Tal vez ya lo conozcan, John Maxwell Coetzee es escritor, traductor, lingüista y profesor universitario. Nacido en Ciudad del Cabo en 1940. Ganador del premio Nobel de literatura en 2003. Me gustaría comentarles hoy de la visión particular de este autor y cómo se plasma en su obra. Desde su primera novela Tierras de Poniente, que a su vez, contiene dos historias separadas entre sí, tanto en la temática como en los personajes, Coetzee pone de manifiesto su apego a la cultura europea-occidental, aunque la mayoría de sus narraciones estén ambientadas en Sudáfrica, Australia o en Estados Unidos, que son los sitios donde ha residido. En este breve artículo y por cuestiones de tiempo, me centraré específicamente en su novela **Desgracia**, publicada por primera vez en 1999.
Dicha novela, trata de un profesor universitario venido a menos, gracias a una aventura amorosa con una alumna y que lo obliga a dejar Ciudad del Cabo, para trasladarse a la casa de campo, que ahora es el hogar de su hija. Esta ha decidido llevar un estilo de vida campesino, opuesto a su verdadera formación urbana. El panorama se complica, ya que corren tiempos convulsos en Sudáfrica, posterior a la segregación racial del Apartheid. El campo sudafricano, en ese entonces, estaba comenzando a ser habitado por negros que buscaban la propiedad legal de sus tierras y luchaban por eso, siendo en algunos casos, tan injustos, como los mismos blancos que los segregaban en un principio. Es así como Lucy cae en una seria depresión luego de ser violada por un pequeño grupo de estas personas. El resultado de esto es el conflicto entre el protagonista llamado David Lurie que ha decidido cumplir su rol de padre, aunque de manera tardía y una joven que desea imponerse en un medio adverso para los de su raza.
Desgracia es una palabra que ya nos hace pensar en estructuras psicológicas cristianas. La narración de esta novela, contiene muchos signos que poco a poco nos acercan al paradigma cristiano muy particular de Coetzee. Se mezclan estas ideas con elementos de la literatura universal, equiparándolos dentro de un espacio escogido de manera arbitraria. Es importante también observar el hecho de que el autor escoge como personaje principal a un profesor que ha perdido las perspectivas intelectuales, quizá debido a este mismo sincretismo. Petrus se llama el vecino de su hija -en clara alusión al Apóstol-, quien se las ingenia para hacerle la vida imposible a Lucy.
Otra pista importante, es el conflicto interno entre la aceptación de que los encuentros amorosos con su alumna, fueron provocados por Eros, el dios griego de la atracción sexual y del amor (página 115):
…vuelve a verse arrodillado sobre ella, quitándole la ropa, mientras ella deja los brazos yertos como si fuese una muerta. Fui un sirviente de Eros: eso es lo que desea decir, pero ¿será capaz de semejante desfachatez? Fue un dios el que actuó a través de mí. ¡Qué vanidad! Y sin embargo, no es mentira, no lo es del todo.
La psique del personaje va incorporando elementos mitológicos y literarios, (sobre todo de Byron y Wordsworth) a su punto de vista cristiano, mientras que su entorno verdadero va quedando en un segundo plano. Incluso se puede pensar que este profesor en cierto momento pierde su conexión con el mundo que le rodea.
Pero no nos engañemos pensando que David, al igual que su hija, busca alguna manera de mimetizarse con el medio rural en el cual se encuentra envuelto, en cierta forma, la extrañeza a través de la cual ha comenzado a ver el mundo, le envía una imagen de intruso, de un ser ajeno, inclusive extranjero en aquel campo sudafricano (p.122).
Está desamparado como una solterona, como un personaje de dibujos animados, como un misionero con su sotana y su salacot a la espera, las manos entrelazadas y los ojos clavados en el cielo, mientras los salvajes parlotean en su lenguaje incomprensible y se preparan para meterlo en un caldero de agua hirviendo. La obra de las misiones: ¿qué ha dejado en herencia tan inmensa empresa de elevar las almas? Nada, o nada que él alcance a ver.
Siente también, acaso por primera vez en su vida, el peso de la responsabilidad que significa el ser padre de aquella criatura, rodeada de las adversidades del entorno. La noche después de sufrir la violación, perpetrada por tres hombres negros, sufre terribles pesadillas, o tal vez se podrían llamar visiones, algo que requeriría de su parte ser creyente. En las visiones, Lucy agoniza bañada en sangre, mientras le grita a su padre que la salve. Es entonces que David se hace las siguientes preguntas (p.132)
¿Es tal vez posible que el alma de Lucy haya abandonado su cuerpo y de hecho lo haya visitado? ¿Es posible que las personas que no creen en el alma de hecho tengan una? ¿Es posible que sus almas lleven una vida independiente?
Salta de su cama y se detiene ante la puerta de la habitación donde duerme su hija y se cuestiona a sí mismo de la siguiente manera:
¿Qué está haciendo? Está vigilando a su niña, la guarda de los malos espíritus.
Para nosotros como latinoamericanos, es sumamente complicado pensar en las poderosas asimetrías y contrastes presentes en la sociedad sudafricana post-apartheid. Es aún más difícil de comprender la actitud de Lucy luego de la violación, ya que decide no hacer ningún tipo de denuncia formal, bien sea ante la policía o algún otro ente. Decide guardar silencio ante tal situación, incluso con su padre, razón por la cual David le recrimina.
La actitud de Lucy, va más allá de la afrenta física y psicológica de la víctima, es la respuesta moral de la mujer blanca que quiere convivir en aquel ambiente de intolerancia hacia los de su raza. Es la fuerza de un grito silente, la demostración de orgullo femenino en toda su crudeza.
David no lo asume como tal y a tal efecto le pregunta de manera directa a la afectada (p.143):
¿Es alguna forma de salvación privada lo que intentas poner en pie? ¿Esperas expiar los pecados del pasado mediante tu sufrimiento en el presente?
A lo que ella contesta de una manera un tanto pragmática:
La culpa y la salvación son abstracciones. Yo no actúo de acuerdo con meras abstracciones. Hasta que no hagas un esfuerzo para entenderlo, no puedo ayudarte.
De forma paralela, el trabajo que ha escogido David, para suplantar su antiguo oficio de profesor, es ahora ayudante en una clínica veterinaria muy particular. Aquí llegan animales de todas las especies, con algo en común: están demasiado enfermos, o se han convertido en un estorbo para quienes los cuidan. Es entonces cuando entra en el juego Bev Shaw, –la propietaria– quien se encarga de aplicarle la eutanasia a estos animales que ya nadie quiere.
En el fuero interno de David, se desencadena una lucha, entre el intelectual que fue antes de caer en desgracia y el hombre sensible que ha demostrado empezar a ser (p.180):
Procura no mostrar sentimientos a los animales que mata, ni mostrar sentimientos a Bev Shaw. Evita decirle: <>, para no tener que oírle responder: <>. No descarta la posibilidad de que en lo más profundo Bev Shaw tal vez no sea un ángel liberador, sino un demonio, y que tras su compasión puede ocultarse un corazón tan correoso como el de un matarife.
El protagonista asume que dichos animales, al igual que los humanos, poseen un alma que abandona el cuerpo del animal una vez que este ha fallecido. Esto lo va aceptando de manera progresiva, como dándose cuenta en el proceso (p.201):
Termina la jornada que dedica a matar perros; se amontonan ante la puerta las bolsas negras, cada una de ellas con un cuerpo y un alma en su interior.
Quizá, el capítulo donde se note de manera más evidente la posición crítica de Coetzee frente a los cristianos sea el 19. El profesor decide hacer una visita sorpresa a la familia de la joven con quien vivió su aventura amorosa y que fuera causante de toda su desgracia.
El padre de la chica, cuyo apellido es Isaacs ––por demás bíblico––, es descrito como un hombre de muy baja estatura, delgado y encorvado. Portador de un sempiterno traje azul que le queda demasiado grande para su tamaño. En esta imagen que nos presenta el narrador, se hace patente la típica visión del hombre conservador, reservado, cristiano.
David al fin tiene la oportunidad de detallarlo, pero es el narrador –omnisciente, una cualidad asociada al Dios cristiano por regla general– quien se encarga de transmitirnos sus impresiones (p.207)
¿Tendrá también sus aventuras el hombre que lo mira desde el otro extremo de la mesa? Cuanto más lo mira, más lo duda. No le extrañaría que Isaacs tuviera algún cargo en una iglesia, que fuese diácono o monaguillo, lo que sea.
Al referirse a la señora Isaacs, no escatima esfuerzo en hacer alarde de su conocimiento bíblico. Esta vez nos sitúa tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento (p.212).
Tiene los rasgos faciales rígidos y evita mirarlo a los ojos, pero le dedica una seña de asentimiento casi imperceptible. Es obediente y abnegada, una buena esposa. Y seréis una sola carne. ¿Saldrán a ella las dos hijas?
Llega aún más lejos cuando nos sitúa en el comedor de aquella familia, donde está a punto de ser servida la cena a la cual ha sido invitado por el padre de su ex amante. El cuadro es el de la típica familia cristiana practicante, que hace sus oraciones en la mesa justo antes de comer (p.212-213).
Todavía falta bendecir la mesa. Los Isaacs se dan la mano; no le queda más remedio que tender las manos, a la izquierda al padre de la chica, a la derecha a la madre.
––Te damos gracias, Señor, por los alimentos que vamos a tomar ––dice Isaacs.
––Amén ––responden la esposa y la hija; él, David Lurie, murmura también <> y suelta las dos manos, la del padre fresca como la seda, la de la madre pequeña, carnosa, caliente todavía por su trajín en la cocina.
Es interesante ver de qué forma el personaje encarnado por el señor Isaacs, es al mismo tiempo una voz que acerca al lector a la visión de esa guerra fría entre el intelectual agnóstico, o mejor dicho ateo y el hombre carnal, sanguíneo y tradicionalista, que al mismo tiempo le da una interpretación moral del mundo en que se desenvuelve (p.215).
––¿Puedo pronunciar la palabra Dios ahora que usted me escucha? ¿No es usted una de esas personas que se irritan al oír el nombre de Dios? Bien. El asunto está en saber qué es lo que Dios desea de usted, señor Lurie, aparte de que lo lamente. ¿Tiene alguna idea al respecto, señor Lurie?
Coetzee, se vale de esta estrategia para plantear las dos caras de la moneda, a sabida cuenta que le hemos pillado en el autoretrato que se pretende hacer, al encarnar al mismo tiempo al profesor universitario David Lurie, y al señor Isaacs maestro de enseñanza media.
…Por lo que se refiere a Dios, yo no soy creyente, de modo que tendré que traducir a mi propio lenguaje lo que usted llama Dios y los deseos que tenga Dios. Según mi propio lenguaje, estoy siendo castigado por lo que sucedió entre su hija y yo. Estoy sumido en una desgracia de la que no será nada fácil que salga por mis propios medios… ¿Cree usted que a Dios le parecerá suficiente que viva en la desgracia sin saber cuándo ha de terminar?
––No lo sé, señor Lurie. En una situación normal le diría que no me pregunte a mí, que se lo pregunte a Dios. Pero como está claro que usted no reza, no tiene manera de preguntárselo a Dios. Por eso Dios habrá de encontrar su medio para decírselo. ¿Por qué cree que está usted aquí, señor Lurie?
Él permanece en silencio.
Luego de una demostración de arrepentimiento, un tanto exagerada, en la cual se arrodilla ante la madre y la hermana de la chica, David decide volver a casa de Lucy. Esta ahora luce un evidente embarazo, producto de la violación sufrida meses atrás. También se entera de que uno de los violadores, el más joven, se ha mudado a casa del vecino Petrus.
La reacción inicial del profesor Lurie es decirle a Lucy que aborte, pues es un embarazo no deseado y la ley vigente la puede amparar en dicho caso. Ella está decidida a tener al bebé y se lo hace saber de la manera más directa. Aceptando su destino, David medita en el hecho de ser abuelo (p.268)
Un abuelo. Un José. ¡Quién lo hubiera dicho! ¿A qué bella moza puede contar con engatusar a base de arrumacos, cuál se mostrará dispuesta a irse a la cama con un abuelo?
Así, nuestro autor temina su ciclo cristiano, justo en el nacimiento mismo del cristianismo, con esa imagen de José el anciano padre de Jesucristo, quien se pregunta a través de la pluma de Coetzee como tomarán los demás su futura paternidad, a destiempo si se quiere. Vemos también una metáfora en esa inclinación del hombre viejo a conquistar una moza que se desea con fuerza, y que la misma se resiste por temor al qué dirán, con el cristianismo que trata de conquistar nuevos adeptos, pero que ya está demasiado viejo, luego de dos mil años de historia, ante una sociedad laica, o mejor dicho pagana, donde conviven cada vez más dioses.