Nada sabían del perseguidor, ni del ojo vacío, y seguramente desconocían los límites de la desesperación.”
Eduardo Liendo
Los platos del diablo
Yo no podía sólo leer, no podía simplemente disfrutar lo leído y ser una biblioteca ambulante. No me bastaba escribir bien, ciertos párrafos aceptables, una que otra frase memorable. Yo quería ser grande, inmortal. Pienso en los asesinos, esos dioses fallidos, personas con mal gusto y sin gracia. Yo me convertí en uno de ellos. Pero sólo para simular ser como otros dioses.
Empecé a leer desde pequeño. Las expectativas crecían a mí alrededor, la familia y posteriormente los amigos, esperaban grandes cosas de mí. Mientras ellos me contemplaban, absorto y sumergido en un libro, no entendían que me estaba envenenando la sangre. Yo también caí en esa pegajosa trampa de la que no pude salir nunca más. No me imaginaba haciendo otra cosa sino escribiendo, escribiendo obras maestras.
En mi juventud, especialmente durante la universidad, ese aura de intelectual precoz, esa mirada de estar perdido en un lugar inaccesible para el común de las personas, me sirvió de mucho. Todos me buscaban para conformar grupos y hacer trabajos. Mi función siempre era de corrector y el autor fijo de la introducción y la conclusión. Escribía párrafos inspiradores que hacían delirar al salón completo. En realidad no era tan bueno en aquel tiempo, bastante cursi a veces, pero en el país de los ciegos el tuerto es el rey.
Recuerdo con nostalgia aquellos años. Los amigos, los amores, los días de sol. Después de tres Cubas libres, me mandaba unas frases dignas de paredes de baño público, todos las celebraban, y éramos felices. Para ese entonces mi sueño de ser escritor era inocente y nebuloso. Hoy soy una farsa. No me arrepiento. Pero estar aquí haciendo una retrospectiva de mi vida, me tiene trastocado, de mal humor, inconscientemente busco justificar mis actos y desprecio profundamente los virajes inesperados. Me preparé un año para este momento, debería estar tranquilo, pero estos manuscritos pesan una barbaridad. Me cortan la circulación.
Conocí a José María en un taller de poesía. No me interesa particularmente la poesía, pero estaba desesperado buscando un camino. Alcancé los 30 años y no tenía nada decente que mostrar a los lectores con los cuales soñaba constantemente, en mi PC reposaban adefesios impublicables.
¡José María Alatriste! Así lo llamaré por lo perfecto. Era brutalmente talentoso, me dolían hasta las pestañas cuando leía uno de sus poemas. Ya, para la tercera sesión de lectura en grupo, todos estábamos pendiente del poema de José María. Eran dardos envenenados. Su puntería era perfecta, todos quedábamos extasiados. El tipo terminaba el poema y nos miraba a todos con su sonrisa, con su cara de ángel caído, como si tal cosa. Me daba un asco inclasificable.
Me perturbaba su naturalidad. Conocerlo significó convencerme de algo que ya sospechaba: Se nace siendo un monstruo literario y san se acabo. Me hundí en una depresión que me desgastó el alma. Yo no nací con esa condición. Y más que nunca, me propuse no terminar mis días escribiendo sandeces, siendo un autor mediocre, jamás sería un crítico literario o algún esperpento semejante. Tenía la opción de no escribir y dedicarme a otra cosa, eso hubiese sido lo más fácil, pero yo no inventé la naturaleza humana.
Me convertí en su amigo inseparable. El dolor que me provocaba su existencia me resultaba necesario para terminar de aceptar mi realidad. Yo era el avestruz que quería volar como colibrí. Así andaba yo, torpe y alumbrado, detrás de José María Alatriste. Él no necesitaba de talleres de poesía, ni mucho menos soportar que un leedor de poemas le dijera como escribir un buen verso. Lo hacía porque no estaba totalmente convencido que era un genio. No era su naturaleza creerse algo grande.
Él admiraba las hojas de los árboles, cerraba los ojos cuando una tenue brisa le cruzaba la cara, cosas por el estilo. Lo de Dios en un grano de arena lo entendía perfectamente. No era un monje, no tenía complejo de predicador imprudente, no era un gurú new age maloliente. Era un extraterreno que escribía como un dios.
También lo hacía para tratar de engañar a la soledad. En un mundo, que salvando honrosas excepciones, es una porquería, resulta natural que seres como José María se sientan fuera de lugar. La soledad le carcomía el alma, era propiamente las ruinas de Stonehenge en el centro de Caracas. Comunicarse con los demás le resultaba un ejercicio penoso. Él sorteaba las dificultades como un súper héroe.
Yo lo entendía y lo admiraba. No podía estar en los lugares que él visitaba, a los cuales entraba y salía constantemente. Sin embargo éramos amigos. Yo sentía cierta pena por él, por su condición. Era inhumana la soledad que tenía que soportar, pero igual hubiese dado todo por tener un gramo de su talento.
Más pena sentía él por mí. Hubiera querido enseñarme alguna cosa tonta para entretenerme, darme ilusiones, pero como ya les dije, no tengo talento (el talento que yo necesitaba), y José María lo sabía mejor que nadie. Jamás hubiese intentado ser mi maestro, eso habría sido una crueldad, jugar sucio. Éramos amigos después de todo.
Había algo que no entendía de José María: Su absurdo afán por ser un completo desconocido. No le interesaba ser publicado, no quería ser reconocido por su trabajo. Se sabe que muchos genios a través de la historia de la humanidad, se han sentido incómodos, se saben incomprendidos sin la menor esperanza de que alguien les mire el fondo de los ojos. Sin embargo, la mayoría acepta su destino, con la certeza de haber aterrizado en el planeta equivocada y a pesar de todo, mal que bien, han disfrutado de la estadía, como quien toma unas vacaciones y después se largan, no sin antes dejar ciertos legados que hacen de éste un lugar menos horrible.
Tratar de persuadirlo era una pérdida de tiempo. Le decía que me parecía el colmo del egoísmo no compartir su obra con el resto de la humanidad, que seguramente lo leería, en cualquier idioma, bajo la luz de una vela, mientras tenían orgasmos o antes de suicidarse, así de bueno era José María. Pero el tipo me salía con que no, y empezaba hablar sobre las técnicas para hacer papagayos y yo callaba, preso de la rabia de no entender.
Una noche tomábamos unos tragos y le insistí en que publicara y le decía que sería famoso, que sus poemas merecían ser publicados en todas las fuentes que existen. Había acumulado, con sólo 27 años, material suficiente para publicar 5 libros imprescindibles. “No me interesa. Estoy bien así” me respondió. Esa noche comprendí claramente: A José María Alatriste le daba exactamente lo mismo ser poeta que plomero. Esa noche fue también la primera vez que pensé en matarlo.
Un año más tarde de esa conversación, lo maté. Se fueron ocho de los doce meses en tratar de convencerme que tenía que hacerlo. Dos meses reforzando mi convicción. Tenía a mi favor muchas cosas: 1. Vivir en el país donde la impunidad es la ley, especialmente cuando se encuentra el cuerpo de un perfecto desconocido 2. La familia de José María vive en San Cristóbal 3. Mi víctima nunca había publicado nada 4. Yo era su mejor amigo, quienes lo conocían, (lo comprobé más tarde) les daba igual que José María existiese o no. Acuérdense que él era un hermoso y perfecto monstruo, incapaz de conseguir el amor en un planeta poblado por la raza más defectuosa del universo conocido.
Buscar la muerte menos dolorosa era mi mayor preocupación. Una muerte rápida y sin dolor. Al principio pensé en una bala certera. (Jamás había tenido un arma), pero no quería que se diera cuenta que iba a morir. Eso me resultaba insoportable. Y no me puede importar menos lo que piense quien esto lee. Se trataba de un asunto de honor. José María es la persona más extraordinaria que yo he conocido y no podía hacer menos por él. Decidí desmayarlo primero y después darle un tiro en la cabeza. Contar lo fácil que me resultó conseguir el arma sería revolcarnos en nuestra miseria, no es la idea.
Después, tenía que conseguir el lugar. Me regí por un criterio bien definido: Tenía que ser un lugar apropiado y digno. No soy de los que ponen cara de idiota cuando ven un paisaje natural o se estremece ante una puesta de sol, pero debo reconocer que el Ávila me sobrepasa. Un sitio perfecto para morir, por lo solitario y lo simbólico.
Ver esa gran montaña suspendida en el aire, tragada por las nubes, es el mausoleo que se merece Alatriste. Ya han pasado tres semanas desde que lo maté. Ojalá nadie lo consiga. Ruego a Dios que no lo saquen de allí. Ya lo sé, Dios es un perfecto imbécil, pero igual le ruego. Deseo fervientemente que José María se desintegre en esa montaña. A ver si a este miserable valle se le pega algo bueno.
Aunque no lo haga con gracia, escribir siempre me hace bien. Las palabras, en su orden misterioso, me han llevado de la oscuridad a la luz. José María, donde quiera que estés, puedes confiar en mí. Yo me encargaré de pregonar tu evangelio con devoción. Mi nombre será bendecido por tu ingenio. Nos leerán con fervor. Seremos inmortales. ¿Entregarme? No. A mí no me va a pasar como al pendejo de Ricardo Azolar, puedes estar tranquilo.
Una maravilla de cuento, el tema de ser el «segundón» de alguien con talento me fascina, de hecho estoy trabajando en un texto (que seguramente no terminaré como todos mis textos) al respecto. Ayer leía un artículo donde decía que se aprende más de los que están en segundo plano que de los exitosos/genios.
Además me encantó el sabor local con el tema de la impunidad y cómo eso es una solución viable para cualquiera que carezca un poco de escrúpulos.
Kudos.
¿Cómo que no terminarás? :)
gracias por el feedback, viejo. Sí, el tema del segudón es fascinante, éste es un cuento viejo, sé que no es un gran cuento, pero siempre me ha gustado, le tengo cariño.
El tema ha sido muchas veces tratado. Pero ya todo está hecho y eso de no caer en el lugar común es imposible.
A mi no me gusta abusar de Caracas, porque qué fastidio, pero aquí era un tiro al piso, es la verosimilitud en pasta. Imposible pelarlo
Sufro de procastinamiento crónico :P
Es cierto, ya todas las historias están contadas, lo que queda es hacer las variaciones pertinentes. A mí sí me parece un buen cuento.
Oohhh…esto se siente como una versión de «El talentoso Sr. Ripley» pero en el ámbito literario; y realmente nuestra urbe es el escenario perfecto para cometer un asesinato.
Me encanta tu uso del lenguaje para con el inescrupuloso narrador, el cómo exalta la belleza de su víctima como de la obra de éste, pero al tiempo que la envidia exuda de sus poros como hedor mal encubierto por perfume caro…es la envidia más letal a mi parecer.
Ya tu obra hace que me vuelva a picar el bichito del escribir, pero me siento como el infortunado Alatriste de tu historia…una parte mía no se atreve a que le lean, o más bien, a competir con otros. ¿Qué te puedo decir, Adriana? Creo que tengo un problema.
Saludos, pues!
Lore, anímate y publica ¿Qué te puedo decir? Éste es un oficio que sólo se afina escribiendo y recibiendo feedback. Es difícil, da miedito, pero hay que ser valientes, al final eso es mejor que a) ser bueno y nunca publicar o b) ser malo, creerse una gran cosa y no saberlo porque nunca publicas. Total, aquí tenemos las herramientas ya después se verá.
Me encantaría leerte por acá y gracias por el comentario
Luis, ¿Procrastinamiento? ¿Alguien me llamó? ;) Sí, always there y gracias por la apreciación. Abraxs
Muy ameno, me gustó ;)
Lo mejor que te he leido prima , impecable. Nos vemos en tu cumple
Gracias por leer, Gabo
Y a ti mi Tommy, mi brotherscousin :)
Ahí vamos. See you guys