Estábamos tensos, pese a que solo se trataba de un ensayo. La primera violinista, sentada en la silla frente a la mía, peinaba a la segunda con su arco, y reían ruidosamente cuando entró el director a paso firme avanzando hacia su atril. Nos movimos con rapidez acomodando nuestros asientos e instrumentos para quedar listos de inmediato. Había mucha presión; típico en el estreno de una obra tan extraña como aquella, pero además este director infundía en las prácticas el mismísimo pavor de una competencia ante un público implacable. Docenas de músicos de primera línea estábamos allí con un nudo muy familiar en el estómago: miedo a una ejecución que no diera la talla.
El director alzó la batuta. Apenas se escuchó el roce de camisas sobre brazos, luego silencio absoluto. Nos hizo señas para iniciar al tercer compás, nos dio el tempo, y comenzamos a tocar el primer movimiento. Llegado el sexto compás hizo de pronto un gesto violento con la batuta, como si fuera una espada desgarrando el aire frente al atril. La música se detuvo en seco. Lanzó una mirada aplastante hacia nosotros:
—¿Qué le pasa hoy a los violines? ¿Acaso no han desayunado?
Se escucharon unas cuerdas temblando un poco, y de inmediato fueron silenciadas.
—A ver usted, venga acá —le dijo a la primer violín.
Ella se puso de pie con lentitud y se acercó cabizbaja al director. Este hizo otro movimiento relámpago con su batuta espada, y le abrió una cortada inmensa en la barriga. Sus tripas comenzaron a salirse a borbotones cayendo al piso ensangrentadas. El director se apresuró a cortarlas en pedazos más pequeños.
—¡Ajá! ¿Lo ven? Ya decía yo: tripas sin mierda. ¿Y a esto llamas dar tu mejor esfuerzo? ¡A tu puesto! —le gritó.
Ella recogió lo que pudo y se regresó caminando de prisa, forcejeando con algunos pedazos de tripa que no lograba mantener dentro de su barriga de tanto que se retorcían y de tan grande que había sido la cortada. Estaba avergonzada y a punto de romper en llanto; hacía un visible esfuerzo por contenerse.
El director llamó entonces al violinista que estaba a mi lado.
—Usted, por favor, acérquese.
Y éste se fue con sorpresiva tranquilidad. Pensé que seguro sí habría desayunado. Colocó la sierra del arco justo sobre la coyuntura de su hombro izquierdo, y esperó. Los dientes del metal relucían filosos apenas tocando la tela de su camisa. El director le marcó el tempo, y al tercer compás el violinista comenzó a serrucharse el brazo con el enérgico vaivén del primer movimiento de la obra. Para sorpresa de todos, aquello fue una ejecución perfecta, tanto en carne como en hueso. Luego de los treinta y seis compases del primer movimiento, el brazo cayó en el momento exacto, y la rueda de la cortada en carne viva de su hombro demostraba una técnica intachable. Un virtuoso. El director lo felicitó mirando de reojo a la primer violín. El violinista recogió su brazo y, con rostro satisfecho, se regresó a su puesto a mi lado mientras varios admirábamos la excelencia de su corte. Entonces el director me llamó a mí para ejecutar el segundo movimiento. Varios me animaron con susurros y me desearon suerte. Me puse en posición tratando de no resbalarme en el charco de sangre. Cerca de mis zapatos convulsionaban aún pedazos de tripa de la primer violín. Coloqué los dientes de mi serrucho en ángulo audaz sobre la coyuntura de mi hombro, y esperé a que el director me marcara el tempo. Respiré hondo. Yo no había desayunado. Tenía la certeza de que mi corte no sería tan sublime como el que acabábamos de presenciar, pero igual, iba a dar mi mejor esfuerzo.