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Mi vida, a través de los perros (XXII)

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A pesar del incidente en el local, el balance de la noche fue positivo, puesto que a partir de ese día comenzamos a frecuentarnos de manera constante; cuando no era yo quien iba a su casa, era ella que aparecía intempestivamente en la tienda, haciéndome descuidar – con sumo placer – mis obligaciones, pues era costumbre que en esas oportunidades la llevara a la fuente de soda que hacía esquina a tomarnos unas merengadas. Poco a poco fuimos volviéndonos, antes que novios, cómplices en nuestras mutuas soledades. La mía, forzada por las circunstancias; la de ella buscada a voluntad, pues amigos no le faltaban en absoluto, ya que en el pasado reciente había sido muy popular, y estuvo ligada a un par de escándalos bastante sonados en la época. Pero en los últimos tiempos estaba tratando de separarse de ese ambiente, y creo que yo le serví de escusa para ello.

Ambos sacamos provecho de esa relación: yo aporté mis conocimientos literarios, aspecto que nunca había dejado de cultivar, y ella los musicales. Fue de esa manera como me fui volviendo conocedor de las grandes bandas de rock de los 70´s, y comencé mi propia discoteca. Mi espíritu coleccionista me impelió a adquirir toda la discografía disponible de las bandas que más me gustaban, y al cabo de algún tiempo llegué a atesorar más de 700 lps de lo más granado del rock. A cambio, traté de introducir a Lucía en el mundo de la lectura, cosa que logré a medias: hice que se interesara en algunos autores contemporáneos, pero fracasé rotundamente con los clásicos. No quería saber nada de Joyce, de Pound, de Tagore. Los encontraba aburridos a muerte. Pero en cambio le fascinaron los argentinos: la inicié con «Historia universal de la infamia», de Borges, y las historias le parecieron lo bastante entretenidas como para seguir por esa senda; el clímax literario le llegó, sin embargo, con Cortázar. Rayuela fue demasiado para ella; más de una vez la sorprendí con una expresión extática en el rostro, mientras lo leía. Ese libro en particular fue punto de partida de muchísimas conversaciones, y nuestras experiencias alrededor de la lectura se complementaban. Su punto de vista era mucho más fresco que el mío, tal vez por no estar contaminado por tantas lecturas. Yo buscaba los subtextos, las insinuaciones, los mensajes ocultos; ella era más práctica, disfrutaba de la potencia de Cortázar a sus anchas sin mucho cuestionamiento. Para ella, Talita en el vacío, entre dos ventanas, montada sobre una endeble tabla, era eso, más nada. No le buscaba simbologías, cosa que en cambio yo sí hacía. Así sosteníamos calurosas discusiones que no terminaban en nada, por supuesto. Pasamos muchas veladas con unas botellas de vino, un disco de Pink Floyd girando en el tocadiscos, y cada uno con un libro en las manos (claro, que en la mayoría de las ocasiones los libros quedaban en medio del campo de batalla que nos brindaba el amplio sofá del estudio, en un desorden de ropas, brazos y piernas entrecruzadas).

Mientras tanto proseguía con la búsqueda del terreno para la mudanza. Después de muchas visitas, dimos con un lugar espectacular: dos pequeñas terrazas, casi planas, que dominaban desde una altura adecuada el inmenso valle en donde se desarrolla la ciudad. A verlo, supe que ese era el apropiado, por lo que comencé los trámites de compra de manera inmediata.

El domingo siguiente a la firma del contrato de compraventa, llevé a mi madre para que lo conociera. No le había adelantado nada, por lo que la llevé con un pretexto cualquiera. En esos días el acceso al sitio era muy accidentado, casi que una pica de tierra pues la zona se estaba urbanizando todavía. Al llegar, se bajó del carro, recorrió a pie el trayecto que llevaba hasta el borde de la primera terraza, y al ver el paisaje se volvió hacia mí diciendo:

-¿Éste es el terreno en donde vamos a construir nuestra casa?

-Sí, mamá.

-¿Y de veras quieres que me mude a un monte? ¿Estás loco?

Su reacción me dejó helado, tal vez me había dejado llevar por mi entusiasmo y no consideré todos los aspectos. Sin embargo no di muestras de ello, y le refuté el punto dándole a conocer los planes que tenía para la construcción de las viviendas, y lo que sería a futuro la urbanización. Además, la terminé de convencer con el paisaje.

-¡Mira el espectáculo que vas a tener cada mañana, cuando despiertes!

-Eso si, Tomás. La vista es sublime.

-Y va a ser toda tuya, nada nos la va a tapar. Tienes que verla al atardecer, el cerro cambia de color  a cada hora, es un espectáculo maravilloso.

Mi madre era una mujer muy práctica, y entendió de inmediato las ventajas que brindaba el sitio, por lo que me dio su aprobación para la compra. No le dije que ya había firmado, para evitar roces innecesarios en el momento; más adelante lo haría.

Esa misma noche regresé al terreno, pero esta vez con Lucía y Hamlet. Armamos una carpa, y bautizamos con una ceremonia muy íntima el lugar en donde tenía pensado fundar mi familia; bajo la luna llena que oteaba desde el horizonte,  trascurrimos una noche memorable para ambos.

 

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