De regreso a la realidad. Después de esa intensa jornada tuve que volver a poner los pies sobre la tierra, y empezar a reestablecer el orden. Tenía una idea entre ceja y ceja: mudar la tienda hacia el este. Ya el punto original había dejado de ser importante, y una progresiva capa de deterioro iba depositándose en la zona. La decadencia comenzaba a arropar al centro, y las lujosas tiendas de antaño iban trastocándose en comercios de baratijas. Dado ese estado de cosas, pensé en una maniobra audaz: convertir la casa familiar en una moderna tienda por departamentos. No era algo demasiado novedoso, por otra parte: ya muchos de los inmuebles unifamiliares habían sido convertidos en locales comerciales, o derrumbados para construir en su lugar enormes edificios residenciales.
Lo más difícil fue convencer a mi madre: después de todo, tenía una vida entera viviendo allí, y en un primer momento se opuso de manera radical al cambio. Usé todos los argumentos que se me ocurrieron, pero ella seguía inamovible en su posición; supongo que consideraría como una traición a mi padre ese extraño movimiento, y por otro lado la casa era un enorme almacén de recuerdos, un depósito de nostalgias. Ya empezaba a desesperar y a dar por perdida mi causa, cuando un acontecimiento inesperado puso las cosas a mi favor.
Una noche, alrededor de las 2:00 am como pude constatar gracias a mi reloj despertador, escuchamos un alboroto de los perros, diferente al habitual que ocurría cuando algún gato osaba penetrar nuestros predios. Esta vez algo daba a entender que se trataba de un asunto diferente, dada la rabia y la angustia que traslucían los ladridos desesperados de los perros. Escuchamos gritos confundidos con los chillidos de dolor de los perros: se estaba escenificando una batalla entre humanos y canes, era obvio. Ladrones, seguramente. Me vestí a la carrera, cuando sonó un disparo. Ese hecho me frenó en mis intenciones de bajar enseguida, y en cambio me dirigí a la alcoba de mi madre. Allí contemplé una escena curiosa: mi viejita estaba asomada en la ventana, blandiendo una escopeta de cacería, que todavía emanaba humo del cañón.
-¿Qué hiciste, mamá?
-Se estaban metiendo tres hombres a la casa, pero los perros se dieron cuenta y los espantaron.
-¿Y esa escopeta?
-De tu padre, la tengo siempre debajo de la cama por alguna eventualidad, como la que acaba de pasar.
Espantado, pregunté:
-Y…¿Habrás herido a alguien?
-Descuida, tiré al aire. No al de los pulmones como me hubiera gustado; no pienso pasar los días que me quedan en una cárcel solo porque a unos ladroncitos se les antojó mi casa.
-Voy a bajar a revisar.
Cuando llegué al patio, me encontré con una escena lastimosa: una de las perras estaba malherida. Hamlet estaba a su lado, lamiéndola y consolándola, mientras emitía ladridos de pena.Traté de examinarla, pero el solo hecho de tocarla le causaba dolor. Poco a poco una laguna de sangre se iba formando alrededor de la perra. Esos desgraciados la habían apuñalado, por lo visto. Por suerte su agonía no fue demasiado larga: en unos quince minutos la vida abandonó su cuerpo. En el interín mi madre también había bajado, y con gran dolor gritaba:
-¡Princesa! ¡Princesa! ¿Qué te han hecho? ¡Malditos desgraciados!
Los perros hicieron una especie de ceremonia fúnebre: se dispusieron en forma de círculo alrededor de su camarada caída en acción, y emitían aullidos de dolor, como invocando a alguna deidad. Hamlet encabezaba el coro, como director de ese acto luctuoso, y las dos perritas sobrevivientes lo secundaban. Estuvieron largo rato en esa actividad, hasta que poco a poco fueron callándose.
Busqué en el depósito de las herramientas un pico y una pala. Escogí un lugar en el patio, y bajo la luz de la luna empecé a abrir lo que sería la tumba de Princesa, la perra preferida de mi madre. Ella me observaba sin proferir palabra, pero en sus ojos se reflejaba una profunda tristeza. La muerte de mi padre estaba todavía fresca en su memoria, y los acontecimientos de la noche le avivaron los recuerdos. Tal vez al verme cavar ese hoyo recordó el entierro de mi padre, y un par de lágrimas rodaron silenciosamente por sus mejillas.
Cuando consideré que la excavación tenía suficiente profundidad, me dirigí hacia donde estaba Princesa, la tomé con la mayor delicadeza posible, y la deposité en lo que sería su última morada. Los tres perros me observaban con atención, pero no me impidieron hacerlo. Una vez recubierta la tumba, se acercaron curiosos al túmulo y lo olisquearon un rato, como si conservara el olor de la perra. Después se echaron encima de él, dispuestos a pasar la noche allí, velando a su compañera caída en acción.
A la mañana siguiente, cuando estábamos en la mesa desayunando, mi madre me dijo:
-Ve buscando un terreno en alguna de las urbanizaciones nuevas. Este barrio ya dejó de ser lo que era, es un antro de hampones. Ya llegó el momento de cambiar.
-¿Estás segura? Hace unos días me llamaste loco por querer salir de aquí.
-No te quieras pasar de listo. Ya tomé una decisión y se hará lo que te estoy pidiendo.
-Como tú digas, hoy mismo comienzo a buscar.
-Quiero que sea un terreno en donde quepan dos casas: una para tí, grande, porque supongo que algún día vas a formar familia. Y una pequeña para mí, que no me de tanto trabajo.
-Está bien, mamá. Trataré de encontrar un lugar que cumpla con tus deseos.
Y así, provocado por esa infortunada experiencia, comenzó un nuevo período en mi vida.