en una especie de juego de resistencia, en el cual, el hecho de vivir las variopintas realidades, compensa el sufrimiento que el gastado cuerpo sigue experimentando. Las necesidades de quienes desean la desaparición física del Señor son complementos vitamínicos y proteínicos que lo nutren para mantener funcionando al organismo.
Ni un paso atrás, como dirían los fanáticos de cualquier causa, es la consigna del Señor, quien ha tenido la oportunidad de abrir la ventana y respirar a plenitud las impurezas de la distorsionada sociedad que le rodea, pero no lo hace. Para él, resulta sumamente difícil salir de las cuatro paredes en las que se refugia para contaminarse con los pensamientos y deseos de esas personas, que lo han acompañado silenciosamente por décadas. Esta ironía existencial resulta incomprensible, pero simplemente sucede y seguirá sucediendo, cobijada por las quejas de quienes la viven sin tomar acciones trascendentales que les den sentido a sus travesías terrenales.
No existen opciones viables, y las horas seguirán pasando hasta el inicio del nuevo año, cuando sentado en una banqueta municipal ubicada justo frente a la principal morgue de la ciudad, podrá observar en la prensa sensacionalista, los cincuenta o sesenta fallecidos de la fecha y comentará con su fiel cuidadora, que el mundo se está acercando a su fin. Allí mirará con nostalgia a través de las paredes del edificio que alberga a los cuerpos que dejaron de ser personas para quienes los manipulan como piezas de carnicería. Solamente allí sus deseos por compartir esa especial condición se hinchan como las carnes de sus compañeros silenciosos.
De vuelta a la habitación, después de volar con su imaginación por unos minutos, el Señor se arma de valor y decide abrir la ventana por primera vez desde que habita esa fortaleza. Como puede y aplicando las pocas fuerzas que aún le acompañan, logra liberar los cerrojos que lo aíslan. Su primera sensación es un frío extremo que se anida sobre su corrugada coraza y el retumbar de muchas voces que al mismo tiempo se comunican. El Señor se siente desorientado por el repentino cambio que le hace temblar, y clavando varias veces el bastón en la piedra pulida, retorna a la usual posición, para finalmente sentarse a descansar en el cómodo sofá que alberga sus humores.
Él cierra sus ojos y trata de relajarse, pero no lo logra ya que las vibraciones de explosiones externas y las voces, parecieran concentrarse y rebotar en su pecho una y otra vez. El Señor piensa que si aplica los métodos de relajación aprendidos en su juventud, podrá abstraerse de la realidad, y de hecho lo logra, sumergiéndose en el silencio absoluto, perturbado únicamente por el conocido tono del tinnitus que lo acompaña desde su época roquera.
Pasados unos segundos, inclusive el tono desaparece y se escucha una voz profunda que dice: “Enfermera, no podemos hacer más nada por este anciano, anote las 12:00 am como hora de su muerte y Feliz Navidad equipo, ya se acabó nuestro turno, por lo que los espero en la tasca de Pepe”.
Pompeo Paolo Zotti Forgione