El principio es prometedor, a pesar de los pésimos efectos especiales de un avión de mentira en movimiento. Un detective español comienza a descender al “Corazón de las Tinieblas” o al “Apocalipsis Ahora” de la ley de la frontera del estado Zulia. Hace inquietantes comentarios en off con su grabadora, a la manera de un agente bizarro de “Twin Peaks” envuelto en una trama de film noir con visos y pasajes surrealistas de “Fuego Camina Conmigo”.
Conocemos el origen vasco del protagonista, Alatriste, quien recibe el llamado de la aventura y del descubrimiento de la otredad de la mano del Rey de los Guajiros, encarnado por un sobreactuado, Daniel Alvarado. El criollo también incorpora al secundario de su hermano, un humilde vendedor de raspados, pero de forma más convincente y carismática.
En el medio de ellos, figura el oscuro objeto de deseo de la ficción, Karina Velásquez, a menudo contemplada en paños menores por la cámara. Tres veces la veremos bañarse desnuda en la playa. Entendemos el mensaje a la primera. A la última, descubrimos la naturaleza redundante del signo, condenado a fungir de cliché erótico para el exclusivo deleite de la mirada masculina. Típico de la explotación blandiporno en Venezuela.
Aun así, es de agradecer la falta de pacatería en los actuales tiempos de censura para el cine criollo. Con todo, no salimos del esquema de una grabación televisiva de un almanaque exótico de Diosa Canales en tierras lejanas. Nada nuevo bajo el sol de la industria local.
Recordemos dos ejemplos. En 1996, Leonardo Henríquez estrena “Tokyo-Paraguaipoa”. Su guión desplegaba la siguiente historia según el portal, Filmaffinity: “Ryuzo, joven japonés que ha cometido un crimen pasional en Tokyo, es enviado por su padre a Paraguaipoa para eludir la justicia. En este paraje, habitado por la etnia wayú, conoce a la princesa Campánula. Entre ellos se produce un encuentro amoroso, no bien visto por el contrabandista Challenger”.
El de arriba era entonces el pretexto para proyecta a Eileen Abad como dios la trajo al mundo. Dicho punto de vista mezclaba dos condiciones del enfoque de Miguel Curiel: el etnocentrismo y la seducción por la alteridad, a fin de convertirla en un foco de contemplación para el público occidental, ajeno al entorno del film.
Posteriormente, el mismo ingrediente se explota en “Cenizas Eternas” y “Er Conde Jones”. Ambas comparten la óptica aludida de un antropólogo inocente, fascinado por el fetiche de la “india” en estado natural.
No habría mayor problema si la imagen permite la profundización y el entendimiento humano de la respectiva tarjeta postal. Por desgracia, no es el caso. El principal defecto de “La Niña de Maracaibo” radica en su incapacidad de superar el plano del estereotipo, preconcebido por el libreto.
Así, la fotografía se deleita en servir de vitrina para el desfile de un conjunto de caricaturas, imposibles de tomarse en serio, desde un bandido de poca monta, pasando por “Er Relajo” de un loro, hasta terminar en la cabeza del elenco, ilustrada con trazo grueso.
De repente, la barroca combinación y fusión de elementos posmodernos y disímiles, escapan del control del autor, a partir del aterrizaje del avión, cuando somos testigos de un brutal asesinato planificado y rodado con la impericia técnica de un capítulo de “Archivo Criminal”. A su lado, Caupolicán Ovalles es Orson Welles en “Memorias de un Soldado”.
A raíz de ahí se romperá el pacto de credibilidad con la audiencia, sometida al inexplicable dilema de fingir demencia ante la cantidad de errores o asumir el barranco creativo como una farsa irónica. De cualquier modo, el experimento resulta fallido por la sumatoria de taras y vicios, aunque contiene sus destellos de genialidad.
Por ratos, nos sentimos de retorno en el desierto de las óperas bárbaras de Glueber Rocha, al calor demencial de “Dios y el Diablo en la tierra del Sol”, salvando las distancias.
Por instantes, recuperamos los mejores fragmentos documentales de “Cabimas”, cinta de Jacobo Penzo, en el sentido de retratar el averno social y urbano de la península de la Guajira, amén de su pobreza, su miseria, su desmesura, su deterioro, su destino de pueblo fantasma abandonado a su mala suerte. Reflejo acertado, sombrío y devastador de una provincia desamparada por el estado, por los gobiernos de turno, por la indolencia del centro.
No les quepa la menor duda. “Wayuu” se salva del desastre y logra su trascendencia como denuncia de la violencia absurda e intestina, no sólo del contexto polvoriento y desértico de la región periférica sino de Venezuela por completo, a merced de caciques autóctonos y mercenarios oportunistas, recién llegados para quedarse con la plata, a cambio de prestar sus servicios.
Alegoría de nuestro presente incierto. Metáfora del desangramiento y la esquizofrenia de la pequeña Venecia. De ahí la feliz relación con el clásico de la literatura vernácula, “Doña Bárbara”.
Miguel Curiel sabe trasladar la sabia del maestro Gallegos, para extrapolar su discurso a la era contemporánea, bajo la sombra del choque permanente de la civilización con la cultura arcaica. La diferencia estriba en la necesaria ausencia de una moraleja positivista, a favor de uno de los polos en conflicto.
En efecto, “La Niña de Maracaibo” se resume en la demoledora simpleza de su final. Todos se hunden por la codicia y la ambición en un barco cargado de bananos de contrabando. Desenlace similar al cierre de “Piedra, Papel o Tijera”.
En dos platos, nos reencontramos con el espejo de la polarización y la batalla estéril del siglo XXI. La de una nación enferma por sus paraísos artificiales y por las disputas de sus riquezas en vías de extinción.
Lastimosamente, no hay propuesta más allá del retrato del círculo vicioso. Encima, Miguel Curiel carece de las virtudes de Hernán Jabes como narrador y director. Por tanto, la proyección en la pantalla le pasa factura al interesante alegato de “Wayuu”.
Los diálogos se extienden en encuadres estáticos e ingenuos, durante incómodas sesiones de comida presididas por un declamador de sentencias lapidarias, con voz gritona.
Luego, se subraya el condimento onírico y pesadillesco del subtexto, a través de un realismo mágico tan obvio como pretendidamente goyesco, buñuelesco, lynchiano.
Peca de amateur, estudiantil y chaborro, al punto de rozar los límites de “Pecho Caníbal”. No en balde, luce como su secuela western hablada en tres idiomas: español, Wayuunaiki (idioma wayú) y vasco. Caprichos y despropósitos del sistema de coproducción. Gabriel Retes deconstruyó semejante impostura en “Bienvenido-Welcome”. Miguel Curiel la adopta con nula autoconciencia.
En la ciudad, distinguimos secuencias de acción pésimamente planteadas. Las interpretaciones son descuidadas y sometidas a un régimen de improvisación. Las groserías suenan forzadas y emitidas por demagogia. Ni hablar de los fueras de foco, de las luces estalladas, de las letras y citas escritas con imaginación de Power Point.
En descargo, la ejecución concuerda con el trasfondo de “El Último Cuerpo” de Carlos Daniel Malavé. Las dos describen la épica del desencanto de héroes fracasados de la crónica roja en el Estado Zulia.
Ojalá no sea una mera coartada para atacar a la oposición y a la gobernación de Pablo Pérez.
En síntesis, “La Niña de Maracaibo” se sabotea así misma. Es triste. Pudo ser una joya de caer en garras de un viejo zorro como Luis Alberto Lamata. Será para la próxima.
Continuamos en la fase Petrizelli de la escuela subsidiada por los fondos públicos. Un entrenamiento costoso saldado con otra bancarrota de taquilla. Lo dicho. Es el precio de la ambición.