*Texto Leído en la fiesta del 13 aniversario de Panfletonegro en Discovery Bar.
La noche caraqueña cambió de 13 años para acá. Y no lo digo en tono de “Caracas Ciudad de Despedidas”. Aunque en honor a la verdad y si pudiera, me iría demasiado.
En cualquier caso, las diferencias entre 1999 y el 2012 son del cielo a la tierra, como comparar a “Miami Nuestro” y “Zoológico” con los dizque documentales de hoy en día. Hagamos las conexiones pertinentes e impertinentes.
Antes si salías de madrugada a la calle, había un porcentaje alto de regresar con vida a tu casa. Ahora se viró la tortilla y si vuelves sano y salvo, es de puro milagro.
A finales del siglo XX, tus amigos borrachos se las tiraban de graciosos y hacían chistes malos, de la barra para dentro.
En el tercer milenio, ellos decidieron salir de closet, competir con Carlos Sicilia y abrir sesiones de stand up comedy en los locales de la escena caraqueña, donde los convirtieron en súper estrellas, a falta de oferta y por la crisis.
A la primera, te ríes con ellos. A la segunda y la tercera, te aburren y comienzas a extrañarlos cuando se echaban palos contigo, divirtiéndote con sus cuentos. Para rematar, los contrataron para hacer de secundarios y reporteros de Luis Chaiting y Erika Tipo Nula.
El resultado es obvio. Perdieron su incorrección política y los neutralizaron, utilizándolos como el relleno de los programas enlatados de Venevisión y Televen. Moraleja: rebelarse vende y se paga en cómodas cuotas de rating.
Por ende, los mesías del pasado son los judas del presente. No nos hace falta leer al escritor del momento para saberlo. Nuestra leyenda negra se imprime desde los tiempos de la Biblia.
Al respecto, veamos otra mutación en pleno proceso.
En mi época de los noventa, los poetas, los narradores, los prosistas, los críticos andábamos agazapados, casi con miedo, entre las alcantarillas y cloacas del sistema. La autoestima la cargábamos por el piso y la mediática no nos prestaba la menor atención.
El mercado editorial era propiedad de la élite, del cogollito literario, de los grandes cacaos y monopolios del gremio.
El control de cambio brillaba por su ausencia. Pero luego vino Cadivi a trastocarlo todo.
En un santiamén, las estanterías y anaqueles de las librerías se quedaron vacías.
Acto seguido, el poder decidió llenar el hueco con oferta local. Lo mismo pasaría con la música, aunque la “canciocita” de las nuevas bandas la dejaremos para el final.
Para echar el cuento corto, los muchachos penosos y minizados, los estudiantes recién graduados, los autores nóveles y los chicos relegados por el status, fueron transformados por arte de magia en las esperanzas blancas del futuro promisorio de las letras vernáculas.
Ahora sus novelas, relatos y crónicas figuran en las listas de ventas y en las recomendaciones de las revistas del ramo. Mientras tanto, las redes sociales y los blogs le brindaron legitimidad a los mitos en ascenso, quienes supieron adaptarse y manejar sus firmas como marcas registradas.
En la actualidad, el contenido es lo de menos. Importa más el reinado de la apariencia, el acaparamiento y la omnipresencia a través de internet.
En consecuencia, repetimos la mentira mil veces para diseñar el consenso y la supuesta verdad. Es parte de nuestra demagogia y de nuestro populismo electrónico en vías de consolidación. Sucede en las pantallas, en Facebook, en Twitter, y por supuesto, hasta en las mejores familias de la tabla redonda, de la burocracia, del pensamiento elevado.
Ciertamente, la web nos proporcionó herramientas válidas de emancipación, al costo de condenarnos al encierro de otras prisiones y servidumbres voluntarias.
Es así como somos esclavos de una imagen, de un comentario diario en 140 caracteres, de un me gusta o no me gusta. Se nos exige ser famosos, inteligentes, pícaros, exitosos y creativos. La presión social es enorme y pende sobre nuestros hombros como el hacha de un verdugo.
Surge entonces un dilema. Ceder al chantaje o resistir a la tentación. La minoría opta por el suicidio virtual. La mayoría busca el prestigio y la consagración personal, a cualquier precio. Incluso al precio de hacer el ridículo. También una forma de practicarse un Hara Kiri, de desangrarse en vivo para atraer quince minutos de atención.
Para ello todo vale, como en el programa del canal diez, Tv Libre, donde nace el fenómeno de “Francisco y Fernando”, con su “Vamos, Vamos a la Playa, Vamos a Gozar”.
Por consiguiente, vivimos rodeados de una suerte de reality show sin cortes comerciales, plagado de presuntos talentos anónimos y desconocidos. Una invasión de wanabees y de hipsters con sus poses de chicos mal intensos. Para ilustrarlo mejor, estoy vestido como uno de ellos.
Fashionistas disfrazados de celebridades emergentes. Bohemios confundidos de cóctel en mano, copa de champaña y pinta de modelos de publicidad, de comercial vintage de cerveza Zulia.
Nos acosan por las tapas de la revistas, nos asolan con sus videos, nos imprimen la agenda de actividades. En la mañana, mercado de diseño en plaza Alfredo Sadel. En la tarde, concierto con la nueva copia de los Artic Monkeys. A las diez y media tenemos cita por el medio de la calle.
Lo peor del caso es la falta de humildad de semejantes especímenes de la fauna autóctona. Llevan un par de años en tarima y ya exigen trato de súper estrellas.
Las radios contribuyen a alimentar la fantasía y el teatro del ego carente de atributos. De ahí emerge la última Pepsi Cola del desierto: una generación de relevo de grupos y bandas de la mentada movida independiente. Irónicamente, también bailan pegado con lo dueños del negocio y solo sueñan con ganarse el Grammy. Nada de oponerse o de revelarse contra los reyes del arroz con pollo, los secuestradores del mango de la sartén.
Los montan en la olla, los cuecen a fuego lento y los sirven blanditos y suavecitos para el gusto de las audiencias masivas.
Si te enfrentas, si eres políticamente incorrecto, vas para fuera. Se mantienen callados y pasivos hasta cuando los matan en la calle o los secuestran. Entonces se dan golpes de pecho por tres días o 24 horas de vigilia.
Al cabo de las semanas, vuelven a lo suyo y el asunto se olvida. Señores, acá no pasa ni pasó nada. Todo sigue en su marcha a la velocidad de una operación tortuga.
El presidente puede dormir tranquilo. Mario Silva lo acostará con su canción de cuna al ritmo de la Hojilla. Prepárense.
Por fortuna, el rebaño de borregos de la noche, depara sorpresas y oportunidades de descubrir a gente sincera, realmente trabajadora, sensible, honesta y consciente del estado de las cosas.
Por ellos vale la pena seguir desafiando al terror de la oscuridad, para ir al encuentro de la luz, del arte, del compromiso, de la pasión, de la entrega, de la disidencia.
Tampoco debemos pecar de optimistas o de triunfalistas.
No obstante, existen razones y argumentos para pensar en la ocasión de vislumbrar una salida para el laberinto, un destello al final del túnel.
Pero como esto no es un libro de autoayuda, mejor nos despedimos con un dejo de suspenso y escepticismo en el ambiente.
Por lo pronto, esta historia no tiene un happy ending.