─Carlos, con todo el dolor de mi alma, debo pedirte que me entregues tu carné y uniforme.
Así fue que me recibió en su oficina. No dormí nada la noche anterior. Ya tenía más de doce horas echado en la cama viendo el techo, repitiendo en mi cabeza todo lo que ocurrió. Pero desde hace años soy un tipo de metas, de objetivos, de visualizaciones. De otra forma no funciono. Así que no iba a rendirme por un altercado que posiblemente me estaba haciendo ver todo de una manera dramática y exagerada. Me dejé de mariqueras y tomé una ducha. Debía verlo como un día de trabajo cualquiera. Me puse la ropa y salí a cumplir mi turno que comenzaba a media tarde. Al llegar me dijeron que debía pasar por su oficina.
─No me haga eso, jefe. Se lo suplico, usted me conoce muy bien, sabe que…
─Carlos. Me duele hacer esto ─dijo mientras se rascaba la barba─, estoy consciente de que eres uno de los mejores recursos de la organización; pero quiero que entiendas que hago esto para protegerte. ¿O es que acaso quieres ir preso? ¿Cómo coño de la madre se te ocurre venir a trabajar? Tengo a toda la policía metiendo sus malditas narices en esta mierda desde ayer, oliéndome los peos. Lo más conveniente para ti y la organización es que te saquemos del mapa. Huye de la ciudad, yo diré que no sabemos nada de ti.
─Jefe, usted sabe que vivo para esta institución desde hace varios años. Entré persiguiendo un sueño; usted lo sabe, jefe, usted lo sabe. Juré a mi familia que lo lograría, que yo…
─Silencio, Carlos. Sé por qué entraste aquí, no hace falta que me lo repitas, carajo. Pero lo siento, realmente lo siento. Infringiste una norma, y hacerlo trajo una consecuencia. ¿Sufres de amnesia o qué coño te pasa? Aún no entiendo cómo puedes estar aquí al frente de mí… No te lo vuelvo a repetir, entrégame tu carné y quítate el maldito uniforme.
─No tengo más ropa aquí, jefe ─le respondí.
Me dio la espalda y llamó por su radio a una señora de servicios generales. Le dijo que trajera cualquier mono que sobrara y alguna franela de la última marcha. A los pocos segundos apareció con actitud aduladora una señora que sacó de un tobo de plástico lo solicitado.
─Ya tienes la ropa. Así que quítate esa mierda.
Me puse a llorar. Comencé por la chaqueta. La llevaba siempre, así estuviese el sol más arrecho. Las mujeres decían que me hacía ver musculoso. Seguí con la camisa manga corta; luego el pantalón. Me quedé con un interior rojo y los zapatos negros perfectamente lustrados.
─Carlos, deja el llanto y la mariconería. ¿Por qué no pensaste un puto segundo antes de hacer lo que hiciste?
─¡Jefe, era una anciana, ya se lo he dicho!
─¡Me bajas la voz, carajo! ¡Hijo de puta!
─Discúlpeme. Ella me trajo recuerdos…
─Te jodiste, Carlos, te jodiste. Tú no te vuelves a montar en una unidad más nunca. Lárgate.
Y me largué.
Me pareció una estupidez tomar el Metro para irme de ahí. Más todavía un Metrobús. Así que salí llorando sin pararle bolas a la gente; y ahí estaba, con un mono azul hediondo a insecticida y manchado por el cloro. Cargaba una franela roja que enseñaba el rostro de Chávez con un mensaje superpuesto en la foto: “Victoria de Venezuela”, y yo estaba más jodido y derrotado que nunca. Tomé una camioneta por puesto sin prestar atención a su destino.
Me quedé dormido como una hora. Pedí la parada, estaba en La California. Vi el Unicentro El Marqués y me pareció buen sitio para echarme a pensar. Una patrulla de la policía de Sucre se encontraba estacionada al borde de la acera. Tres gorilas en su interior se me quedaron viendo. Desvié la mirada y proyecté seguridad en mi actitud. Miré a lo lejos por encima de la gente, fingí estar en un día fuerte de diligencias. Aborté el plan del centro comercial y seguí caminando derecho, así que me dispuse a ir a Petare; a fin de cuentas, con esta pinta encajaría mejor allá.
Una espesa neblina se apareció, arropándome de fritura, hedor de pescado y basura con décadas de descomposición. Confirmé que había escogido el hábitat adecuado para refugiarme, ahí me encontraba perfectamente vestido para la ocasión.
Caminaba por la calle, en una especie de trencito humano. Las aceras eran caminos intransitables, plagados de baratijas y escupitajos comunales. Sentí cómo alguien que iba detrás de mí revisó mis bolsillos laterales en décimas de segundo. Salió decepcionado, ya que siempre he guardado mi cédula y papeles en el zapato derecho; el efectivo y monedas, en el izquierdo. Mañas que dejan los atracos sufridos en una dura adolescencia.
Un carajo con una franela parecida a la mía me saludó con un abrazo y me regaló un mango. “Con Chávez hasta la muerte, camarada. Tome un manguito, que tiene cara de hambre”, me dijo al oído. Lo guardé en el bolsillo, podía resultarme útil en mi escape.
Me cansé de caminar. Me provocó un trago. También hundirme por completo en la mierda. Fracasaron las visualizaciones y la ley de atracción. Colando mi vista entre decenas de cabezas sudadas que me rodeaban, logré divisar una pequeña taguara en ruinas. Entré y fui directo a una pequeña barra desolada al fondo. Un borracho discutía con una señora por una máquina de póquer que no pagaba nada. En una mesa de plástico blanca jugaban dominó cuatro ancianos. Pedí una cerveza. Comencé a darle vueltas con el dedo al mango sobre la barra, mientras pensaba en dónde me ocultaría hasta que se olvidara todo este asunto. Unas uñas empatucadas de un morado metalizado se enterraron en mis nudillos.
─Vas a marear al manguito, amor…
Seguí un pequeño camino de marcas de viejas costras arrancadas de un brazo. Llegué a su cara y me mostraba una gran sonrisa que era acompañada por unos dientes marrones con algunas manchas negras.
─Hola, preciosa ─dije, sin creerme ninguna parte del piropo.
─¿Cómo estás, flaco? ¿Interrumpo algo importante con tu mango?
─No, tan solo bailábamos.
─Entonces supongo que puedo sentarme y acompañarte, ¿no? ─preguntó, mientras acercaba una silla con el pie.
─Sí, adelante. Bienvenida al aburrimiento y la depresión ─le aclaré.
─Mentiroso, tienes cara de mala conducta…
Era más que fea. Estaba un tanto ebria y casi se cae al sentarse. Me daba algo de asco, pero con mi aspecto de indigente me resultaba curioso que alguien quisiera acompañarme.
─¿Me invitas una? Ando seca desde hace quince minutos… ─preguntó señalando mi botella.
Pedí dos más. El encargado me picó el ojo al dármelas. No le hice caso. El borracho se había dormido sobre las teclas de la máquina de póquer. Un perro callejero entró y se dispuso a echarse al lado de mi silla. Ya estaba completo; ya era todo un indigente.
─¿Una mujer? ─preguntó la chica.
─¿Disculpa?
─Que si estás en ese estado tan patético por una mujer…
─Se pudiese decir que sí ─respondí, mientras entrecerraba los ojos y analizaba el logo de Polar en la botella.
─Te dejó, ¿no?
─Se pudiese decir que sí…
─¿Quieres contarme qué pasó?
─No estoy seguro de querer hacerlo.
─¿Te puedo preguntar algo? ─dijo, para luego terminarse el fondo de la botella.
─Sí.
─Jamás te había visto por acá; es más, no hablas como los que vienen para acá. Hablas bien, estás limpio, pero te vistes como un indigente de mierda. ¿Qué coño te ocurre? ¿Eres policía o algo?
─Soy chofer… Era chofer. De Metrobús.
─He oído que ganan buena platica. ¿Y por qué lo dejaste? ¿Podemos tomar ron, bebé? Las birras me embuchan chola…
Me le quedé mirando fijamente. Sus rulos negros tapaban unas manchas de hongo de playa en su cara. Pedí una botella para los dos.
─No lo dejé; me botaron.
─Bueno, papi, pero no es pa’ ponerse tampoco así. A mí me han botado de muchos trabajos también; una vez era cajera de un Central Madeirense y me pillaron robando unos…
─Es diferente, coño ─interrumpí─. Ese trabajo era mi vida. Yo tenía un sueño, un objetivo claro.
─Bueno, amor, pero persíguelo en otro trabajo.
─No puedo, tenía que ser ahí.
Nos quedamos callados por unos minutos. Me recargué otro trago de ron. Rescaté el mango y comencé a quitarle la concha con los dientes.
─No entenderías cuál es mi problema ─le aclaré de mala gana.
─No soy bruta, ¿ok?
Me le quedé mirando, muy convencido de lo bruta que era. Pero su brutalidad me daba ternura. Y los pezones levantados que se marcaban en su franelilla blanca restaban fealdad a todo lo que me rodeaba. Dejé de comerme el mango de forma egoísta. Pedí un cuchillo al pendejo que me picó el ojo. Piqué un buen trozo de mango y se lo di en la boca a mi compañera. Ella me chupó el dedo índice cuando se lo dejé sobre la lengua. Piqué otro pedazo para mí; luego me agaché y le di el resto al perro.
─Eres muy buena persona, corazón ─me dijo.
─No lo soy.
─Claro que sí.
─No soy lo que crees.
─Eres un hombre bueno que fue jodido por…
─Soy un asesino.
Se quedó callada viéndome. La ternura se borró de su mirada. Me eché un trago y moví el pie porque el perro se estaba comiendo el ruedo del mono de mantenimiento. Sentí su mano gruesa sobre la mía. Enterró nuevamente sus uñas.
─Amor, en mi vida he estado con hombres realmente malos. Déjame decirte que tú no eres de ellos.
─¿Tantos novios has tenido así? ─pregunté.
─Soy puta, cariño, soy puta. No tienes mucha experiencia con las mujeres y la vida, ¿no?
─Con nada, creo. Pero soy un asesino.
─Escúchame algo, maricón: tengo más de once años trabajando en esta zona ─dijo apretándome la mano con gran fuerza─. Yo sé que tengo lo mío y que me muevo sabroso, pero también sé que pelaría bolas si busco trabajo en algún local de zona buena. Ellos también me han botado y despreciado como lo hicieron contigo. Mi público es otro, cariño, y no me caigo a güevonadas. Yo sí te puedo decir que he visto la mirada de un asesino; que me he tirado a medio Petare cuando vienen a celebrar sus atracos a bancos y blindados; que me han acabado en la boca los azotes de barrio más hijos de puta de esta mierda. Yo sí he mamado güevos a verdaderos malandros que me cuentan mientras se echan un cigarro cómo fue el secuestro que le tiraron a algún pendejito cuna de oro que andaba de gallo con la novia en el carro. Yo no estudié una mierda, lo único que sé es tirar, beber y drogarme; pero sí sé leer la mirada de un verdadero asesino hijo de puta; y tú no eres uno de ellos.
Me soltó la mano, tomó con rabia su vaso y vació el contenido en su boca hasta inflar sus cachetes y hacer gárgaras con el ron antes de tragarlo.
─No sé qué decirte, quedé sin palabras… ─le dije mientras sentía unas estúpidas ganas de llorar.
─Solo eres un desgraciado que llora porque ya no es chofer. Más nada. Deja de actuar como niña.
Reinó por unos minutos un silencio extraño entre nosotros. Cada quien se preocupaba por beber su ron. El perro se había quedado dormido con la pepa del mango entre sus dos patas delanteras. Afuera en la calle sonaba una canción de Rocío Durcal que me hacía sentir en desventaja. No tenía nada para responder a su aclaración.
─¿Cómo te llamas? ─le pregunté.
─Lucía.
─Tienes razón, Lucía, lo siento. Solo soy un desgraciado chofer que perdió su empleo.
Noté que le quedaba poca vida a la botella. Ella tenía sus piernas cruzadas y un gran muslo moreno se dejaba ver entre una minúscula minifalda. Volví a verle sus pezones y seguían levantados.
─Te provocan, ¿no?
─Disculpa, creo que ya el ron me está pegando ─dije.
─¿Tenerlas aliviaría tu desgracia? ─preguntó mientras las levantaba con sus toscas manos.
─No sé.
─Va por mi cuenta quitarte la mariquera que cargas. Das lástima, y creo que eso es peor que ser un sicario.
Agarró la botella y me tomó de la mano. Avisó al gordo que subiría conmigo. Pisé una pata del perro sin querer y lanzó un chillido. Se quedó viéndonos subir unas estrechas escaleras, luego se paró mordiendo la pepa del mango y nos alcanzó. Mi borrachera me obligaba a caminar recostado de la pared. Lucía aguantó una cortina color beige y con la mano nos invitó a pasar al perro y a mí. Había en el medio del cuarto un colchón sin funda ni almohadas tirado en el piso. Tomé asiento en él.
Descargó un último buche directo desde la botella, pasó la lengua por sus labios sin quitarme la mirada y se acercó a donde estaba sentado.
─Ahora sabrás cómo una hembra de verdad puede borrarte la mariquera de los ojos…
Me quitó la franela de Chávez y, agarrándome por la quijada, me empujó hacía atrás. Se quitó su franelilla y dejó en libertad a los pezones que nunca dejaron de estar firmes. La minifalda fue lanzada a un lado, cayendo sobre la cara del escuálido perro. En ese momento me olvidé de mis problemas. Me arrancó el mono de mantenimiento y el interior que cargaba. Se sonrió al ver que era rojo. También me quitó mis zapatos sin desamarrarme las trenzas. Abrió sus piernas y se montó sobre mí. Le pasé la lengua por cada diente sucio que tenía, descubriendo restos de mango, ron, cerveza y otros sabores viejos de comida que no pude descifrar. Sus tetas me sabían a cigarrillo con sal, pero no dejé de morderlas en cada movimiento que ella daba mientras la cogía. Quiso ponerse en perrito, y la complací. Paseé mis dedos por cada roncha y cicatriz que le vi en las nalgas y en la espalda. La penetré, la nalgueé como me dio la gana, la tomé por la nuca y ella solo pedía que no parara de cogerla. No lo hice. Con gritos de nosotros y aullidos del perro, finalmente el sudor se mezcló con mi semen y sus fluidos. Fui feliz. A los pocos segundos nos quedamos dormidos.
La lengua del perro me despertó. No sé cuántas horas habían pasado, pero me sentía descansado. Abajo se oían voces, botellas destaparse y una canción de Aventura. A mi lado estaba dormida Lucía, recostándome las nalgas en mi antebrazo. Sonreí mientras miraba la filtración avanzada que estaba formada en el techo.
Pero volvieron los recuerdos; ellos solo habían sido apartados temporalmente.
Yo mandaba a todos a echarse para atrás. Era la hora pico de la ruta que cubría. Eché un último chequeo por el retrovisor, cerré la puerta y arranqué. Pero manejando fue que cometí el error de romper una norma de la empresa. Una anciana que iba de pie a mi lado me comenzó a hablar. Por cortesía le respondí y la miré, pero se parecía mucho a mi difunta abuela; cuando le iba a comentar eso fue que ocurrió todo: una señora cruzaba la calle y me la llevé por el medio.
Vi unas canillas con rocío de sangre estrellarse en el parabrisas; al mismo tiempo sentí como el caucho delantero del lado izquierdo le pasaba por encima. Era como si pasara por un gran policía acostado. Tenía los frenos clavados, pero ya era tarde, de igual forma le pasé también con las ruedas morochas traseras. Todos gritaban en el bus, yo comencé a llorar y fui víctima del pánico. Abrí la puerta, empujé a todos los aglutinados a mi lado y bajé corriendo. Todo el asfalto estaba cubierto por charcos de sangre. Yo gritaba desesperado mientras miraba debajo del bus, esperando encontrar algún rastro de vida. Vi un cuerpo sin cabeza, con los senos llenos de sangre y grasa, retazos de ropa se encontraban a su alrededor. Como a cinco metros atrás se hallaban sesos dispersos con otros órganos humanos que ni pude reconocer. Entre los cauchos se enredaban tripas; todo era un maldito infierno de sangre y restos humanos.
Los pasajeros me miraban asomados por la ventana, todos en la calle dejaban las aceras para venir a curiosear. Y ahí es cuando no aguanté más y solo comencé a correr. Abandoné mi unidad, a mis pasajeros, a la muerta, a todo. Llamé a mi jefe llorando, lo consideraba un gran amigo. “Desaparece, Carlos, desaparece”, fue lo que respondió. Crucé la esquina y detuve al primer mototaxista que se atravesó en el camino.
Todavía Lucía dormía. Ya sus pezones dormían también, finalmente. Le pasé mi dedo índice por sus nalgas y espalda. Ella era real; ella me había aceptado. Me senté en el borde del colchón y tomé mis dos zapatos. Era el momento de definir mi nueva vida, de despedirme de mis ilusiones y visualizar un nuevo futuro.
Levanté la plantilla del zapato izquierdo y revisé mi balance personal: dos billetes de cien y uno de cincuenta. Quité la plantilla del derecho. Saqué mi cédula y la tiré a un lado, ya no me haría falta; luego tomé la foto arrugada que siempre me acompañó en mi sueño, en cada pisada firme que daba al acelerador. Con un nudo en la garganta, le dije adiós a un Nicolás Maduro que lucía un impecable traje marrón; lo rompí en cuatro pedazos, y con ellos se esfumó mi sueño de ser algún día canciller de este miserable país.
Gabriel Núñez