Varadero, La Vigía, el Tropicana – Crónicas de Cuba VIII (Fin de viaje)
Golcar
En mi último día en Cuba tenía programado un viaje a las famosas playas de Varadero. Me paré tempranito y subí al autobús que nos habían asignado para que nos llevara al sitio.
El transporte era un pullman full equipo, con aire acondicionado y asientos reclinables. Nada que ver con las destartaladas «guaguas» atestadas de gente que había visto transitar por La Habana y que constituían el medio de transporte público de los cubanos.
Junto a mí se sentó una chica de Caracas que iba comiendo un Toblerone de los que no crecen más. Me impresionó ver la cara del moreno que fungía como guía turístico en el bus. Sus ojos parecían salirse de las órbitas viendo el chocolate de la chica. Esta se dio cuenta y, muy amablemente, le ofreció un trozo al muchacho.
En un principio, el guía intentó decirle que no, que a él no le gustaba el chocolate porque era muy dañino para la dentadura y producía caries, pero su salivación pudo más que su convicción y le aceptó un pedacito, comiéndolo con tanta ansiedad que de verdad no supe si lo disfrutó.
Ese era uno de los logros de la revolución: convencer a los cubanos de que sus carencias eran más bien beneficios, al punto de decir que el chocolate no lo consumían, no porque no tuvieran acceso a él, sino porque era perjudicial.
El paisaje del trayecto hacia Varadero era realmente hermoso pero nada comparado con la arena blanca y ese mar azul que nos recibió en el lugar. Verdaderamente, es una playa espectacular y entre palmeras pasamos el día tranquilo y con unos cuantos chapuzones en esas cálidas aguas.
Cerca de la hora del almuerzo, llegaron Fidel y Julio. Ellos me habían advertido que si podían se acercarían hasta Varadero pero yo pensé que no lo harían.
Como a la una de la tarde, decidimos almorzar en el restaurante del complejo turístico. Un amigo venezolano y yo invitamos a Julio y a Fidel para que comieran con nosotros.
Al sentarnos a la mesa, se nos acercó el mesonero y mirando con cierto desden a los cubanos nos preguntó qué deseábamos. Le explicamos que queríamos almorzar y, despectivamente, preguntó que si «ellos» también comerían. Yo notaba la incomodidad de los muchachos pero evité hacer ningún comentario.
-¿Ellos son cubanos? -preguntó, siempre dirigiéndose a mí, como si ellos no estuvieran allí. Le dije que si, que si había algún problema.
-No, no hay ningún problema -comentó con una mueca que pretendía ser una sonrisa- Sólo que lo que ellos consuman tienen que pagarlo con divisas como lo de ustedes y no con pesos cubanos.
Me mordí la lengua para no explotar y le expliqué que ellos eran invitados nuestros y que pagaríamos nosotros.
Los cuatro pedimos lo mismo, pescado frito con ensalada y arroz. El mesonero se fue a hacer el pedido y nosotros buscamos, inmediatamente, un tema de qué conversar para no referirnos al mal rato que acabábamos de pasar.
Yo no podía creer lo que vi cuando llegaron con la comida. Traían los cuatro platos servidos y, cuando los distribuyeron, noté que el mesonero nos ponía los dos platos más abundantes al amigo venezolano y a mí. Mientras que los destinados a los cubanos eran casi la mitad de la ración. A ellos les pesaron el servico, según supe después.
Otra vez me mordí la lengua, tomé mi plato y lo cambié por el de Fidel y el amigo cambió el suyo por el de Julio.
Miré al mesonero y con el tono más irónico que conseguí le dije: «No tenemos mucha hambre. Esta mañana comímos demasiado en el desayuno».
El tipo torció los ojos, les lanzó una mirada fulminante a los muchachos y torciendo la boca se retiró.
Una de las cosas que más rabia me daban en Cuba, además de las injusticias y limitaciones impuestas por el régimen, era la prepotencia y patanería de algunos empleados de menor rango en hoteles y restaurantes para con sus conciudadanos.
Se me parecían a esos policías rasos de barrio que se las tiran de guapos y apoyados y disfrutan haciendo sentir a sus semejantes como seres inferiores, presumiendo de un poder que en realidad no tienen.
Comimos y disfrutamos y ya pasadas las dos de la tarde me despedí de Fidel y Julio. Comenzamos el trayecto para ir al poblado de San Francisco de Paula, donde visitaríamos la finca La Vigía, el lugar de residencia en Cuba del escritor Ernest Hemingway y que había sido convertida en museo.
La casa, donde el escritor norteamericano escribió «El viejo y el mar» y donde terminó de escribir «¿Por quién doblan las campanas?» era conservada tal y como la dejo el premio Nobel en su último viaje.
Curioseamos lo que permitían, pues sólo se podía observar desde afuera a través de puertas y ventanas, y regresamos a La Habana, a prepararnos para el Tropicana en la noche.
El cabaret resultó bastante decepcionante. Como todo en la isla, el espectáculo también estaba detenido en el tiempo. Buenos bailarines, con buena técnica y excelentes cantantes. Pero el vestuario, la escenografía, la iluminación y efectos eran bastante mediocres. Todo muy deteriorado, al punto de verse los rotos de las medias de malla de las bailarinas y los descocidos de los trajes. Todos parecían ser los utilizados 40 años antes.
El Tropicana no fue el mejor cierre para el viaje, con el agravante de que cuando intenté invitar a los amigos cubanos para que me acompañaran me informaron que ellos no podían asistir al cabaret sino en los días en que estipulaba el gobierno. Los nacionales tenían días destinados para ir al espectáculo. De otra forma, se les hacía cuesta arriba disfrutar del show y, en caso de que los dejaran entrar conmigo, pues tendrían que cancelar la entrada en dólares.
Esa noche me fui a dormir con un amargo sabor en la boca. No podía conciliar el sueño. Repasaba una y otra vez todo lo que había vivido en esos ocho días en Cuba. Las imágenes venían a mi mente como en una película. Me preguntaba si algún día regresaría a La Habana y si podría mantener la amistad con los muchachos que me enseñaron la otra vida de la isla. Con estas cavilaciones, el cansancio me venció y me dormí. Al día siguiente debia emprender el viaje de regreso a Venezuela.