por Fedosy Santaella. Tomado del blog: Prosaica
Nada podía fallar. ¿Cómo podía fallar? Era Dudamel, el tipo con más rating en este país. Y Rubén Blades, uno de los salseros más grandes del mundo, querido inmensamente por el pueblo. Todo el mundo conoce a Blades, todos han bailado los temas de Blades en las fiestas del barrio. ¿Qué podía fallar? Dudamel, la orquesta sinfónica, Blades. Nada, nada. Allí estuvo la gente, desde las tres de la mañana, esperando para estar de primeros, para ver a sus ídolos —o a las personalidades— de cerquita. Nada podía fallar. Acudieron unas 150.000 personas. Nada podía fallar. Tremendo negocio, mi pana. Tremendo olfato para oler los reales.
Pero acá ahora les vengo a recordar a Hans-Georg Gadamer. Gadamer hizo, para mí, la mejor disección del kitsch que jamás he leído. Pero antes de presentar lo que dice sobre el kitsch el filósofo, quiero dejar estas palabras de él mismo con respecto a lo que le pide el arte a quien lo capta: «Lo que se exige de nosotros es precisamente esto: poner en actividad nuestra ansia de saber y nuestra capacidad de elegir en presencia del arte y de todo lo que se difunda por los medios de comunicación de masas. Sólo entonces tendremos la experiencia del arte.»
Por supuesto, Gadamer supone la elección del arte. Pero también señala que hay dos conceptos contrarios que podrían derrumbar esa experiencia, esa elección por el arte. Los dos conceptos obedecen a lo que él llama kitsch.
Dice así: «Uno es esa forma de disfrutar de algo porque resulta conocido y notorio.» Y luego: «Se oye lo que se sabe. No se quiere oír otra cosa y se disfruta de ese encuentro porque no produce impacto alguno, sino que lo afirma a uno de un modo más bien lacio.» La segunda forma del kitsch es el degustador de estética: «Se le conoce especialmente en relación a las artes interpretativas. Va a la ópera porque canta la Callas, no porque se represente esa ópera en concreto. Comprendo que eso sea así. Pero afirmo que no le va a proporcionar ninguna experiencia del arte.»
Si lo vemos así, entonces nada podía fallar. Todos fueron a ver a Blades, oh Blades, todos fueron a ver a Dudamel, oh Dudamel. Qué importa que lo vivido sea una experiencia kitsch de segundo orden. Lo que importa es Blades y Dudamel. Sí, la gente fue a escuchar a la Callas, y qué.
Pero falló algo. Falló la ópera, precisamente; lo que se transmitió no era lo que se sabía, no era lo que se quería escuchar. ¿Alguien leyó su entrada al concierto? Decía: Maestra vida. ¿Alguien leyó eso? Si lo leyeron, les dio igual. Era el nombre de un concierto de Rubén Blades, como pudo haberse llamado Tiburón o Decisiones y daba lo mismo. Pero no, era Maestra vida, el nombre de una obra fundamental de Rubén Blades, que sin embargo pocos conocen. Una obra que no busca hacernos bailar a reventar (aunque tiene temas «movidos» magníficos), sino pensar, reflexionar. Maestra vida propone un movimiento de ideas, un juego artístico, una fiesta que quiere que todos participemos en ella. Propone pensamiento y encuentro con la obra. ¿Y quién quiere esa vaina, a ver?
Maestra vida fue demasiado.
Fue demasiado y la gente empezó a darle la espalda al escenario.
A Blades, a Dudamel.
¿Qué cosa es ésa? ¿Por qué hay una narración entre canción y canción? ¿Por qué estos temas no nos ponen a bailar, no nos mueven los pies? ¿Por qué no toca Blades los temas duros-malandros que todos conocemos? ¿Por qué hay temas donde ni siquiera Blades canta, y son lentos? No vale, vámonos.
Y así fue. La gente se empezó a ir, mucha gente. Mucha. Ríos de gente iba dejando el lugar. Y uno los veía pasar y, por lo menos yo, sentí pena ajena. Y pensar que Blades, antes de empezar el concierto, habló de Maestra vida como una obra social, pensada entre la gente del pueblo y para la gente del pueblo. Pero el pueblo se iba, se fue.
Nada podía fallar, hasta que al público se le dio la oportunidad de disfrutar del arte.
¿Qué nos dice esto? ¿Cómo habla esta desbandada de nosotros como país? No puedo dejar de pensar que lo mismo podría ocurrir en cualquier parte, cómo no. Pero no estamos en cualquier país, por lo menos históricamente. Estamos en un país donde una revolución pretende alzar al pueblo, pretende darle lo mejor al pueblo. En una revolución que se atreve, incluso, a educar al pueblo y darle cultura (cultura revolucionaria, cultura para pensar) al pueblo. Han pasado muchos años desde que la revolución llegó. ¿El pueblo no debería ya estar educado? ¿El pueblo no debería haber disfrutado de Maestra vida con toda inteligencia y fervor revolucionario?
Me van a disculpar, pero es realmente triste ver a la gente huyendo del arte. Me van a disculpar, pero es realmente triste ver las pocas ganas de la gente de saber. Nada de ansia, nada. La gente, después de todos estos años, lo que sigue queriendo es pan y circo. Agárrese los pantalones, porque quizás la revolución vuelve a ganar.
Y sí, había un gentío, pero un gentío también se fue.
(por Fedosy Santaella. Tomado del blog: Prosaica).