Al definir la ciudad de Caracas, me encuentro con diversas perspectivas, diversas vistas que a lo largo de mi vida fui descubriendo con sorpresa. Si hace 15 años me hubieran pedido definir mi ciudad, por medio de sus límites, no hubiera contestado con exactitud, porque en ese entonces, mi ciudad no poseía límites. En ese entonces, estaba acostumbrada a una arquitectura caraqueña libre, con espacios como los que conseguimos en Bellas Artes donde los edificios y los espacios públicos son uno sólo, donde las plazas te permiten reconocer el entorno sin sentirte encerrado ni agobiado.
Ahora, hay que reconocer que Caracas es otra. Uno se ve obligado a encerrar la ciudad dentro de muros concentrados. Muros que cada vez son más densos y nos van cerrando más y más. La percepción caraqueña ha cambiado completamente. Se podría decir que la Caracas de ahora no se presenta de forma “dinámica” sino de forma “agitada”; se puede ver en el movimiento de los transeúntes como en la arquitectura que ellos recorren. Las personas en las calles se asemejan a un río moviéndose entre un laberinto de construcciones y edificios cada vez más próximos unos de los otros. Las calles de la ciudad ondean entre las urbanizaciones a medida de que se van apoderando del terreno, de forma aleatoria, sin orden.
Las plazas en Caracas ya no suelen tener una función de reunión entre sus habitantes. Las plazas ahora poseen una función de respiro, de desahogo, un lugar en donde este río de personas desemboca en área limpia de construcciones, rodeada, generalmente, de calles anónimas. Las plazas van cobrando menos importancia, adoptando más el papel de “punto de referencia” para poder darle pistas a los transeúntes de dónde ubicarse en este laberinto ondulado. Es esta aglomeración de construcciones que hace que los caraqueños puedan recorrer cada vez menos la ciudad a pie. Ahora, los caraqueños se están acostumbrando más y más a experimentar la ciudad desde la ventanilla de un automóvil, como si la vieran desde una televisión, sin sentir los olores, las temperaturas, el sol, el sonido real de la ciudad, simplemente desplazándose de un territorio a otro por caminos “seguros” y “sin pérdida” y dejando cada vez más en abandono estos pasillos orgánicos de rayos de luz filtrada entre un bosque de edificios.
Este mismo “dinamismo” lo podemos ver durante los días y noches en la ciudad. En el día, el sol revela un collage de edificaciones bastante variado, donde edificios antiguos y plazas heredadas de nuestros antepasados, de colores tenues, conviven en el mismo espacio con edificios novedosos, de mayor escala y colores más brillantes. Pero, al caer la noche, todos estos colores se esconden (junto con sus habitantes) y se observa que el mismo cielo estrellado se confunde con una masa de luces en el fondo de la ciudad, a lo lejos.
Es gracias a esta ocupación aleatoria de la ciudad, que Caracas posee unos límites muy difusos, no hay una línea propiamente trazada que defina el fin de la ciudad y el principio de otra, es, más bien, una percepción visual la que nos indica que dejamos la ciudad caraqueña atrás. Siempre se ve a la distancia una masa de construcciones precarias y coloridas que ocupan el paisaje de fondo de la ciudad; al dirigirnos a las afueras de Caracas, podemos ver que estas “casitas de colores” van gradualmente quedando atrás y el paisaje poco a poco se va desnudando hasta mostrarse virgen y sin intervención del hombre, ahí es cuando sabemos que Caracas está a nuestras espaldas.