panfletonegro

Fanfiction sobre una novela de Mark Twain.

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La historia comienza alrededor de 535 de la era cristiana. Estamos en las islas británicas, hacia el sureste de Inglaterra. Se acerca la época de la cosecha. El señor del castillo que domina la pequeña comarca está de malas y ha ido a la choza de una pobre familia de súbditos suyos. A la fuerza se ha llevado a los tres hijos mayores, los brazos con los que la familia contaba para trabajar sus campos y poder cumplir con el tributo. Se los han arrancado sin misericordia. Los tres hermanos van, forzados, encadenados, a trabajar los campos del señor. Marchan con la cabeza gacha, doblegado el orgullo a golpes y salivazos de los esbirros.

En la casa se han quedado los pequeños John y Ann, dos niños vivarachos e inocentes; Mary, una púber excesivamente delgada de rasgos demasiado finos para ser una campesina, excesivamente triste también. Junto a ellos, su padre, -un anciano de 40 años- y su madre. Todos se quedan viendo a lo lejos hasta que los tres hijos mayores se pierden en el horizonte, arreados como bueyes. Los niños decían adiós con la mano a sus hermanos. La madre llora y reza. El padre se seca una lágrima furtiva con la mano callosa y sus ojos casi ciegos se elevan mientras le pide a Dios que cuide a sus hijos. Mary, como ausente, piensa que nunca volverá a verlos.

Llega el momento de cosechar. Los hijos no están. La delgaducha Mary, su madre y su padre ciego no pueden hacer mucho. Llegan los del castillo. El total del tributo no ha sido recogido. Se llevan todo lo que pueden, todo lo que hay, incluso lo que la pobre familia necesitaba para subsistir.

Luego viene el invierno. También viene el hambre. Los hijos mayores han muerto a manos de los esbirros. Toda su fortaleza no ha podido con la explotación del señor. En medio del tormento del hambre, la madre maldice al señor del castillo. La maldición llega a oídos del señor, que a su vez maldice a la familia campesina. Viene la enfermedad, la muerte: en el curso de pocas horas caen el padre, la pequeña Ann, Mary y por último la madre, víctimas de la peste. El señor ha prohibido todo contacto con los apestados so pena de colgamiento. Nadie, salvo un par de caminantes que no conocían la prohibición, fue a socorrerlos.
El pequeño John contemplaba la aniquilación de su familia con todo el espanto que podía experimentar a los cuatro años. Estaba escondido en un rincón cuando uno de los caminantes lo vió. Estaba temblando asustado cuando uno de los caminantes que entró en la choza a auxiliar a la familia lo cargó en sus brazos.

El caminante era el rey Arturo, el caudillo sajón de la zona, que andaba de incógnito visitando a sus súbditos por sugerencia de su primer ministro, un hombre bastante excéntrico al que sólo se conocía como «jefe». Recogió al niño, lo llevó a la corte y dispuso que fuera educado y criado por un paje conocido como Clarence.

Esta buena acción de Arturo salvó la vida de John, el cual creció feliz sirviendo al rey en su corte y logró morirse de viejo unos sesenta años después de aquello.

Pero la misma noche de el día en que Arturo se llevó a John de la choza, el señor feudal se incautó de ella y de las tierras de los pobres campesinos. Lo cual era una pura formalidad, por supuesto, pues él en su feudo no rendía cuentas a nadie y todo, incluso las vidas de sus súbditos, le pertenecía.

Un poco más de mil años después, un descendiente muy lejano del pequeño John cruzó el oceano. Era un granjero pobre y honrado, pues si bien la familia había alcanzado una buena posición en la Britannia sajona, nuevamente habían caído en desgracia después de la conquista normanda y luego de todo un milenio de desventuras. John Foster iba a buscar en un nuevo mundo un poco de tierra y libertad.

Pasaron varios siglos, los descendientes del pequeño John consiguieron arraigarse en América, lucharon en varias guerras por su país, lograron mayor o menor fortuna; después de unos trescientos años no recordaban siquiera a John Foster y mucho menos al pequeño John con el que empezó el linaje.

Casi mil quinientos años después del inicio de nuestra historia, alrededor del año 2000 después de Cristo, moría en la cama de un hospital un tercer John, el segundo John Foster de la historia, cuya familia había llegado tres siglos antes a América.

Había estudiado ingeniería en Georgia Tech, luego lo habían empleado en Hypertronics International Corporation con un excelente sueldo. Trabajaba 12 horas al día, de sol a sol, para la compañía. Poco a poco sus relaciones con el resto del mundo se fueron deteriorando y solamente pensaba en la compañía. El trabajo y la compañía estaban robándole su vida. Rompió con su mujer, sus amigos se alejaron. Cuando se dio cuenta de su situación, maldijo amargamente a la compañía, a su trabajo, a su adicción. La Compañía ya lo había maldecido al él hacía mucho tiempo atrás. Se enfermó: le descubrieron el cáncer cuando ya era terminal. Nadie fue a visitarlo. La Compañía le había quitado ahora incluso su salud, con cada minuto le quitaba algo de aliento. Ni siquiera hubo algún caminante compasivo que fuera a compartir con él las últimas horas que le quedaban en el mundo, como sí hubo quien socorriera a su lejanísimo antepasado.

La misma noche que murió John Foster, la Compañía se apresuró a recuperar el carro, la casa, la computadora y todas sus posesiones para cobrarse algunos préstamos. Lo cual era una pura formalidad, por supuesto, pues La Compañía no rendía cuentas a nadie y todo, incluso las vidas de sus empleados, le pertenecía.

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