Dedicado a Jesús Santana y Ernesto Ruiz, amantes del white trash deluxe.
Es otra de acción de Mel Gibson, no dirigida por él, supuestamente. El trabajo sucio de la cámara se lo delegó a un tercero, aunque él se reservó el papel de productor, protagonista y guionista. Por tanto, califica como trabajo suyo, de lo autoral a lo fronterizo, porque conjuga sus dos etapas. La del antihéroe de acción al margen de la sociedad y la del caballero preocupado por asuntos más trascendentales, siempre desde su óptica rabiosamente etnocéntrica, al punto de rozar con la parodia.
Grosso modo, el guión narra la caída de un ladrón de poca monta al otro lado del muro de separación con México. Allí termina sus días de gloria para acabar en una prisión mugrosa, llamada el «pueblito», con aires del Rodeo y La Planta. Aquí la censurarían.
La gobierna un “Pran” interpretado magníficamente por un intimidante, Daniel Jiménez Cacho, quien necesita un transplante de órgano para sobrevivir. Hay un niño de por medio como donante y una madre abnegada de telenovela neorrealista en defensa del chico. Pero ambos son controlados por el cacique de la cárcel. Hasta cuando llega el duro de la partida, bajo el título original de “How I Spent My Summer Vacation”.
En dos platos, el rebelde sin causa de “Mad Max” y “Arma Mortal” vuelve a sus andazas de vengador anónimo y elegido mesiánico accidental, en un cruce entre el calvario gore de “La Pasión” y el enfoque colonial de la cultura azteca o la decadencia de la familia maya en “Apocalypto”, según el cuento de las raíces corrompidas de América Latina.
El film compone un mosaico de visiones estereotipadas de la nación vecina, dominada por funcionarios y policías asociados a las mafias de la zona. Pintura negra y políticamente incorrecta del fracaso del proyecto moderno del TLC, así como de la democracia vencida por los carteles de la mafia, el secuestro y la extorsión de la ciudadanía.
Una especie como de “Cúpula del Infierno” paralela, distópica e inspirada en hechos conocidos, cuyo único defecto radica en su abierta falta de matices. Es una caricatura de principio a fin. A lo mejor al director le gusta la simpleza del lenguaje llano y populista. Opción discutible.
En cualquier caso, lo mejor de “Get the Gringo” estriba en su brutal y salvaje honestidad para condenar a ambos lados por igual, fuera del compromiso con la mordaza.
Los americanos tampoco se salvan de la crítica, de la sátira y de los comentarios devastadores y mordaces del personaje principal, quien se burla de la doble moral y de la hipocresía de sus compatriotas, también rapaces, carroñeros y derrotados por la codicia. Solo los diferencia la actitud. Los del norte visten a la moda y buscan disfrazar sus tratos sucios con el diablo. Los del sur trafican por la cara y les vale madre la ética ilustrada.
Interesante “Get the Gringo” como fresco de las tensas relaciones de Washington y California con los dueños de Tijuana. El largometraje sienta en el banquillo a los grupos en pugna y decide aplicarles una terapia de choque, proporcionada por el desesperado y demencial intérprete al borde de la muerte.
No hay esperanza para nadie e incluso el salvador de la historia encuentra una redención irónica y con fecha de caducidad, pues su cabeza tiene precio. Se conforma con un retiro inestable y en suspenso, declarado por la voz en off. Una taima paradójica dispuesta a expresar el estado de guerra permanente del contexto y del hidalgo de la aventura. Es la condición de Mel Gibson, un tipo inquieto y voluble. “Get the Gringo” le permite soltarse y tomarse unas merecidas vacaciones, de regreso a la época de “Dirty Harry”, Charles Bronson y sus camaradas de la industria de los setenta y ochenta, cuando los asuntos eran menos complicados. Hacían su trabajo de profilaxia, de represión, de limpiar las calles como vigilantes solitarios, mientras las ligas de la decencia nos los sacrificaban en el altar. De ahí el chiste incluido en el segundo acto contra Clint Eastwood. Mel Gibson lo imita en su nueva fase de veterano conciendado y le rinde tributo a su cine de antaño, de vaqueros e indios, del bueno, el malo y el feo.
A mi humilde entender, “Get the Gringo” es la “Gran Torino” de Mel Gibson. La rueda como cachetada al Hollywood progresista en la demostración y afirmación de no tomarse demasiado en serio.
Ódienme o quiéranme, nos dice. Estoy viejo, cansado, neurótico y el Oscar ya no me interesa. Menos los ancianos de la academia, los panzones de la meca y los peces gordos de la bolsa.
Lo lamento mucho. En lo personal, lo considero válido y preferible al fariseísmo de los relamidos creadores de melodramas contemporáneos. Ellos coquetean con lo choronga, cual Memo Arriaga.
Mel Gibson es la antítesis de Alejandro González Iñárritu.
Puede contar con nosotros, amén de su homenaje a la explotación de la serie Z.
El hombre nos sigue sorprendiendo a su edad, tras la increíble, “The Beaver”.
Abstenerse lectores de Aporrea y fanáticos de las teorías conspirativas de Pérez Pirela.
La acusarían en el PSUV de imperialista y antichavista.
Lo de costumbre.